sábado, 28 de junio de 2008

Hemorragia Nacional

Los cuartos me los vi en casa de un amigo que igual le da carne que pescao y ocho que ochenta, y debió ser por eso que eran todo tías. Ver un partido de fútbol entre mujeres desconocidas es como ser del equipo contrario, no deja uno de oír incomprensibles comentarios acerca de los muslos de tal jugador o la poderosa mandíbula de este otro, cuando no la mirada cejijunta del de más allá, áspera velludez que por alguna razón estas féminas encontraban atractiva.

No estuvo mal del todo porque tras los penaltis finales se formó una suerte de momentánea orgía vestida, cuerpos amontonados en eufórico bollo que me permitió frotarme en clandestino placer con una que vino que era excepcionalmente bella e ingenua.

Pero esto no era auténtico, ya entonces lo percibí.

Por eso la semifinal la vi en compañía de un energúmeno obeso amigo mío, gran aficionado a la cerveza por más que su excesivo consumo le haya costado ya algún que otro ataque de gota. Este energúmeno amigo cohabita con su antepasados en una lujosa mansión de los Cayos de Aravaca que se resiste a abandonar, por estar ya hecho a tener piscina y jardín. Sin embargo, en cuanto tiene ocasión se dedica a pulular las calles de su extrarradio en moto, escandalizando a sus patricios vecinos con toda clase de juramentos, renegaciones y apostasías.

Un tipo conocido de toda la vida o casi, con quien hacía casi un mes que no hablaba. Y cuando por fín le volví a ver, fue bajando a toda mecha por la carretera en su vespino, para cruzar ante mí como una exhalación. Luego me enteré de que estaba persiguiendo a un haudi el cual, según su versión, le había intentado echar de la carretera. Naturalmente este energúmeno obeso no pudo tolerar semejante muestra de prepotencia y persiguió al susodicho haudi, poniéndose a su altura, golpeando su ventanilla con el puño, insultando al conductor y escupiéndole a la cara.

Ante semejante muestra de malos modos el mentado conductor había entrado en pánico y pisado a fondo el acelerador, escapando así a la magra potencia de la vespino de mi energúmeno amigo, quien no tardó en dar media vuelta y relatarme todo esto que yo ya he dicho, preocupado porque no era la primera gresca sobre ruedas que tenía con desconocidos. No pude por menos que aplaudir su conducta, y convencerle de que en el futuro debería emplearse con mayor ahínco aún en perseguir a tanto abusón del asfalto, no dudando en emplear llaves inglesas u otros objetos contundentes en su correctivo propósito.

Así riendo, nos adentramos en un antro de muros churretosos que encontramos en el empobrecido casco viejo de uno de estos pueblos satelitales, ya casi fagocitados por la urbe madrí, enredados en su maraña de carreteras y a medio apisonar por la M 30 o 40 de turno.

Los parroquianos eran pocos, viejos y proletarios, vestidos casi todos de mono, la mano callosa y ancha, ñudoso y peludo el brazo, grueso como tronco. La cana rapada, el rostro pétreo, como afostiado en ladrillo. Ajá, nos dijimos, sin duda el entorno idóneo. Cubatas iban de acá pallá, grandes voces, afables insultos y collejas. Y qué collejas. Qué sonido glorioso, esa mano hecha al cemento abofeteando el cuello de toro del compañero, pellejo verrugoso y ronchado por los etilos.

Celebramos haber encontrado un bar genuinamente español en esta ciudad donde medra el pijerío, esa falsa limpieza, fascistoide pulcritud, cuando no la frívola y decadente modernez, u otras anemias morales.

Transcurrió el evento partido en una tele pequeña, casi monocroma, que colgaba de una mugrosa cadena en un rincón del techo, y entre juramentos, carcajadas, chocar de cráneos y botellines nos fuimos poco a poco emborrachando. Pero el ibérico clímax no fue, como cabría suponer, la ronda de goles que a grandes voces celebraron en el local y que por supuesto coreamos, por el mero placer de vociferar. No, el auténtico apogeo racial vino en forma de dos tapas de jamón que consumimos regadas de abundante y gélida cerveza nacional. Rancia y porcina carne, veteada de grasa amarillenta que cogíamos con los dedos y desgarrábamos a dentelladas, sorbiendo luego los jirones que colgaban fuera de la boca. Sumergidos por fin y hasta las cejas en las caldosas aguas de la españolidad.

