lunes, 27 de julio de 2009

El airazo

Despierto tumbado boca arriba, después de la siesta. Sobre mí el cielo blanco, cegador, surcado por bolsas de plástico, toldos, lonas, camisetas, sábanas. En efecto, sopla una ventolera fortísima y bochornosa, como compruebo en cuanto me pongo de pie. Este airazo no sólo arrastra todos estos objetos volátiles que he dicho, desarbolados de sus azoteas originales, también ha hinchado hasta casi reventar mi vela, y eso que sólo estaba a medio izar. La confusión propia del despertar no remite en absoluto, ya que la fuerza de este viento me zarandea la mollera y no me permite razonar como es debido.

Ventarrón implacable que levanta un finísimo polvo de agua, una niebla que me ducha la cara y empapa mis ropas. Y me impide ver bien lo que hay a mi alrededor. No distingo las azoteas entre las que me deslizo, y lo que distingo, no lo reconozco. Pedazos de persiana, tejas, todo vuela peligrosamente por los aires.

Las fuertes corrientes me está acercando a un bloque de apartamentos que en tiempos debió erguirse alto e imponente, porque aún asoman veinte o treinta plantas sobre las aguas. O eso entreveo, la bruma difumina las siluetas y el ulular del viento húmedo me embota los oídos y amortigua hasta los inquietantes crujidos del mástil. Diría, no, debo estar alucinando, pero diría que se ve luz en alguna de las plantas de este mastodóntico bloque. ¿Cómo es posible? ¿Qué fuente de energía utiliza? ¿Eólica, solar tal vez? En cualquier caso me decido a averiguar quién habita este edificio, o a aprovecharme del mismo y fortificarme en él si resulta estar abandonado. Debo ser precavido en cualquier caso, ya que de haber alguien dudo que me reciba amistosamente.

Lástima que no pueda cargar con mi rudimentario escorpión, su peso me arrastraría hasta el fondo sin duda, sólo puedo afianzar una hachuela a mi cinturón y saltar por la borda cuando mi maltrecha azotea se acerca lo bastante al edificio. Con este ventarrón no puedo ni soñar con amarrarla a alguna parte, no me queda otra elección que darla por perdida y no mirar mientras se aleja hasta perderse entre la bruma de esta galerna.

Cuando por fin me llego a la terraza que emerge a ras de agua, encuentro los cristales de sus ventanas ya rotos, probablemente por la simple acción del oleaje. El interior del piso está inundado de modo que queda sólo un metro de aire entre la superficie del agua y el techo, las sillas del comedor flotan, medio podridas, en un líquido estancado, cenagoso. El interior es como digo muy oscuro y no parece estar habitado, evidentemente si alguien hace vida en este edificio lo hará en las plantas superiores, pero necesito encontrar un modo de acceder a las escaleras, ya que no puedo arriesgarme a escalar terraza a terraza con este viento.

Ya me cuesta de hecho trepar al piso superior. Rompo los cristales de las ventanas de la terraza con ayuda de mi hachuela y me deslizo al interior, que también está en penumbra y huele a cueva y humedad. Las plantas de las macetas se han secado y, por el olor, diríase que podrido también, pero por lo menos el piso no está inundado. Es una sensación extraña poner el pie en la alfombra del salón, todo está relativamente intacto y recuerda, de algún modo, a cómo eran las cosas antes de la inundación. Hay sofás, tan mullidos y propicios a la siesta como recordaba, hay estanterías con enciclopedias, fotos de comunión y figuritas de cerámica, hay un televisor apagado, que no se enciende al apretar el botón, como tampoco hacen las lámparas. Tal vez no haya electricidad en los pisos inferiores, los que corren más riesgo de entrar en contacto con el agua, tal vez las luces que ví procedían de velas o fogatas, o eran sencillamente imaginaciones mías. En cualquier caso, me resulta grato ver un cuarto de baño de nuevo, lo primero que hago evidentemente es servirme del retrete, y ésa es probablemente la sensación más intensa de familiaridad, de vuelta al hogar, que he experimentado en semanas. Es como haber estado de vacaciones en un camping cuyas instalaciones dejaran mucho que desear y volver por fin a casa. Pienso en ducharme, pero bien mirado no se trata de una necesidad tan imperiosa como la anterior, así que prosigo mi exploración.

El dormitorio está intacto también, la cama hecha, el armario lleno de ropa y sábanas limpias. Naturalmente, cuando intento salir por la puerta del apartamento me es imposible, está cerrada con llave, sin duda la inundación pilló a sus legítimos ocupantes fuera de casa, de vacaciones lo más seguro, así se explica el vacío de la nevera.

