lunes, 29 de diciembre de 2008

Metamorfósil

Un Arisaka con bayoneta.

Ah, la bayoneta.

La sangre, me gotea de la nariz, como cuando era pequeño, qué textura tan fina, la viscosidad justa, el bermellón perfecto. Pero la bala es diferente, tiene trampa. Cuando acierta una cabeza, cuando penetra un cráneo y se hunde entre los sesos, tiene lugar la detonación de un impulso electromagnético a una frecuencia concreta que expulsa la conciencia del cerebro, proyectándola, eso sí, sobre un objeto o ser al azar en cualquier punto del espacio y el tiempo.

Tus amigos creen que has muerto, pero en realidad has sido transplantado.

Ved si no:


Los tres supervivientes del batallón, agazapados en la trinchera. Ha llovido torrencialmente en el atolón, el barro les llega a los tobillos en ese pozo fangoso que les sirve de refugio, pero ahora brilla la luna llena sobre el Pacífico sur. El barro sabe a metal. Ah, no, es la sangre reseca. Famélicos y desesperados, acarician el cañón de sus rifles y se palpan las extremidades cada cierto tiempo en busca de alguna herida en la que no hayan reparado. Y agujeros no, pero uno de ellos se encuentra un paquete de tabaco que daba por acabado.

El francotirador japonés, tres días escondido en lo alto de una palmera, a la espera de un objetivo sobre el que disparar estas balas que expulsan violentamente la conciencia de los cráneos. Juguetea con ellas entre los dedos, sintiendo su peso y el frío metal, como yo cuando de pequeño resobaba mis canicas. Él no, no sabe lo que es una canica, y mucho menos se acuerda ya de cuando era pequeño. Agarrotado y recorrido por calambres tras una espera de días, acurrucado cual araña entre las hojas de palma, oteando la selva alrededor de su atalaya escondite.

Sabe lo que se trae entre manos. Es de noche y la luz de la luna lo empapa todo de un azul oscuro y empastado que no permite distinguir gran cosa. Pero les oye, entre el murmullo de la brisa que soba perezosa la vegetación.

Los tres supervivientes del batallón, agazapados en el barro de la trinchera, quizá han bajado demasiado la guardia, o a lo mejor son novatos que hasta ahora han tenido suerte. Puede incluso que ya les de lo mismo. El caso es que deberían saber, porque se aprende en casa, en la instrucción, que nunca hay que encender tres pitillos a tres personas seguidas. No desde luego en una trinchera. Pero no lo saben, porque se reparten los tres pitillos arrugados que les quedan y con un mechero oxidado se encienden el primer cigarrillo. Es entonces cuando el paciente y arácnido japonés les detecta y concentra su escrutinio en esa zona de la selva azul. Al encender el segundo cigarrillo, el japonés tiene tiempo de apuntar su Arisaka. Y al tercero, claro, aprieta el gatillo, perfectamente encuadrada en su mirilla la cabeza de uno de esos tres supervivientes del batallón, su cara sucia chupando el pitillo.

Cada vez que dispara, te destroza la cabeza. Pero no mueres.

No lo sabes, claro, hasta que te pasa, y se siente más o menos así: el golpe en el cráneo es un golpe, pero no un empujón. Una línea recta te atraviesa limpiamente, como dibujada con regla: es la trayectoria. La bala horada tu occipital y se aloja entre tus hemisferios, acogida por tus sesos, de algún modo extraño lo notas, con una especie de sentido del tacto cerebral. Pero es un relámpago, no te da tiempo a palpar con tus circunvoluciones el metal de la bala, porque apenas impacta tiene lugar el impulso magnético que decía antes. Y ya no estás en tu cabeza. Ahora eres tú la bala, eres tú el que vuela en tiro parabólico sobre la corteza terrestre para ir a parar a otro huésped. Igual que el proyectil ha ido a dar con sus plomos en tus huesos, te alojas tú en un objeto o ser al azar, en cualquier punto del tiempo y el espacio como te decía.

Quedarse solo en una trinchera, ser el último superviviente de un batallón que ha perdido a todos sus componentes en un escueto atolón del Pacífico sur, tener la certeza de que si no te mata Tojo te matará el hambre o alguna fiebre exótica, todo eso es una putada.