Ya metido en el papel, me ví cómodo, y cuando al acabar el partido los parroquianos marcharon a su casa a masturbarse pensando en Letizia o vaya usté a saber quién, nosotros fuimos a otro bar. Seguía yo al energúmeno amigo, que conducía su vespino kamikaze entre arbóreas avenidas pobladas por grupúsculos forofos, exaltados de toda clase y condición. Resuelto a aprovechar la atípica coyuntura, chillaba yo con la cabeza asomada por la ventanilla, dando alaridos al aire de este paposo junio, poniendo a prueba a este país, a ver cuánto está dispuesto a consentirme.

Borracho, con el volante entre las manos y el tema principal de Koyanisqaatsi petando los altavoces, puedo apretar la puta bocina cuanto me plazca. Puedo conducir en eses y comerme sin querer algún bordillo que aún así las decenas de mamarrachos descamisados que me encuentro en el camino me vitorean bobos, embozados en sábanas rojigualdas, mientras me parto de risa de ellos. Sin saberlo me coronan, monarca pustular.

Cuánto más fuertes son mis ¡IMBÉCILES! e ¡IDIOTAS!, con más ahínco se giran al ver llegar mi vehículo, con más brío ovacionan mis bocinazos. Ahora hago ráfagas, ahora mantengo y mantengo apretado el botón del claxon, molestando a docenas de familias de urbanización, que así y todo reciben felices el insomnio consolándose “No seas así, cariño, que ha ganado España”. Y yo no puedo parar de desternillarme ante el volante, a punto de hostiarme en cada curva.

Grito cerdadas a los muslos descubiertos de las mozas que pasean en el calor de la noche. Me salto semáforos en rojo. Soy ovacionado por ello. No puedo despegar el dedo de la bocina, y hasta las niñas de dieciséis que de ordinario me mirarían asqueadas se acercan a mi bólido coche vociferando orgiásticas, los brazos en alto, botando las tetas.

Cuando llego a mi casa, la gata me recibe con maullidos de impaciencia y tentado por su cuadrúpeda postura, considero seriamente la posibilidad de someterla a zoofílica coyunda, al grito de “¡Santiago y cierra España!” La gata demuestra no estar a la altura de la patriótica circunstancia y se defiende de mi asalto, haciendo escabechina de mi miembro con sus navajeras garras. Sirviéndome de casi medio rollo de esparadrapo consigo detener la hemorrágica marea roja, y me desplomo desnudo sobre la cama, para pasar lo que queda de noche deshidratándome.

Lo digo desde ya: si ganamos la final, me voy de putas a la whiskería más sórdida e insalubre que encuentre.

martes, 24 de junio de 2008

Cocido Banzai

Cocido, en esta puta caldera de ciudad. Cocido madrileño, carne roja e hinchada, piel blanca, escocida y sudorosa, que desnudo apenas piso la mugrienta moqueta morada de mi destartalado hogar.

Y me rasco con furia los eczemas de la ingle, que palpitan hinchados, amoratados como si fueran piel de glande, hasta que sangran de mis uñas, y la furiosa comezón que me obligaba a arañarme cada vez más se rompe en esquirlas de dolor, agudo y acre, inconfundible.

Y aporreo las teclas, en vano, porque lo que quisiera es liarme a martillazos con las palabras que se burlan de mí tras la pantalla, cristal blindado, ametrallarlas, abatirlas, asesinarlas. Despedazarlas a hachazos o patadas, joderlas por la o de culo, la a de oreja. Abofetearlas, tirano y a la vez esclavo de estas cadenas de letras.