Decido repetir la operación de escalado para acceder a la terraza superior. Nada más romper los cristales me reciben unas fauces llenas de dientes y babas, un perro grande, sucio y famélico, el estruendo del viento me ha impedido oír sus ladridos, y el susto por poco hace que me precipite al agua de nuevo, por suerte reacciono a tiempo asestando en su hocico un hachazo disuasorio que le hace escabullirse corriendo por el pasillo. El olor corrupto de este hogar difiere mucho del anterior, se debe sin duda a las heces y charcos de orín reseco que hay por todo el salón. Avanzo en la penumbra, agazapado y alerta. Apenas distingo la puerta del apartamento me dirijo hacia ella, desde el pasillo en tinieblas oigo gruñir al perro, entreveo a través de la puerta de la cocina una pierna tirada sobre las baldosas, a medio devorar, pero no me quedo a ver más, cierro tras de mí la puerta de un fuerte golpe, más ladridos al otro lado, el perro arañando el barniz de la puerta con sus patas.

Por suerte estoy ya en el descansillo. La visibilidad es prácticamente nula, la poca luz que hay, débil y grisácea, procede de una claraboya situada sobre el hueco de la escalera, a mucha altura. No tardará en oscurecer del todo, pero no puedo precipitarme. No sé qué puedo encontrar más arriba, supervivientes, tal vez, pero debo ser muy cuidadoso en mi acercamiento.

Subo unas diez plantas por las escaleras hasta que por fin encuentro una puerta ligeramente entreabierta, una rendija que suda una luz muy tenue y un hedor desagradable y penetrante. Sonidos, también, me cuesta distinguirlos del aullido del viento, ese zumbido amortiguado y siniestro.

Muy despacio me acerco a la puerta y atisbo por la rendija, pero no veo gran cosa, la luz tiene su origen más allá de un recodo del pasillo. Empujo con cuidado la puerta y empuñando mi hachuela avanzo por el pasillo, eufórico de terror, borracho de sigilo. Intento adivinar qué está sonando, parece una voz distorsionada. El olor, siendo sucio, sudoroso, me resulta familiar. El pasillo está sucio, hay carteles mugrientos, mal clavados en la pared, un colchón lleno de manchas apoyado contra ella, señales de tráfico herrumbrosas, fuera de lugar. La luz procede del salón, y aunque débil y sucia, es continua, no titila como haría si procediese de velas o fuego.

Asomo muy lentamente la cabeza por el quicio de la puerta. El salón está efectivamente iluminado por una mugrienta lamparita eléctrica, una de esas que vendían en esos grandes almacenes suecos de funesto recuerdo, sólo que más sucia. Un tipo fuma tirado en el sofá, y ve la tele, así es, tiene una tele, está viendo en ella una película, no sé cuál, no presto mucha atención a eso. Una alfombra sucia, muebles viejos llenos de cachivaches absurdos, más carteles en las paredes, sábanas cubriendo las ventanas, platos sucios, bolsas de patatas vacías y litronas volcadas encima de la mesa. Reconozco por fin ese olor acre y penetrante, mezcla de humo de marihuana y olor a pie. Me recuerda una barbaridad a ese piso de estudiantes que compartí una vez.

El tipo aún no me ha visto, sigue fumando, absorto en la pantalla. Sólo cuando por fin entro, perplejo, en el salón, parece reparar en mí.

-¿Eh? Ah, hola.

No sé si ha visto mi hachuela, aún la llevo en la mano pero ya no hay fiereza en mi pose, mi espíritu está desarmado y confuso. Cuando me acerco a la sábana que cubre las ventanas para levantarla, me interrumpe:

-Eh, eh, cierra, tío, estoy viendo la peli...

Fuma un poco más, me mira a través de las telarañas de sus ojos rojos e intenta deducir algo del gesto perplejo y cuadriculado que agarrota mi rostro.

-Tú eres amigo de… Venías por…
-No –contesto al fin, mi voz suena ronca tras semanas de silencio, tengo que carraspear vigorosamente- No, en realidad no.
-Ah.

Un nuevo silencio.