Pero es mucho peor ser de pronto una señora, mayor, vieja, tomando té con pastas en el Viena Capellanes, acorazada en el interior de tu abrigo de visón. La súbita reencarnación no consigue que te inmutes, porque apenas ocupas el cuerpo, ya estás pensando con los mohosos sesos de una septuagenaria del Opus Dei.

Un trastero polvoriento y mal apuntalado en lugar de corazón. Pañales. Protegiendo una rancia y canosa chocha de vieja donde antes estaba tu polla tatuada con la calavera de los marines. Tus morros surcados de arrugas, chupando lascivos un bizcocho borracho, blando, empapado de té. Manchas el bizcocho y el borde de la taza con el carmín de tus labios callosos. Hedor a laca emana de tu cabeza. Gafas grotescas, barrocas, cadenitas de oro sobre los pellejos arrugados, tus lorzas suaves, frías y blandas. Carne de momia perfumada, POLIL en los sobacos.

Odiar a todo el que use menos laca que tú, a todo el que no viva oprimido por una enorme faja color carne.

Odiar a todo el mundo al venir de misa.

Tomate Sumarísimo


jueves, 25 de diciembre de 2008

Mi pie izquierdo les desea Felicidad Navidosa

Han bastado dos días de furibundo catarro, con el absentismo laboral que dicha dolencia implica, para que me olvide completamente de lo que decía en el póstulo anterior. Se está mucho mejor en casa viendo la tele que trabajando, dónde va a parar. Le vienen a uno a las mientes ideas bonísimas, sea a causa de las poderosas fiebres que a uno le afligen, sea debido a la ociosidad que empacha el espíritu, el caso es que en yaciendo sobre mi sofá tresillo, embozado en mi albornoz y haciendo continua bocina nasal para expeler todo tipo de mucosidades y cuerpos extraños, observo que la suma de enfermedad y potente medicación provoca que en mi alma hagan fermento toda suerte de ocurrencias y dislates del todo locos y estrafalarios.

Dislates que no he podido poner en práctica porque, si bien he tenido el buen tino de recuperarme justo en día festivo y no me veo por tanto preso de un horario todavía, la fuerza inapelable de usos y costumbres me obliga a consagrar mi día todo al gasto y al dispendio, a la adquisición de bienes que un día habrán de ser prueba evidencia del amor que profeso por mis seres queridos. Ese aciago día en que Santa Klaus Kinski ponga en una balanza nuestros regalos y en otra la cólera de dios, y se vea qué pesa más.

Deliro, como puede verse. Y este delirio me impide relatar con la necesaria sobriedad y concisión el modo en que salí a comprar regalos la misma víspera Navidosa. Es este delirio en parte secuela de las fiebres tifoideas que he sufrido, y en parte producto de la tabacalera abstinencia de cuatro días que me embarga. Peligroso cóctel en cualquier caso, toda vez que me veo atacado por súbitos vértigos al cruzar un “paso-cebra”, o siento de pronto cómo diminutos y gélidos insectos me recorren la espina dorsal en la cola del pan.

Creo tener revelaciones cuando, buscando un peluche para mi sobrino, me encuentro con un osito de ojos muertos crucificado en una caja de cartón. Según anuncia el paquete, el oso habla, y es verdad que suena una voz harto siniestra cuando se le aprieta la pezuña al simulacro de plantígrado, pero el títere ni mueve la boca ni gesticula en modo alguno. Es un momento trágico, oír esa voz implantada saliendo del cabezón exangüe del osito, sugiriendo morbosa, espectral: Hazme cosquillitas. Esa mirada plástica, distraída, patizamba. El propósito educativo de tal engendro es claro: que nuestros retoños se acostumbren a oír voces en su cabeza.

