Los cuartos me los vi en casa de un amigo que igual le da carne que pescao y ocho que ochenta, y debió ser por eso que eran todo tías. Ver un partido de fútbol entre mujeres desconocidas es como ser del equipo contrario, no deja uno de oír incomprensibles comentarios acerca de los muslos de tal jugador o la poderosa mandíbula de este otro, cuando no la mirada cejijunta del de más allá, áspera velludez que por alguna razón estas féminas encontraban atractiva.
No estuvo mal del todo porque tras los penaltis finales se formó una suerte de momentánea orgía vestida, cuerpos amontonados en eufórico bollo que me permitió frotarme en clandestino placer con una que vino que era excepcionalmente bella e ingenua.
Pero esto no era auténtico, ya entonces lo percibí.
Por eso la semifinal la vi en compañía de un energúmeno obeso amigo mío, gran aficionado a la cerveza por más que su excesivo consumo le haya costado ya algún que otro ataque de gota. Este energúmeno amigo cohabita con su antepasados en una lujosa mansión de los Cayos de Aravaca que se resiste a abandonar, por estar ya hecho a tener piscina y jardín. Sin embargo, en cuanto tiene ocasión se dedica a pulular las calles de su extrarradio en moto, escandalizando a sus patricios vecinos con toda clase de juramentos, renegaciones y apostasías.
Un tipo conocido de toda la vida o casi, con quien hacía casi un mes que no hablaba. Y cuando por fín le volví a ver, fue bajando a toda mecha por la carretera en su vespino, para cruzar ante mí como una exhalación. Luego me enteré de que estaba persiguiendo a un haudi el cual, según su versión, le había intentado echar de la carretera. Naturalmente este energúmeno obeso no pudo tolerar semejante muestra de prepotencia y persiguió al susodicho haudi, poniéndose a su altura, golpeando su ventanilla con el puño, insultando al conductor y escupiéndole a la cara.
Ante semejante muestra de malos modos el mentado conductor había entrado en pánico y pisado a fondo el acelerador, escapando así a la magra potencia de la vespino de mi energúmeno amigo, quien no tardó en dar media vuelta y relatarme todo esto que yo ya he dicho, preocupado porque no era la primera gresca sobre ruedas que tenía con desconocidos. No pude por menos que aplaudir su conducta, y convencerle de que en el futuro debería emplearse con mayor ahínco aún en perseguir a tanto abusón del asfalto, no dudando en emplear llaves inglesas u otros objetos contundentes en su correctivo propósito.
Así riendo, nos adentramos en un antro de muros churretosos que encontramos en el empobrecido casco viejo de uno de estos pueblos satelitales, ya casi fagocitados por la urbe madrí, enredados en su maraña de carreteras y a medio apisonar por la M 30 o 40 de turno.
Los parroquianos eran pocos, viejos y proletarios, vestidos casi todos de mono, la mano callosa y ancha, ñudoso y peludo el brazo, grueso como tronco. La cana rapada, el rostro pétreo, como afostiado en ladrillo. Ajá, nos dijimos, sin duda el entorno idóneo. Cubatas iban de acá pallá, grandes voces, afables insultos y collejas. Y qué collejas. Qué sonido glorioso, esa mano hecha al cemento abofeteando el cuello de toro del compañero, pellejo verrugoso y ronchado por los etilos.
Celebramos haber encontrado un bar genuinamente español en esta ciudad donde medra el pijerío, esa falsa limpieza, fascistoide pulcritud, cuando no la frívola y decadente modernez, u otras anemias morales.
Transcurrió el evento partido en una tele pequeña, casi monocroma, que colgaba de una mugrosa cadena en un rincón del techo, y entre juramentos, carcajadas, chocar de cráneos y botellines nos fuimos poco a poco emborrachando. Pero el ibérico clímax no fue, como cabría suponer, la ronda de goles que a grandes voces celebraron en el local y que por supuesto coreamos, por el mero placer de vociferar. No, el auténtico apogeo racial vino en forma de dos tapas de jamón que consumimos regadas de abundante y gélida cerveza nacional. Rancia y porcina carne, veteada de grasa amarillenta que cogíamos con los dedos y desgarrábamos a dentelladas, sorbiendo luego los jirones que colgaban fuera de la boca. Sumergidos por fin y hasta las cejas en las caldosas aguas de la españolidad.
Ya metido en el papel, me ví cómodo, y cuando al acabar el partido los parroquianos marcharon a su casa a masturbarse pensando en Letizia o vaya usté a saber quién, nosotros fuimos a otro bar. Seguía yo al energúmeno amigo, que conducía su vespino kamikaze entre arbóreas avenidas pobladas por grupúsculos forofos, exaltados de toda clase y condición. Resuelto a aprovechar la atípica coyuntura, chillaba yo con la cabeza asomada por la ventanilla, dando alaridos al aire de este paposo junio, poniendo a prueba a este país, a ver cuánto está dispuesto a consentirme.
Borracho, con el volante entre las manos y el tema principal de Koyanisqaatsi petando los altavoces, puedo apretar la puta bocina cuanto me plazca. Puedo conducir en eses y comerme sin querer algún bordillo que aún así las decenas de mamarrachos descamisados que me encuentro en el camino me vitorean bobos, embozados en sábanas rojigualdas, mientras me parto de risa de ellos. Sin saberlo me coronan, monarca pustular.
Cuánto más fuertes son mis ¡IMBÉCILES! e ¡IDIOTAS!, con más ahínco se giran al ver llegar mi vehículo, con más brío ovacionan mis bocinazos. Ahora hago ráfagas, ahora mantengo y mantengo apretado el botón del claxon, molestando a docenas de familias de urbanización, que así y todo reciben felices el insomnio consolándose “No seas así, cariño, que ha ganado España”. Y yo no puedo parar de desternillarme ante el volante, a punto de hostiarme en cada curva.
Grito cerdadas a los muslos descubiertos de las mozas que pasean en el calor de la noche. Me salto semáforos en rojo. Soy ovacionado por ello. No puedo despegar el dedo de la bocina, y hasta las niñas de dieciséis que de ordinario me mirarían asqueadas se acercan a mi bólido coche vociferando orgiásticas, los brazos en alto, botando las tetas.
Cuando llego a mi casa, la gata me recibe con maullidos de impaciencia y tentado por su cuadrúpeda postura, considero seriamente la posibilidad de someterla a zoofílica coyunda, al grito de “¡Santiago y cierra España!” La gata demuestra no estar a la altura de la patriótica circunstancia y se defiende de mi asalto, haciendo escabechina de mi miembro con sus navajeras garras. Sirviéndome de casi medio rollo de esparadrapo consigo detener la hemorrágica marea roja, y me desplomo desnudo sobre la cama, para pasar lo que queda de noche deshidratándome.
Lo digo desde ya: si ganamos la final, me voy de putas a la whiskería más sórdida e insalubre que encuentre.