-Si vienes a ver a… Está en su cuarto. Creo.
-No, no.
-¿Quieres? –me ofrece de lo que fuma.
-No, no.
-La plantamos nosotros. Está muy bien ¿seguro que no quieres?
-No, mejor no.
-Tenemos seis macetas –declama con orgullo mientras me levanta en el aire los dedos índice, corazón y anular de su mano izquierda- En la bañera. Cultivo hidropónico. Es una gozada.
-¿Cultivo hidropónico?
-Sí, cada tres meses ¡pum! Cosecha. Así no se acaba nunca.
-Hidropónico… -sopeso las posibilidades- ¿No habéis pensado nunca plantar otra cosa? No sé, víveres…
-¿Víveres?
-Sí, tomates, patatas, algo rico en hidratos de carbono.
-…
-…
-Bueno. No sé, si quieres tomates no tienes más que bajar a comprar al supermercado. ¿No? No sé a quién le toca, en realidad. A mí me da un poco igual, la verdad es que no me gusta cocinar, ni fregar, yo me apaño con cualquier cosa, bolsas de patatas fritas, chocolatinas, sopas de sobre… Tenemos un montón. Ahí, mira, en esa estantería.
-¿En esta caja de cartón?
-Esa, sí. Coge la quieras.
-Esto está todo caducado.
-¿Caducado?
-Sí. Hace varios años, de hecho.
-Ah. Eso explica mis diarreas.
-Ya. Oye, eso que ves ¿es la tele?
-No, es una peli. Es el vídeo. La tele no se ve, está rota la antena, se rompió… El año pasado, creo. Tienen que venir a arreglarla, pero…
-¿Y esta radio?
-Sí, esa radio funciona.

La enciendo.

-“Dos muchachas destripadas en Jaén. Han encontrado los cadáveres completamente vaciados en una cuneta. Se sospecha que haya sido un grupo de infectados”.

La apago. Intento digerir todo esto pero no es fácil. En este piso hay luz, electricidad, se reciben transmisiones de radio, y este tipo no parece ser consciente de que su ciudad se ha inundado. Por lo que dice lleva meses sin moverse del sofá, podría ser que no se hubiera dado cuenta, me veo muy tentado de decírselo, de cogerle de las solapas y enseñarle el paisaje, la ciénaga urbana que le rodea, pero me lo impiden mi confusión y una leve forma de lástima. Mis dudas quedan interrumpidas por la entrada de otro sujeto que saluda y se sienta en el sofá, junto a su amigo.

-Hola.

Por toda respuesta me paso la mano por la cara, tirando muy fuerte de mis mejillas hacia abajo.

-¿Eres…? –se da cuenta de que le habla a mi espalda así que se vuelve a su compadre- ¿Es amigo tuyo?
-Eh… No. Creo que es un vecino.

Visto que este dueto de espíritus comatosos puede tardar días en atar cabos por completo, me sacudo la perplejidad que me paraliza y, furioso, arranco las sábanas que ocultaban las ventanas.

-¡Eh, tío! ¡Cierra eso!

La luz del crepúsculo parece demasiado para sus ojos acostumbrados a la luz de una lámpara de lava.

-¡Maldita sea! –les increpo- ¿Es que estáis ciegos? ¿Acaso no sabéis lo que ha pasado?
-…
-¿Lo de la gripe? –adivina uno.
-¡NO! ¡Las aguas! ¡Las aguas han inundado toda la ciudad, todo aquello hasta donde alcanza la vista está ahora anegado por completo, todo rastro de civilización ha sido borrado y los escasos supervivientes nos vemos reducidos a un estado de brutal y despiadada lucha por la supervivencia!

Silencio y rostros inmutables. Más silencio y luego:

-A mí me parece que está todo igual. Desde aquí, desde el sofá, no veo ninguna diferencia.
-Además, eso de la inundación no tiene mucho sentido. Quiero decir, suponiendo que se hubieran derretido los casquetes polares de un día para otro, es imposible que el nivel del mar haya aumentado los seiscientos metros de altura que hay en la meseta…

Desquiciado, enciendo de nuevo la radio y vocifero:

-¡Escuchad, insensatos!
-“El Ministro ha declinado hacer declaraciones acerca de las bandas organizadas de caníbales que asaltan campings en la Costa del Azahar, hasta que se demuestre que efectivamente se encontraban en situación irregular. En otro orden de cosas, hoy se ha inaugurado el nuevo Centro para la Coordinación y Fomento del Tráfico de Órganos, sector en cuyo desarrollo…”
-¿Lo ves? ¡Lo de siempre! No dice nada de ninguna inundación…
-“La orgía presidencial…”
-Si hubiera pasado algo, lo dirían…
-“relojero castrado a machetazos…”
-No sé, creo que este tío nos está gastando una broma.
-“Y ahora, los deportes.”
-¡Está bien! ¡Pudríos en vuestra torre de marfil, si es lo que queréis! ¡No me importa! Os iba a proponer formar parte de mi tripulación, pero creo que me las apañaré mejor solo.

Y al grito de “¡Borregos!” arrojo el transistor contra la pantalla de su televisor, que estalla en una nube de chispas y esquirlas, provocando las quejas de estos dos especimenes.

-¡Eh, tío!

Poseído por una rabia animal, enceguecido, asesto un hachazo en el muslo del primer individuo, que tenía las piernas apoyadas sobre el cenicero de la mesa.