Cobardemente, lo compré. Cobardemente, sí, porque sé que el peluche es el triste substituto de un tío ausente, esto es: yo mismo. Así es. Como el buen salvaje, me siento responsable de la educación de cualquier retoño de la tribu. La pena es que los padres no me dejen ejercer mi lavado de cerebro. Además, he de confesarlo, me faltan redaños y me sobran desidias para acudir a la casa fraterna cada noche a leerle Tripas a mi sobrino, de viva voz, eso sí, con garboso sentimiento y debate posterior. Casi puedo oír el gorjeo de su risa. Lo digo muy en serio, y apuesto mi brazo derecho a que cualquier niño de un año haría mejor papel que la mayoría de los tertuliosos y opinianos que vocean por ahí. Con un año recién cumplido las palabras son de barro en la cabeza, y todo es el juego y la tontuna que nunca debería dejar de ser. De hecho habría que ceñir las molleras con fajas al cumplir el año, como los pies de las chinitas, para que no crecieran más.

Decía que en lugar de atender mis obligaciones las despaché con un regalo material carente de verdadero valor, y pasé al siguiente familiar. A los niños, peluche, a los adultos, libro o dehuvedé.

Cojo el coche. Se enciende una lucecita roja. Es la luz de freno. La luz de que algo va mal con los frenos, quiero decir. Efectivamente, previa apertura de capó descubro que el líquido de frenos está al mínimo, otra vez. Debe perder por alguna parte, pero como llevo en el maletero un frasquito lleno de la pócima en cuestión, para qué más. Un momento: en el frasco pone que no debo rellenarlo por mi cuenta. Cualquier impureza podría provocar no sólo la ineficiencia del sistema de frenado sino una severa y costosa avería en el mismo. Sí, pone “costosa” en el frasco.

Andan listos si piensan que me voy a tragar semejante engañabobos. Cualquier impureza, dice. Sé muy bien los niveles de higiene que se manejan en un taller de mecánica. Deduzco así que tanto el líquido de freno como la lucecita roja son perfectamente inútiles, mero atrezzo, burda comedia montada para mayor lucro del gremio automovilístico. Conduzco, por tanto, haciendo caso omiso de la lucecita.

Eso por la mañana. Luego, por la tarde, al centro. Cargado como un mulo porque no sólo he de comprar ofrendas con que celebrar estas fiestas del todo paganas: en mi convalecencia he consumido todo el papel higiénico de que disponía, así como otros bienes de primera necesidad, muy pesados y difíciles de cargar todos ellos. Y acabado este nuevo gasto, los regalos paternos. Los había olvidado completamente, uno nunca se acuerda de lo que ha tenido siempre gratis. Lo peliagudo de la paternidad es que ese ser al que se ha dado la vida olvide continuamente que existe uno, su Padre. Claro que habida cuenta de los aburrimientos, penas y fatigas que implica dicha vida dada, no es tan descabellado este olvido. Incluso roza lo piadoso. De todos modos, y para que quede claro, si algún día por accidente tengo retoños de mi propiedad, los educaré con puño de hierro y a la manera espartana, a fin de que en un futuro no tengan clemencia de sus enemigos y medren en la vida, no como yo.

Ya noté una pequeña molestia en el pie izquierdo bajando Bravo Murillo, pero la achaqué en su momento a una rama en el calcetín. Luego hice las adquisiciones de libros y dehuvedés que decía, y papel para envolverlo todo y dar por saldada mi cuenta con la vida un año más. Y vuelta a casa. Y al descalzarme el pie izquierdo descubro maravillado que la piel de su planta se ha agrietado como la tierra de un embalse tras años de sequía. Se ha resquebrajado. Por fuera es callo, coraza perfecta, del todo insensible, pero entre las grietas queda expuesta la carne viva.

En el meñique es peor. Lo que creía una molesta rama al caminar era en realidad la piel entera de la yema, toda ello levantada, separada de la carne viva que hay debajo, unidas ambas sólo en la raíz del dedo. El problema, como digo, es que si bien el pellejo despegado es insensible y lo puede uno pellizcar como si nada, y pegar y despegar del dedo correspondiente, la carne viva que hay debajo chisporrotea de escozor, y una palabra se me viene a las mientes: Infición.

¿Cómo hacer? He intentado tomar una instantánea para ilustrar el problema, pero me tiembla mucho el pulso.

Si arranco del todo el pellejo, me veré sometido a un inmerecido suplicio durante una semana o más. Si lo dejo allí, tal vez empiecen a cultivarse hongos y todo tipo de vida aborigen entre sus licuosos intersticios, ese caldo de cultivo que ha empapado el calcetín y rezuma de entre la carne viva y el pellejo muerto.