Jamás me confundí con ese personaje Bubón, sin Don (ni son) Si acaso se confundió él conmigo. Vampiriza mi vida, me roba los recuerdos, los registra y me obliga a redactarlos, biógrafo clandestino encerrado para siempre en mi mazmorra hogar, encadenado al teclado, soy el negro de Bubón, lo negro de la pústula.

No quiero una aburrida novia, no quiero hacer el amor, sino la guerra, mi guerra, mein kampf particular para partir el mundo en dos de un solo golpe kung fú.

Negro de mi personaje, pie de mi acelerador. Las ruedas y su inercia, apenas miro en los pasos de cebra y por eso este calor asqueroso de domingo, la familia enseñando las carnes, la señora zafia y flacucha, algunos la verían guapa pero yo sé que es inmunda, los niños asustados de sus padres más que de mi parachoques. Ahiva de ahí, que no le ves, A ver si miramos, ¡Idiota! Y me escupe el padre la colilla que fumaba, entra en mi coche por la ventanilla abierta, qué calor, se me pone cara de tonto, ni quiero ni puedo pensar, no tengo por qué estar alerta y predador, no en domingo.

Por eso sigo mi búsqueda de aparcamiento, sin acabar de encajar el insulto, pero buscando el bien que por mal vino recojo la colilla de la alfombrilla derecha, calmando así el mono de todo un día sin nicotina.
Providencia del señor, su tabaco, gracias, y por poco su hostia, que ya he dicho que es domingo. Y juega españa, ese equipo de fútbol. Cualquier excusa es buena y la tarde perfecta para un linchamiento: ¡Pederasta! ¡Nanisecs!

No sé de qué me hablan. No tengo tele. Gentuza vocinglera, imbéciles mamotretos, qué calor, no aguanto más este cocido de asfalto. Mi disfraz de ciudadano se me ha pegado a la piel, por el sudor, está enraizando el jihoputa, no me lo puedo quitar. Necesito su dinero, mi aburrimiento, esa pira funeraria en la que se carbonizan mis horas, calor y toses.

Con este bochorno infame no puedo dormir. Paso la noche amartillando mi coche, ni siquiera de madrugada afloja este imperio de fuego, sudo encima del capó, atesto el maletero y los asientos de atrás con botes de 5, 10 y 20 litros de disolventes explosivos y pólvora casera. Erizo la carrocería de pinchos que son verjas arrancadas, me cuelo furtivo en el trastero paterno y robo su motosierra, cojo de una obra cercana a mi casa un mazo de 8 kilos y con gran esfuerzo rompo todos mis cristales para notar en la cara el viento paposo de mi última carrera. Aire caldoso en efecto, pesado y dulzón, calima, apestoso aliento sahariano. El cielo lleno de nubes, polvo, humo, vapor o yo qué sé relampaguea como una bombilla, rayos impotentes, timoratos, no se atreven a atacar el asfalto siseante, se agusanan sobre sí mismos dentro de su nube como un pelo que en lugar de brotar enquista.

Por si me falla el valor, que ya me sé cobarde, incrusto un grueso taco de madera bajo el pedal del freno. Arranco, revoluciono a tope y enfilo calle abajo, será el partido pero no hay ni un solo coche. Ni puta falta que hace: no pudiendo frenar y habiendo pisado a fondo el acelerador, en la primera curva se me va de atrás, por poco vuelco, me esmorro contra una farola y exploto.

Los vapores chisporroteantes del disolvente que arde en el asiento de atrás son harto picantes y alucinógenos seguro, la tapicería y el metal crepitan, su piel de pintura se arruga y renegrece descubriendo el robótico esqueleto. Cuando ya creo estar yéndome, golpes sobre el capó, como si llovieran peces, pero no, son gruesas gotas de lluvia que por fin se anima a caer, divino bukkake, siseando sobre mi fuego verdoso y haciendo chasco de mi espíritu banzai.

domingo, 22 de junio de 2008

Espíderman contra el Dr. Dios

Como no podía dormir he salido a rondar las azoteas. Llevaba largos años sin hacer más ejercicio que levantarme del sillón, bajar a la calle y desplomarme en el asiento del coche, por eso enseguida me he visto sudoroso y falto de resuello, áridos y escocidos los pulmones. Hormigueos de cansancio en las piernas y los brazos, amagos de agujeta, y es que ya no soy el gatesco espíderman que solía ser, peso más, de hecho una o dos tejas se han quebrado a mi paso, y cada dos por tres he de apoyarme en alguna antena de telefonía móvil para recuperar el aliento.