-¡Ah!
-¡Siente el abrasador mordisco de Lo Real, mequetrefe! ¡Nota la diferencia!
-Uff… Como escuece… Oh… Hacía siglos que no miraba al techo del salón… Está lleno de humedades…

Aún embebido de este acceso de ira, profiriendo bramidos, abandono el piso de estos descerebrados cuando el que queda sano se levanta a buscar betadine.

La oscuridad es casi total en el descansillo. El aire, aquí dentro, es opresivo, el olor a cerrado no podría ser más espeso, y necesito respirar. Debe ser el ulular implacable de este viento que me ha vuelto loco, subo como poseso las escaleras, a todo correr, con el canto del hacha fuerzo la puerta que da a la azotea y me asomo, por fin, al exterior.

Fuera sigue la galerna, el huracán, y no ayuda a calmar mis nervios, azota inmisericorde mi cabeza sin darme respiro, me zarandea, creo que es más fuerte aún aquí arriba. Aúlla como un diablo, como el chillido de un diablo, al pasar entre las antenas, arranca parabólicas de cuajo, huele a gasolina, a humo de gasolina.

Pero eso no puede ser el viento. Miro a mi alrededor, me parece oír el gruñido de un motor, entre la ventolera, y no me equivoco, hay un generador, un enorme generador amarillo, traqueteante, escupiendo bocanadas de humo de gasolina, emitiendo calor y ruido, un generador, no puedo equivocarme, es sin duda la fuente de energía que suministra electricidad a la parte superior del bloque. No muy lejos, otra visión me hace estremecer: un enorme tanque de gasolina.

Este humo me emborracha. Parece que hace años que no lo oliera, y es realmente apestoso, pero hay algo embriagador, cerdo y sensual, en el traqueteo loco del generador, en su lascivo toser nubes de humo. Sigo con la vista el recorrido del grueso manojo de cables que salen de sus tripas mecánicas, la mayor parte acaba en un cuadro que sin duda alimenta las plantas superiores, pero hay otros que conducen a un destartalado chamizo en cuyo interior, lo puedo ver a través del mohoso cristal de un ventanuco, hay luz.

La puerta está atrancada, pero no voy a andarme con miramientos. De una patada la abro, y queda vencida, sujeta sólo por una de sus bisagras como diente de leche, batida por el viento despiadado.

El interior del chamizo está iluminado por una potente bombilla de obra, de esas que vienen reforzadas por rejillas de hierro para no romperse. A un palmo de ella suda la frente de un desquiciado de piel lívida, verdosa, y carnes demacradas.

-Proponen incinerar los cadáveres para evitar los contagios, para lo que se ha surtido de lanzallamas a grupos de ciudadanos

Un profeta, consumido de devoción, los ojos inyectados en sangre, la mirada rota, perdida, vidriosa, vocifera ante un micrófono, aferrando con una mano los gruesos auriculares que le cubren las orejas y estrujando con la otra un pollo de goma de forma obsesiva, relamiéndose en el sonido que hace el látex impregnado de sudor al ser retorcido. Ante él, una estación de radioaficionado desde la que transmite, y sobre la que yace un conejo despellejado y cubierto de moscas en el que periódicamente hunde la nariz para aspirar su tufo a putrefacción mientras se manosea los genitales y gime de placer, sin parar en ningún momento su desquiciado discurso.

-Grupos de violadoras octogenarias actúan en masa. El Ministro impone el toque de queda y arroja tetra-briks de leche a la multitud. Bandadas de recién nacidos se arrojan desde el campanario de Almuñecar sin mediar palabra. Una motosierra virgen ataca a su patrón y muere en el posterior tiroteo.

El hedor que emana del chamizo es insoportable, brota a bocanadas intermitentes, removido por el brutal huracán que barre la azotea, la puerta termina por arrancarse de cuajo para salir despedida por los aires, los aires que invaden a empujones el interior del chamizo provocando remolinos, levantando la indecible inmundicia allí dentro acumulada, descubriendo alardes de locura y atrocidad que no cabe describir con palabras.

El Horror. Ese hombre, ese loco, vomitando su horror a las ondas hertzianas, propagando su demencia, la parodia de una civilización reducida al absurdo, el Horror, mayúsculo, imposible de digerir más que de un modo primitivo, ritual, completamente irracional, como un entierro.

Supongo que por eso me dejo llevar por el infernal bramido del viento y descargo mi hacha una y otra vez sobre las carnes cenicientas de aquel tipo, que en ningún momento cesa su verborrea de pesadilla. Para callarle, para borrarle de la faz de la tierra, para hacer como si nunca hubiera existido, supongo que por eso también abro la espita del tanque de gasolina y con un cubo encharco el chamizo y la azotea enteros, para después prenderle fuego, justo antes de saltar al vacío, a un vacío de veinte o treinta plantas sobre la superficie del agua, al que me precipito en el preciso instante en que el tanque de gasolina hace explosión y una monstruosa bola de fuego asola y reduce a un muñón de ruinas humeantes la cúspide de aquel edificio, igualito que en La jungla de cristal.

jueves, 9 de julio de 2009

Espina de cremallera

Él sabe hacerse crujir el cuello. Hay quien puede hacerse crujir los dedos y las muñecas, todo esto lo puede hacer él también, pero es especial porque además sabe hacerse crujir el cuello, de manera que parece que se lo rompe.