Betadine mediante, intento un remiendo, un parche, un pacto de adhesión coyuntural. Y ahí sigue, mi piel cadáver, zurcida a mi dedo meñique, hollando caminos aún después de muerta, cual fenecida Cid. Encaja perfectamente, eso sí. Si no muevo el dedo, parece tal y como si estuviera intacto. Quién diría, de ver este meñique rampante, que un simple roce levantaría su primera capa y como en los libros de anatomía, dejaría expuesto un área de nudos nerviosos y húmedas circunvoluciones carnosas que en lugar de sangrar rezuman un liquidillo transparente, tal vez un poco amarillento. Y como en los libros, podría uno cerrar de nuevo esta tapita después de haberse enfrentado al horror interior, consiguiendo una ilusión de reparación casi, casi, casi, si no fuera por los bordes, las rebabas, que le dan ese toque áspero e inacabado.

Sea cual sea esta nueva afección epidérmica, espero que nunca me alcance la cara.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Os dije que se avecinaban cosas y no me importa repetirlo

Las prostitutas maúllan bajo mi ventana. Nieve, fina como sal precipitando desde el cielo, como si un enorme gourmet sazonara la ciudad, relamiéndose en la anticipación que precede a la ingesta, al deglute, al atracón. La comida. Es la única verdad. Y como la verdad, de ella carece esta civilización de seres pequeñitos y de andar por casa. Debo insistir: en contra de lo que a primera vista pudiera parecer, la comida escasea a nuestro alrededor. No hay bananos creciendo de las farolas, como sería lógico y deseable. No hay caza digna de tal nombre, ni mayor ni menor. No hay campos sembrados más que de torretas y cables de alta tensión. El paisaje urbano, sea el obsceno centro o el industrioso extrarradio, es del todo incomible. Porque no nos engañemos: nada de lo que se nos sirve en mercados y bufés es alimento. “Comestible” es una palabra hueca, tan de plástico como las salchichas con queso que acabo de cenar. La tierra de las macetas es comestible, un coño es comestible, pero ni uno ni otro son alimento. Un chicle es masticable. Puede morderse una y otra vez, pero jamás se deshará. Un pitillo es fumable. Un practicable no. Pero nada de esto es alimento. Intentaré explicarme mejor. No está lejano el día en que nos apetezca una uva y al echar mano della descubramos que toda la fruta que nos rodea es de miserable y ceruménico atrezzo. Llegará, ese día. Y muy pronto. Y cuando todo el mundo desespere y busque fruta debajo de las baldosas, no habrá Eva alguna para ofrecernos su manzana mientras nos hace morritos. Quede claro que hablo de comida, follar sí se podrá seguir haciendo, y será el sexo oral el más popular de todos, el único plato que podremos rebañar hasta hartarnos. Pero tampoco nos saciará. Hambrunas vienen. Lo veo, en mis fiebres. Otra guerra mundial acecha, y llegará, estoy convencido, el mismo día en que por fin y contra todo pronóstico encuentre mi lugar en esta civilización fofa y decadente de adoradores del tedio. El mismo día en que firme mi hipoteca se declararán las hostilidades. La gente me señalará por la calle, riéndose. Se avecinan tiempos duros, amigos, tiempos oscuros. Hagan acopio de palos y piedras.

Gobiernen sus haciendas con puño de hierro.

Malmetan,
bufen,
hagan el pino.

Sobre todo hagan el pino. ES DE VITAL IMPORTANCIA QUE HAGAN EL PINO.
Debo insistir en este punto, y para ello les pido que piensen en el personaje real o de ficción que les inspire mayor confianza y respetabilidad, esa figura de la que hayan aprendido las escasas verdades que sepan. El tipo de cabrón al que seguirían ciegamente en el campo de batalla.
Representen con la ayuda de un amigo cómo esta persona imaginada les coge de las solapas y les levanta en volandas, agitándoles vigorosamente al tiempo que vocifera en su cara (suya de ustedes):
ES DE VITAL IMPORTANCIA QUE HAGAN EL PINO. PERMANEZCAN EN VERTICAL, DEL REVÉS, DE PIE SOBRE SUS MANOS TODO EL TIEMPO QUE PUEDAN.
HASTA QUE SUS ÓRGANOS INTERNOS SE REAJUSTEN A LA NUEVA POSTURA.
HASTA QUE APRENDAN A BESAR CON EL ANO Y A TENER HEMORROIDES EN LA BOCA.
AQUELLOS QUE PUEDAN, HAGAN EL PINO-PUENTE.

