lunes, 3 de marzo de 2008

Incidentes

Salí del cine presa de la más furibunda indignación. Aquella película basada en la famosa serie de ironía animada había sido una deprimente experiencia de vejez y decadencia. Fui el primero en entrar y sentarme en la butaca, y enseguida me di cuenta de que el resto del público asistente lo componían adolescentes frívolamente decorados con pulseritas de colores y bañadores surferos, quienes por si fuera poco entraban por grupitos, una vez ya empezada la proyección. Para colmo, apenas encontraban su asiento y se decidían a callar sus risitas afeminadas y prestar atención a la película, abrían unas ruidosas bolsas de palomitas y daba comienzo un estruendo plástico y un crujir de dientes irritante en extremo. El grupito que estaba reunido a mi nuca resultó especialmente molesto, toda vez que reían aquellos acontecimientos que no tenían gracia alguna (los batacazos y lesiones de los personajes) y callaban como bobalicones cuando por fin brillaba el ingenio y el saber hacer en alguna frase, y en esos casos era yo el único en soltar una risotada, que en aquel ambiente, debo admitirlo, sonaba senil.

Cuando uno de aquellos aspirantes a consumidor de coca-cola tuvo la desfachatez de plantar sus pies enchancletados sobre el respaldo de la butaca vecina a la mía, es decir, a medio palmo de mi cara, ya no pude contener más mi justa indignación. Me revolví y vociferando le insté a que guardara las formas y el debido respeto, pero no pude dejar de notar que a semejante bisoño le acompañaban dulcísimas ninfas de piel tersa y tostada al ocioso sol de piscina de urbanización. Iracundo por la terrible injusticia que ésto suponía, mi reprimenda fue a más, hasta que de un manotazo hice volar la bolsa de palomitas que sostenía ridículamente entre sus manos, desperdigando su contenido por los aires. Y así fue como abandoné la sala, al grito de “¡Matt Groening debe estar revolviéndose en su tumba!”

Luego me senté en una terraza y engullí cerveza tras cerveza hasta que olvidé el desafortunado accidente. Caí pronto en la cuenta de que había gastado todo mi dinero en la entrada de cine, así que aprovechando un descuido del camarero me giré y me escabullí calle arriba. Al llegar a casa, encontré una hoja cuadriculada que, arrancada de su cuaderno, decía así:

“Primer postulado:
Toda manifestación cultural, sea de la índole que sea, no es más que la expresión más baja e inmunda de que es capaz la humanidad, y debiera avergonzar a quien la realizare.
Segundo postulado:
El patriotismo es un sentimiento propio de catetos inorantes, pollinos descerebrados que no conocen a Dios y, no teniendo alma propia, se identifican con lo más superfluo, accidental y anodino de sí mismos.

De ambos postulados extraemos un corolario que reza:

2 zanahorias
cebolla a go-go
pimiento
ajo
vino blanco o txakolí
y
medio kilo de carne de horca.”

Se trataba sin lugar a dudas de mi letra. Maravillado por mi elocuente prosa y no menos llamativa pluma, quedé reflexionando tumbado en la cama, dando vueltas incapaz de dormir debido al gran calor, y es que la canícula ejercía su fogoso imperio con puño de hierro al rojo. ¿Cuándo había escrito aquello? Me era imposible recordarlo. Sí es verdad que a veces me despierto a mitad de la noche con un montón de palabras en la cabeza, que giran y giran en espiral, provocándome un vértigo que causa mi despertar, y ya no soy capaz de dormirme de nuevo, he de levantarme en duermevelas y anotar en un cuaderno lo que rondare la mi cabeza. A la mañana siguiente, por tanto, no me sorprendo del todo si encuentro una hoja de cuaderno arrancada en la que un bolígrafo azul ha garabateado una Oda a M. A. Baracus.

El día siguiente no pudo ser más banal. Mi sentencia de beca se ejecutaba conforme al plan: en pleno agosto, la oficina estaba prácticamente desierta y mi carga de trabajo, ya de por sí ridícula, se había desvanecido.

A la vuelta, aburrido, decidí sacar mi cámara de fotos mientras conducía, para fotografiar a los coches que me rebasaban por la izquierda, a una velocidad notablemente superior a la permitida. No tanto por tener una fotografía del infractor, sino por lanzar un flash que incomodara a este amigo del delito haciéndole pensar que la fotografía había sido realizada por un radar, y que en la siguiente curva sería arrestado por una pareja de la guardia civil que le llevaría preso. Era éste un divertimento con el que entretenía a menudo tanto a la ida como a la vuelta del trabajo, realmente ameno debo decir, ya que la reacción habitual del que sentía mi flash acusador por el rabillo de su ojo, o reflejado en su retrovisor, era levantar bruscamente el pie del acelerador, cuando no frenar de un modo harto peligroso para los coches que marchaban tras él, igualmente excediendo el límite de velocidad y merecedores por tanto de verse envueltos en un choque en cadena.