Se lo cruje en medio de una calle atestada, esperando a que el semáforo se ponga en verde, y se deja caer, desplomándose como cadáver.

Ella aparece entre la multitud, sollozando, profiriendo horrorizados alaridos. Se rasga las vestiduras y llora la muerte sobre el falso cadáver. Él abre un ojo, y sonríe.

¡Era broma! Ella no sabía aún su extraordinaria capacidad para crujirse.

Se levantan y se van de la mano. Los peatones han seguido pasando junto a ellos con paso apresurado, tanto cuando se ha simulado la muerte como cuando tiene lugar la resurrección. Les impiden, de hecho, caminar. Nadie les mira, pero todos les empujan, les piden permiso para pasar, todos quieren pasar a través de la pareja, no entre ellos, sino a través de cada uno de sus componentes. Disculpe ¿Me permite? Si no le importa…, mientras les hacen a un lado en todas direcciones, la suma de las fuerzas del dorso de sus manos, haciendo crujir sus costillas, retorciendo sus columnas vertebrales como al escurrir una bayeta.

Otra variante es que él, tras crujirse el cuello, en lugar de desplomarse haga como que se le ha pinzado un nervio, la médula espinal nada menos, el bulbo raquídeo, y no pare de patalear en el aire fingiendo perpetuo calambrazo. Ella puede fingir horror, si ya ha pasado por la broma anterior.

Resulta que el muchacho tiene la espina dorsal de cremallera. No es que la use como una cremallera, es que es una espina de ese tipo. Puede hacérsele bífida como no cuide su alimentación o haga deporte.

Cartoniano

Introducido en un ascensor de cartón. Cubierto de cartón, dijeron que por unas obras, pero cada vez lo cubrían más, el tubo fluorescente, el espejo, los botones, todo, hasta que se descubre que eran una banda de hampones amigos de lo ajeno, que habían sustraído las valiosas planchas de metal y cables del ascensor, dejando sólo la carcasa cartoniana. De ahí los bandazos y la fatal y estrepitosa rotura del suelo al sobrepasar el límite de peso.

Ser de cartón.

Aplicarse cada día tiras de cartón húmedas sobre la piel, para que poco a poco arraiguen y se disuelvan con la propia carne. Hasta que los huesos no sean más que tubos como de papel higiénico y la carne toda esté formada a su vez por capas de cartón corrugado.

Esto le convierte a uno en un ser versátil y adaptativo, toda vez que en seco se es de una extrema ligereza, pudiendo dar grandes saltos y ser arrastrado por un viento moderadamente fuerte, a la manera de esas “cometas” tan de moda en Viena últimamente; y en mojado tiene uno más peso específico, además de un reblandor que permite flexionar las extremidades en cualquier dirección. Tacto esponjoso, chapoteo a cada paso.

Además, y ya sea estando seco o impregnado de fuel-oil, puede uno arder en un momento, con sólo sostener una colilla o manipular una lupa demasiado a la ligera.

La cocaína

La cocaína
La cocaína
No yo no tomo
Yo no me junto con gente que
Porque mi madre me dice que no me junte
Con la gente de la cocaína
No es buena
Mi madre lo dice
La cocaína
Mi madre tomo mucha cocaína cuando era joven y
Si no hubiera tomado tanta
Yo no habría nacido
Le jodió la vida
La cocaína
La cocaína es mi verdadero padre.
Su polvo blanco
Tanto como se metió
Hizo las veces de esperma
Se lo metía, claro
Por el coño
La cocaína
Y le hizo grumo con los flujos vaginales
Le hizo argamasa
La cocaína
La fecundó y nací yo.

En el principio fue el tedio

Una vez resuelto el problema del agua potable y el alimento sólido, por precaria que fuera esta solución de subsistencia, se me vino encima algo peor que el hambre, la sed o el peligro de muerte: el aburrimiento.