EL DESTINO DE MILLONES DEPENDE DE USTEDES AHORA.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Mi ambición en la vida

Afrontémoslo: no puedo seguir con la alegoría náutica porque está acabada. No da más de sí, se queda corta, aunque la realidad siga y siga pudriéndose con su aroma dulzón, la metafórica imagen del barco hundiente con la que hasta ahora he representado mi lugar de esclavismo laboral no da la talla.

No hay fosa mariana tan honda y oscura, no hay tifón o tormenta cuyo rigor no palidezca ante el del atasco que de sol a sol coagula la carretera. No hay escorbuto que no fuera preferible al café de la máquina, ni capitán Acab que supere en demencia y disparate al mandamás que con pulso endeble y manirroto nos gobierna.

No hay, en suma, grilletes tan mohosos como los que me atan a esta silla azul marino, adornada por si la broma fuera poca con unos inútiles ruedines al final de sus patas, sin duda dispuestos en tal lugar al efecto de hacer sarcasmo y apología del inmovilismo, habida cuenta de que esta silla y el culo que sobre ella sienta jamás van a ninguna parte.

Pero la razón más grave y principal por la que no me vale la alegoría náutica es que me he aclimatado. Ya no me siento preso galeote, aunque lo siga siendo. Pasa a menudo. Corceles más briosos que yo han sido domados y han criado panza, prefiriendo ver la tele con una mantita sobre las rodillas a pasar frío en el rigor de la trinchera.

En la oficina, el cipote substituto ha demostrado ser un afable payaso con el que no se puede estar enfadado mucho tiempo. Sólo a ratos. El facha con pluma es cada vez más facha y tiene menos pluma, pero desde que, en broma, le dije muy serio “Don Tancredo: Yo de mayor quiero ser como Usted” me mira con dulzura. Temo lo que pueda ocurrir si le saco del error.

Pero miento si doy a entender que el ambiente se ha distendido. Nada a mi alrededor ha cambiado, es sólo que ha estado en torno a mí tanto tiempo que mi yo más puro se ha desmoronado, como castillo de arena al subir la marea. Prueba de ello es este mismo símil que acabo de hacer, antes no me hubiera consentido semejante gazmoñada. Cualquier texto pasado fue mejor.

¿Dónde está, esa furia pustular? El abón de mi brazo que diera pie a este despropósito ha remitido, y ya apenas hurgo en él. Los eczemas de mi ingle, empero, siguen vigentes y a pleno rendimiento. Me los rasco furioso al llegar a casa después de todo un día censurado por las miradas ajenas, me hago surcos y me retuerzo de gozo sobre mi mugrienta moqueta morada, en un crescendo en el que el picor de mis ingles sudadas y el violento rascado a que las someto se alimentan uno a otro en constructivo diálogo, cuanto mayor y más vibrante la comezón, con más furia me araño y clavo las uñas. Llega un punto en el que el escozor de esfuma, rompe, y para no lesionarme paro.

Bien, como decía me he reformado. Creo que por fin he llegado a ser ese hombre de provecho que una vez barruntara. He redistribuido el salón de mi destartalado hogar, dando un lugar prioritario a mi butaca de orejas, en la que gusto de sentar vestido con batín y fumando en pipa mientras le acaricio el lomo a la gata. Sólo echo en falta al llegar de trabajar un modesto arsenal que desmontar, limpiar y volver a montar. Aunque sólo fuera una pequeña panoplia colgada en la pared, con un par de aceros toledanos para bruñir. No es bueno que el hombre esté solo.

Está bien ¡demonios! Lo confieso: me he vendido por una cesta de navidad. Un par de lomos revenidos, una botella de champaña barata, vino tinto y turrón duro. Todo ello en una caja grande como un ataúd.

Al final, ésa era toda mi ambición en la vida.

martes, 2 de diciembre de 2008

Abre la ventana que huele a moho

AVISO MUNDIAL















Se avecinan cosas.