Esta actividad provocaba en mí gran gozo y movíame a risa. No me había yo parado a pensar el riesgo que implicaba, puesto que podía acontecer que el conductor puesto en evidencia por mí descubriera que el flash procedía de mi vehículo, un viejo y destartalado Force Fiesta que en ningún caso podría estar conducido por un agente de la autoridad, de puro mugriento y cochambroso.

Algo así tuvo lugar entonces: justo tras flashear in fraganti a un viejo Simca que me rebasó a por lo menos 140 km/h (siendo el límite legal en la carretera de Colmenar de 100 km/h, como todo triste oficinista que la transite sabrá) éste reaccionó frenando enérgicamente primero, y enseguida poniéndose ante mí de un volantazo. Sin duda me había descubierto, tal vez por casualidad el copiloto miraba hacia atrás en el momento en que apreté el disparador, y pudo verme con una mano en el volante y la otra empuñando la camarita. Mi sonrisa se deshizo como el humo, ante la evidencia de que quienes pilotaren aquel Simca no eran capaces de apreciar mi sutil e ingeniosa broma. Frenaba con rabia, obligándome a esquivarle, escorándome cada vez más hacia el arcén, hasta que por fin perdí completamente el control del coche y derrapé en la cuneta.

Comprendí que aquello no iba a ser fácil cuando ví salir a dos tiparracos de aspecto infame armados con barras de hierro. Uno de ellos se acercó a mi ventanilla y cuando estaba entreabriendo mi puerta para pedirle explicaciones por lo grosero de su conducción, la cerró de un patadón, y procedió a golpear salvajemente la ventanilla con su barra de hierro. El cristal saltó hecho añicos, naturalmente, y hube de acurrucarme para evitar que las esquirlas echaran a perder mi hermoso rostro. A través de la destrozada ventanilla, semejante energúmeno asomó las fauces y me exigió que le entregara la cámara. Consideré oportuno ceder y tolerar semejante atropello por aquello de preferir el mal menor. Pero no les pareció suficiente.

Querían saber quién era yo y a qué me dedicaba, y mis explicaciones les parecieron tan poco satisfactorias que creyeron que les tomaba a pitorreo, de modo que la emprendieron a golpes con mi coche y migo dentro. La carrocería del viejo Force Fiesta cedía a cada mandoble, pero justo cuando ya lo daba todo por perdido vino en mi auxilio una sirena derrapando.

No me atreví a salir de mi maltrecho Force Fiesta, pero por el astillado espejo retrovisor pude ver cómo la pareja de la guardia civil salía del vehículo, mientras los dos agresores dejaban caer con disimulo el tramo de cañería y la palanca con los que me habían atacado, y los empujaban bajo mi coche con el pie y un silbido despreocupado. La benemérita exigió una explicación para tan ridícula escena, cuando de pronto unos golpes sordos que parecían proceder del maletero del Simca atrajeron su atención. En la escaramuza que siguió vi la ocasión de escapar de allí, y con un enérgico derrape en la gravilla de la cuneta puse de nuevo en movimiento mi tullido Force Fiesta.

No estaba lejos de la lujosa mansión de mi amigo Hunter, sita en una urbanización que llevaba el pomposo nombre de “ Cayos de Aravaca” Consideré oportuno pasar allí unas horas, y tuve la suerte de que Hunter estuviera en casa, acompañado de un amigo común.

Enseguida olvidé el truculento suceso del que acababa de escapar, pues Hunter y el amigo común mantenían una acalorada discusión, sazonada con el extracto de cactus de San Pedro que habían consumido. Hunter chupaba de una cuchara en la que aún quedaban restos de algo negro, denso y muy pegajoso, proceder que el amigo común condenaba y aborrecía con una mueca. Al parecer el amigo común había buscado en Guguelerz el piso de protección oficial que le había tocado, sito en una ciudad dormitorio. Lo descubría entonces, merced a la visión satelital, y se lamentaba por la notable forma de colmena que presentaba el que habría de ser su siguiente y último hogar. Hunter procedía a consolarle enumerando los hipotéticos beneficios de aquel aborregarse, cierto es que sin mucha convicción. De súbito prorrumpió en fuertes toses, que trató de mitigar acurrucándose hacia los cojines del sofá. O eso pareció en un primer momento, porque amortiguada por efecto de los almohadones creí oír no una tos, sino una frase:

-¡No puedo mentir: ES UNA MIERDA!

Y atónito contemplé como Hunter erguíase de nuevo, profiriendo nuevas toses que forzosamente parecían falsas y protocolarias.