Cuando uno pasa el día yaciendo cuan largo es sobre las baldosas de su azotea, a la sombra de un improvisado toldo, cuando la principal actividad que se desarrolla en el día es la espera, cuando la comida cotidiana es una paloma pobremente asada a la llama de un "camping-gaz" hurtado a las aguas, cuando uno se descubre mirando por inercia su teléfono móvil, esperando quizá ver una llamada perdida o un mensaje, y sólo ve la pantalla resquebrajada y cubierta de orín y moho, y recuerda que ya no hay nadie que pueda llamar; cuando se llega a este punto, es hora de tomar una determinación. Dotarse de un objetivo, por absurdo y rocambolesco que sea. La ciudad entera cuyos asfaltos y hormigones se reblandecen ahora bajo las aguas fue precisamente y sin duda ninguna creada para paliar un aburrimiento semejante, un enorme tedio sedimentado durante siglos, y ahora que el bullicio de la ciudad ha callado, las horas de sol y silencio me hacen pensar si no sería posible construir un andamiaje sobre estas aguas, y sobre el andamiaje extender una gruesa capa de asfalto, capaz de sostener otra ciudad nueva por la que desenvolverse y hacer como si no hubiera pasado nada.

Antes se podía matar el tiempo con cualquier distracción, pero ya no funciona ningún aparato eléctrico así que es del todo imposible tragarse ese alpiste que era la tele, y tampoco puede uno ver películas o enajenarse con videojuegos. Puede uno leer, es verdad. Tengo varios libros rescatados del agua y secando al sol como bacalaos, y una vez pierden toda la humedad son legibles, aunque parece que hayan envejecido un siglo o dos de golpe. Parecen hechos de pergamino ondulado, la tinta está borrosa en muchas partes y siempre hay páginas dañadas, o pegadas entre sí de modo que es imposible separarlas sin provocar su ruina. En contra de la creencia popular, los libros más gratos de leer en una situación de soledad perpetua no son sesudas novelas o versos de hermosa factura, que parecen no tener sentido en el nuevo y acuático contexto. Las novelitas eróticas o de aventuras se disfrutan mucho más y resultan más instructivas.

El fornicio es, no cabe duda, otra gran pérdida en lo que a pasar el rato se refiere. Por mi mente han cruzado vagas ideas, esbozos de experimentos con peces o aves, pero temo que no serían más que un mediocre placebo, lamentable substituto de la experiencia carnal genuina, por no hablar de las muy probables y aparatosas infecciones que dichas prácticas podrían acarrear.

En realidad la única actividad medianamente provechosa e interesante es el buceo. Poco a poco las aguas han perdido parte de su turbiedad, imagino que de alguna manera el polvo en suspensión se ha aposentado, de modo que la visibilidad bajo el agua, siendo mínima, es suficiente.

Lo primero que he hecho, naturalmente, es intentar rescatar mis posesiones. He tenido cuidado de anclar siempre mi barcaza azotea cerca de su base original, esto es, mi antiguo hogar, más por mantener una ilusión de suelo bajo los pies que porque realmente esperara recuperar y dar algún uso a mis muebles y demás artículos del hogar. Las primeras inmersiones no tuvieron mucho éxito, debido fundamentalmente a mi escasa capacidad pulmonar, pero una vez recuperé los preservativos del cajón de mi mesilla, pude utilizarlos como rudimentarias bombonas de aire. El sistema no es tan sencillo como parece, ya que después de todo se trata de globos hinchados que se resisten a ser sumergidos y estorban al bucear. Lo que hago es atar varios de ellos a un cordel, sujeto a su vez a una pesa para que no floten. Cada vez que necesito aire, en lugar de volver a la superficie, corto con unas tijeras el depósito seminal de la punta de uno de los condones y respiro todo el aire que contiene. Seis o siete preservativos dispuestos de este modo me permiten permanecer bajo el agua unos veinte minutos, tiempo más que suficiente, de hecho procuro no consumir todos. Cuando he recogido lo que considero útil, lo dispongo en una caja de fruta, de plástico o madera, la cual ato con una cuerda de tender para poder izarla sin problemas desde la barcaza azotea. Como digo, suelen sobrarme dos o tres globos de aire, cuyo lastre corto, para atarlos a esta cuerda y que hagan así las veces de boya.

Una de las cosas que he recuperado es un pequeño espejo redondo y resquebrajado. Hubiera preferido no verme la cara, por la barba de náufrago, por la mata de pelo estropajoso, como quemado con mechero, por lo amarillento de mis conjuntivas, pero sobre todo porque he descubierto una caries en uno de mis dientes. Naturalmente en este escenario no cabe pensar en dentista alguno, pero he pensado que tal vez podría yo mismo hacer un apaño, toda vez que es uno de los dientes que está junto al colmillo, y es por tanto de fácil acceso. Se trata en realidad de una mota negra que está casi en la punta del diente, al principio la he tomado por un resto de comida pero no había forma humana de sacarla con la uña. Sólo entonces, y sirviéndome de un imperdible, he constatado que esa mota era en realidad un fino agujero, lleno de mierda petrificada, mierda que supongo es la caries propiamente dicha.