De hecho, tal es la debacle de mi forma física que por dos ocasiones estoy muy cerca de despeñarme azotea abajo y quebrar contra el asfalto o dura acera, escogorciándome con quién sabe cuántos cables, cuerdas de tender o semáforos en el a plomo trayecto. Sentado, jadeando al borde de la apoplejía, maldigo la cantidad de horas que el ordenador me ha tenido hipnotizado frente a él, por ocio o por oficio, me es igual. Atrofiando mis achacosos miembros, engrosando el bacon de mi panza. Puestos a servir, casi preferiría ser esclavo de los que construyeron las pirámides, que por lo menos sería fuerte como un búfalo, y no me vería en la obligación de ducharme cada día.

Pero no, soy un carraspeante treintañoso con el culo enmohecido y blandurrio de tanto tenerlo sentado. Lástima de juventú echada a perder, escombro humano, bípedo cascajo, expectorante y tan a menudo resacoso.

Si cogiera al culpable de todo esto, se iba a enterar… Como le agarre, que se prepare, me digo, y tan bien me hablo que me convenzo de no tolerar la estafa existencial ni un minuto más, doy una patada a la mesa y hago llamar al encargado.

Cuando con rostro serio el encargado se me acerca, juntas las manos en beatífica compostura y perfectamente ceñido por un chaqué sin una sola mota de polvo, me yergo ante mi mesa de tercera y grito colérico, poniéndome de puntillas y agitando el dedo enhiesto. Montando el pollo, vaya, esperando que quizá me salga gratis esta cena de mierda trufada de moscas, uñas y pelos retorcidos que han osado servirme en la mesa más cercana al baño.

El encargado, empero, delega su responsabilidad en esferas aún más elevadas. Me da la razón en todo como a los locos mientras me acompaña hasta la puerta, reverencioso, pródigo en sisisisís y loqueustedigas, pero no me quedo tranquilo hasta que no llama a la policía y denuncia al máximo responsable de toda cosa, o sea, a Él.

Él ve la tele en pijama, espatarrao cual Bertín Osborne en el cochambroso sofá de su casa. Tiene un bol de palomitas de microondas al lado, y el triángulo que normalmente luce sobre la cabeza cuelga del perchero, tras la puerta de su pisito de soltero. Se oye de fondo mi voz increpándole, ¡Vago! ¡Chapucero! ¡Maleante! pero no parece oír, mastica las palomitas una a una, asqueado de su divina existencia. No se percata por tanto de que la policía ha atendido la llamada denuncia, y desde una azotea, un experto riflista apunta con su rayo láser de luz ultracoherente, ese puntito rojo que mariposea por la pringosa pared de Su salón para posarse en Su frente.

Este riflista contiene la respiración y se concentra, a pesar de los molestos e insistentes susurros del compañero, Ahí, ahí.. Ahí le tienes… A pesar de ello digo, el fusilero enfoca todo su ser en el acto de francotirar.
Despeja su mente, se vuelve uno con su arma, con la azotea, con el edificio todo, y alcanza súbitamente la iluminación, desvaneciéndose con un plop para ir a dar con sus huesos en el nirvana.

Plan B.

Tipos escafrandados y armados hasta los dientes se descuelgan por la fachada y a golpe de ruda bota destrozan las ventanas y riegan de esquirlas Su salón, para encañonarle con armas automáticas e instarle a que ponga las manos sobre la cabeza, por más que Él replica que es ciudadano americano.