Con la aguja del imperdible me he dedicado a raspar esta mácula, descubriendo que en realidad el agujero, siendo de anchura diminuta, se adentra en la pieza dental hasta atravesarla de hecho completamente. Por suerte, y a base de este paciente rascado, he conseguido arañar la costra carioca hasta dejar el agujero expedito, de modo que lo puedo atravesar limpiamente con la aguja del imperdible y con cualquier otra cosa, en realidad, siempre que sea lo suficientemente fina.

Aún no he encontrado utilidad a este orificio, pero es cuestión de tiempo. Ahora todo debe tener una aplicación práctica, un uso, a poder ser distinto del que tenía antes de la inundación. Por ejemplo el destornillador que he encajado en el vano del mango de la fregona, para que en conjunto formen un cómodo arpón. El mango de la fregona es un simple tubo de metal, no todo lo rígido que sería deseable, pero sí bastante ligero. En una de sus bocas encaja casi a la perfección el mango del destornillador. Es cierto que para que se sujete con la firmeza necesaria he tenido que perforar sendos orificios en el tubo que lo contiene, a la altura de otro agujero que hay en la base del mango del destornillador, a fin de atravesar todo ello con un grueso alambre que luego he retorcido con unos alicates. No sé si hace falta que haga un diagrama.

Decía mi padre que un hombre no es un hombre del todo hasta que no tiene un traje y una caja de herramientas. La caja de herramientas, efectivamente, es una de mis posesiones más valiosas y entretenidas. El traje, en cambio, se pudre perfectamente bajo las aguas.

lunes, 6 de julio de 2009

Primera expedición

Los primeros días todo era humo. Podría confundirse con nubes de tormenta, grises y pesadas, arrastrándose a poca altura, o a ratos con una niebla muy oscura, si no fuera por el intenso olor a plástico quemado y por los centenares de llamitas verdes que chisporreteaban por todo el horizonte y que se hacían visibles al caer la noche. Esta humareda general dificultó bastante mis primeras incursiones, no me atreví a alejar mucho mi azotea flotante de su hogar raíz, y me preocupó que los incendios eléctricos que asolaban las terrazas y tejados que aún emergían del agua arruinaran aquellos bienes o alimentos de los que habría podido hacer rapiña.

Poco a poco, la niebla se fue despejando. Primero el cielo se abrió, mostrándose de nuevo azul, veteado eso sí por las sinuosas columnas de humo que ascendían, escuálidas y perezosas, de cada una de las azoteas reconvertidas a islote. El olor a cable y cemento carbonizado fue cediendo paso a otro hedor, penetrante, agrio y a la vez dulzón. Toda la superficie de agua aparecía sembrada de cuerpos y objetos que se pudrían al sol. Todo lo que constituía la ciudad, todo lo que poblaba sus calles y podía flotar ahora lo hacía libremente, cubierto eso sí por una película de cieno verdoso. La mayor parte es basura, ya digo que después de todo no es más que lo que antes yacía en la calle y ahora flota. Desperdicios, bolsas de plástico, neumáticos, contenedores, palés enmohecidos, colillas, pinzas de tender, sillas de terraza, ropa usada, chanclas, barrigas rumanas. Hasta el celo de aquella perrilla, éste también se ha podrido y flota como un hígado hinchado y tumefacto, entre tablones rotos y botellas de plástico vacías.

Nada aprovechable, ya digo. Me preocupa la falta de alimento. Y la deshidratación, ya que evidentemente estas aguas negras que me rodean son de todo menos potables. Por suerte no debo temer los rayos del sol, ya que el hollín que permanece aún suspendido en el aire se me ha pegado a la piel, formando una fina capa cenicienta que me protege de su acción abrasadora y me impide sudar, providencial circunstancia sin la cual habría muerto desecado a los pocos días.

Sólo cuando por fin se extinguieron los incendios y una fuerte brisa barrió hasta los últimos restos de humo pude acometer una incursión propiamente dicha. Habiendo practicado el gobierno de mi improvisado y cementoso boutre, lo dirigí hacia donde en tiempos estuvo el mercado del barrio. Orientarse fue algo complicado de verdad, ya que las calles se ven muy distintas a ras de agua, apenas son reconocibles, y mi propósito era regresar al hogar raíz con un hipotético botín. Por fortuna pude reconocer el antiguo mercado, ahora sumergido, por la cantidad de alimentos que cubrían el agua por completo. Daba la impresión que se podría caminar sobre ellos, si no fuera porque su flotante oscilar revelaba que esta superficie de palés, cajas de fruta y fango orgánico no era en absoluto transitable. Al menos no para mí, para las palomas y gorriones que infestaban este vertedero flotante no parecía suponer un problema.

No tardé en localizar una remesa de botellas de agua mineral que me apresuré a cargar en la cubierta de mi azotea. Encontrar algo comestible me supuso algo más de trabajo, ya que lo que no estaba podrido por el agua había sido picoteado o cubierto de corrosivo guano aviar. Por ello, resolví que lo más sensato sería capturar alguna de esas palomas, para lo cual dispuse un recipiente a modo de bebedero en el que vertí algo de agua mineral. Enseguida los volátiles se arremolinaron para saciar su sed con un líquido que no provocara diarreas y vómitos, y no tuve más que agarrar a unas cuantas por el pescuezo y de seguido retorcérselo. Me procuré también unos cuantos cítricos que flotaban y no tenían del todo mal aspecto, con ellos habría de combatir el escorbuto.

Atardecía ya cuando desplegué la vela de mi azotea, soplaba también un viento moderadamente intenso, como tengo observado que sucede a la salida y la puesta del sol. Apenas había puesto rumbo de vuelta a mi hogar raíz cuando reparé en algo que hasta entonces no había visto, al estar enfrascado en mis tareas de caza y recolección: un navío se me había acercado por popa y acortaba distancias a gran velocidad.

Mi extrañeza inicial dio paso a un juramento por no tener a mano unos binoculares o un catalejo con el que informarme acerca de este peculiar bajel, pero la manera en que se acercaba sin hacer señal alguna no era en modo alguno buen presagio. Enseguida pude ver que aquel navío no era una embarcación propiamente dicha, sino que había sido improvisada, al igual que mi boutre azotea; pero en lugar de tratarse de un terrado arrancado de cuajo de su bloque cimiento, el casco de esta nave era la carcasa de un autobús invertida y previsiblemente vaciada.



Esto la convertía en una embarcación más ligera que la mía, y de mayor velamen, mucho más rápida por tanto. Acortaba distancias como digo a gran velocidad, de modo que no tardé en poder distinguir a simple vista a la tripulación de este navío. En él viajaban al menos media docena de hombres huesudos y vestidos a la manera náufraga, esto es, como yo mismo, pero el gesto fiero y predador que agarrotaba sus rostros y el modo en que agitaban hachuelas y bates de béisbol no dejaban lugar a dudas acerca de sus lesivas intenciones.

No hay mucho que uno pueda hacer para que una azotea, estando ya su única vela desplegada, navegue a mayor velocidad, de modo que sólo pude mascullar entre dientes mientras el autobús pirata se me aproximaba peligrosamente. Ya podía oír sus feroces gritos en los que se me faltaba al respeto y se hacían patentes los caníbales propósitos de este navío de degenerados, ya podía incluso verle la cara al que parecía ser capitán de este antropófago balandro, un tipo que se erguía sobre su proa parachoques, un energúmeno de rostro alargado, con mandíbula casi deforme y aire mongólico en general. Empuñaba en su mano derecha un serrucho, el cual sacudía en el aire, haciendo que en su vibrar emitiera un sonido metálico y ululante que consiguió que se me helaran de terror las entrañas.

Lamenté muy profundamente no disponer de arma alguna, siempre lo he dicho, se debería permitir a los ciudadanos poseer armas de fuego con las que defenderse caso de que la civilización sea temporal o definitivamente suspendida, o sumergida, como efectivamente y por fin ha sucedido. Era éste lamento quejumbroso e inútil como todos, y pronto dio paso a una furiosa desesperación. El barco estaba ya a menos de veinte metros de distancia, y se aproximaba cada vez más, cuando reparé en un detalle que habría de constituir mi salvación. La misma naturaleza autobusera del casco que le proporcionaba esa mortífera rapidez tenía a su vez un punto débil: las ventanillas y parabrisas, que estaban en su mayor parte bajo la línea de flotación y sin duda les eran muy útiles para vislumbrar la urbe sumergida. Apenas caí en la cuenta arranqué varias tejas de mi barcaza azotea y las arrojé en su dirección como haría un discóbolo.

El que parecía capitán de esta tropa de indeseables brutos se rió primeramente, al pensar que mis proyectiles iban dirigidos hacia él o cualquiera de los miembros de su tripulación, pero su sonrisa se le cayó a los pies y rodó por cubierta cuando por fin oyó el primer estruendo de cristales rotos: efectivamente una de mis tejas había alcanzado el parabrisas de proa, abriendo una enorme vía de agua que frenó su avance en seco y sumergió prácticamente toda la cabina, haciendo que el navío adoptara una verticalidad que sólo podía acabar en naufragio.

Contemplé el desastre de aquellos que habían querido mi perjuicio encaramado en lo más alto de mi balsa, que seguía indemne su curso, hasta que por fin vi cómo la nave atacante se hundía del todo en las turbias aguas matritenses, teñidas de fuego y óxido por el ocaso.