Si hay algo que me guste de Él, es Su ira. Por ello, cuando como buen héroe de acción empieza a repartir puntapiés y soplamocos e invocar plagas, tsunamis y seísmos, me regocijo y aplaudo en mi butaca. Y no sólo yo, el cine entero se vuelve loco cuando por fin coge en brazos a la chica y haciendo incómoda torsión le planta un beso que, si bien amenazaba lengua, seguramente ha sido recortado por la censura para dar paso a unos títulos de crédito que se atropellan en la pantalla para el general descontento.

Ya de vuelta en casa me siento en mi sillón y escucho una tertulia radiofónica al azar. No tardo en sentir la necesidad de hacer de vientre, y es durante este soltar lastre, vaciarme de heces, cuando caigo en la cuenta de que una vez más Se me ha escapado, distrayéndome como siempre con ilusionismos y fuegos de artificio. Es un maestro en este arte.

Tarde o temprano le agarraré, y me las va a pagar todas juntas. Aunque tenga que ser en su Juicio Final, y aduciendo daños y perjuicios, le voy a dejar desplumado, con un tonel por único atuendo.

miércoles, 18 de junio de 2008

¡Bum! En toda la cabeza

Cada vez que cierro los ojos veo soldaditos japoneses abalanzándose hacia mí en un último ataque banzai, vociferando con total desprecio hacia su propia vida, empuñando el fusil como cuando ésto se hacía con lanzas, hambrienta la bayoneta de mi sangre y mis entrañas.

No siento las balas, a pesar de que alcanzan mi cuerpo, en el hombro, en la mejilla. Noto el impacto, pero no hay dolor ya. Puedo estar de pie en medio de una lluvia de metralla incandescente, sintiendo la brisa y sus tropezones de plomo, el olor a pólvora, el humo negro, la carne y los uniformes quemados. Es igual ya. Una cojera más, no importa, el peso del fusil en mis manos, sudadas, sucias de tierra y hollín. Huelen a pólvora ellas también, cuando las acerco a mi nariz y aspiro, intentando diferenciar este olor del resto de aromas de la batalla.

Qué bien hecho está el movimiento de los cuerpos. Creía que era un japonés, pero es uno de los nuestros quien, ya cadáver, resbala por un terraplén, rodando muy despacio. Su cara sucia y vacía de vida, su mirada perdida, hueca.

Otro balazo en la cabeza, como una colleja, molesto, y tengo que responder al fuego enemigo, se abalanzan, uno tras otro, llega a ser aburrido, pero no puede uno distraerse del todo, si se acercan mucho a ti el fierro de su bayoneta sucia muerde tu carne, y son heridas feas que escuecen muy dentro y por mucho tiempo. No como las balas, el plomo quema y purifica la carne, y herida hecha, herida cauterizada. Peso más, ahora que he incorporado tanto metal a mi organismo. O a lo mejor es que me hago viejo, el caso es que me cuesta caminar, no sé hacia dónde, me sentaría a descansar, a dormir, pero si te paras en un sitio mucho tiempo acabas saltando en pedazos. Hay que andar con mucho ojo, por aquí, nunca ir el primero, no meterse en las madrigueras de esta gente, ni siquiera cuando creas que están todos muertos, porque seguro que alguno sólo agoniza y aún tiene fuerzas y el tiempo justo para quitarle la anilla a sus granadas, y se muere ya del todo sonriendo, sabiendo que no va solo.

No entiendo qué pasa. Hace mucho calor en esta isla. Apunto a una figura que se mueve y disparo, bum, la detonación resuena en mi cabeza y pecho, el ácido y goloso olor a pólvora, los brazos cansados de aguantar el fusil, el hombro derecho magullado, amoratado por los continuos golpes de culata. No le acierto, es igual, porque es uno de los nuestros, que corre a colocar no sé qué bandera en lo alto de la colina, será que hemos ganado. No hago mucho caso, no paro de mirar lo bien hecho que está el movimiento del amigo cadáver que resbala terraplén abajo.

lunes, 16 de junio de 2008

Comer

Hay cola en la gasolinera, miedo a la escasez y afán de acaparar. Por eso me lleva más tiempo del habitual repostar mi tullido Force Fiesta, por el atasco cola que precede la llegada al surtidor. Cuando por fin descuelgo la manguera, el runrún y el olor hipnótico de la bencina me arropan la cabeza, y aplico el artefacto tubo por el mecánico orificio, hurgando con su duro fierro las gomas y cañerías de este lateral y accesorio entrante.

Mi carro máquina engulle el preciado líquido del pitorro mangueril, y en realidad es más bien cría de alimoche que me tiene por esclavo proveedor, pero tan engañado vivo ya por resignaciones y sometimientos que prefiero ensoñarme con eróticos palpos, sensuales tocamientos y hurgares con el dedo. A esto ayuda, no puedo dejar de señalarlo, la notable forma de índice encorvado que presenta el metálico pitorro. Mi coche se vuelve fémina a la que yo catapulto a éxtasis plenos de válvulas al rojo, cilindros bombeantes, gruñidos de motor y humo, mucho humo, olor a gasolina y goma quemada. Tan es así que no quiero abandonar este sacrosanto lugar, mecánico himeneo, y una vez mi coche queda satisfecha, retiro el pringoso pitorro, lo sostengo en la mano y añorando ya tan pronto la agradable sensación de bombeo, aprieto de nuevo el puño, y mana la gasolina de mi pitorro fuente, chapotea en el asfalto. Con ella riego por doquier y a troche moche, ora el capó de la mi coche, ora el propio surtidor, ora los coches adjacentes que se retiran al punto, apelotonándose y chocando entre sí como campanas de boda.

Salgo al sol sin soltar mi polluna manguera, me descamiso desatado, me unjo en gasóleos que hago chorrear sobre mi cabeza. Ahhhhh… La ducha gasolina…su tacto volátil y flamable resbalando por mi piel, la luz cegadora del sol y el hilo musical de la Repshop, de resonancias jaguayanas, hacen que me sumerja en lo más parecido a un anuncio de desodorante que la realidad puede dar.

Los vapores son embriagadores en extremo, y pronto me veo profiriendo incoherencias y hablando lenguas extrañas y desconocidas para mí. Me rebozo afrodisiado, retorciéndome cual infiernal súcubo sobre el asfalto rasposo, charco de gasolina. Ya no veo, abstraído del mundo por el vértigo de la maquinaria coyunda, y apenas noto la diferencia cuando por fin salta la chispa, rompe la presa, arde el clímax, euforia petrolífera. Me adormezco mientras mi carne chisporrotea obscena y sublima en forma de humillos blancos.

jueves, 12 de junio de 2008

Estraperlo

Al día siguiente, domingo, no me dio la real gana de acudir a mi deber laboral. En su lugar me dediqué a pasear mis resacas y a dar tumbos por este sin dios de ciudad, dislate pandemonio donde llueve y hace sol sin que nadie haga nada por evitarlo, y abundan las paradojas incomprensibles que hacen de mi mente alfiletero.

Como la negrita que iba en el metro y no pude sino seguir, verde y vetusto. Era niña sin duda, pero tenía el cuerpo de hierro forjado, con un culo que se movía púgil al caminar y complexión general de amazona violenta y troncharrabos.

El jarro de agua fría no tardó en entrar al vagón, en forma de teutónica banda de rock esquínhead. Literalmente vikingos, mamotretos humanos junto a los que el mismo Conan parecería afeminado. Iban cubiertos de tatuajes, los cráneos exhibiéndose en agresivo rape, patillas descomunales como hacha de bárbaro, grumos musculares abultando su cuerpo todo. Sin contar con la estética hitleriana del pantaloncito corto y la bota asesina.

En realidad, cualquier mariquita puede pulir su atuendo e imagen para copiar este estilo. Lo que les hacía auténticos eran sus rostros de guerrero huno, faces acantiladas, narices garrudas, muy nórdicos pómulos, como puños de roca, dientes amarillos, retraída la encía, guerreros bárbaros, literalmente vikingos, ya lo he dicho, joder. Se bajaron no sé a qué en malasaña, quizá llevándose a la negrita como trofeo.

El caso es que, por no sacrificar mi domingo en aras del bien de la nave hundiente, me encuentro el lunes con el gesto asqueado y de perfil de la mi jefa. Al parecer la gentuza con la que me mezclé el sábado, guay de mí, no me ha aprobado como miembro de su clú. Me dice la inmunda mi jefa que me encuentran espantoso a la vista y al oído, que se me ve basto y nacido pobre. Y que encuentran sobremanera molestas mis ingeniosas bromas, ignorantes de que lo gracioso de hurgarse con ahínco el orificio ano para luego ir dando a oler el humillado índice es ver cómo arruga el gesto quien por sorpresa aspira estos sudores aceitosos de que está impregnado.

Así que, no habiendo tarea que hacer en la nave hundiente por cuya cubierta paseo mi laboral milla verde, he desembarcado pronto hoy, casi deseando mi manumisión completa, o la ruina y rompimiento del buque, puestos a soñar. Luego he entrado al supermercado a por lo único que gasto: atún y madalenas, y una vez al mes, papel higiénico.

El ambiente era sospechoso. La escasez se había enseñoreado de estantes, mostradores y vitrinas, y correteaban por ahí gran número de clientes, todos ellos cagaprisas y asustados. No sé qué pasaba si una huelga de camioneros o la burbuja inmobiliara, o un corralito, tal vez llamaban a filas para combatir al turco, o era que el Apophis había decidido que finalmente no podía tolerar este sinsentido despropósito ni un minuto más y había hecho derrape en plena órbita para abalanzarse obús sobre nuestras cabezas.

Estas ponderaciones habrían de variar mi lista de la compra, sin duda. Comida en conserva y munición en cantidades industriales. Pero como vivo en un país de maricas y bobalicones donde sólo los señoritos de montería pueden tener armas, lo más de que me podía surtir es de albóndigas en lata, que ya probare una vez y que a la larga hubieran supuesto un destino peor que la muerte.

Hice mi compra normal y salí a la calle, volviendo el cuello a cada rato, pero en vano. El cielo seguía sucio de nubes, sin que ningún cuerpo celeste se animara a desgarrarlas, y tuve que volver a mi destartalado hogar, a hacer tiempo mientras se me viene encima otro ridículo mañana.

miércoles, 11 de junio de 2008

Guay de mí

El evento al que debía acudir a pesar de ser fin de semana resultó ser tan puta mierda como parecía.

Hube de ir en avanzadilla a primera hora de la tarde para recoger las acreditaciones, y de camino cavilaba, tentado de hacer alguna felonía, como substituir las fotos que en ellas figuraban por otras más joviales, que no en vano soy hábil en fotoshopías y demás artes falsificatorias. De hecho, afronto con serenidad y templanza mi inminente manumisión porque estoy depurando esta técnica y me veo en breve capaz de imprimir mi propio dinero.

Sólo tuve tiempo para decidir que al comodoro timorato le pondría como foto carné la imagen de un culo encorbatado y muy serio, porque enseguida me encontré a las puertas del hotel do habría lugar el evento. La impresión fue letal. Jamás había hollado yo hall alguno que desprendiere tal tufo a lujo y decadencia, todo brillaba, acomplejando al visitante, haciéndole sentir sucio cagarruto. Me extrañó que no acudiera al punto el ordenanza, para rogarme que por favor abandonara el lugar sin montar una escena. Imagino que les habrían puesto sobre aviso, y que tendrían orden expresa de tolerar el infame aspecto y los hedores de que, como todo el mundo sabe, hace gala la execrable gentuza del cine.

Esperé al ascensor admirando un buda hecho de oro que sonreía junto a mí, feliz estatua que celebraba no ser cosa viva y aún así valer más que un país africano cualesquier. El ascenso en el elevador fue un tanto tenso, pues hube de hacinarme con dos afeminados y tres italianos que, según insistieron, no iban juntos. Todos obscenamente ricos como se podía adivinar por su atuendo, maneras y sulfuroso olor.

Cuando por fin salí no sólo cargaba las cuatro acreditaciones que había venido a recoger, con sus respectivas guías y folletos, sino también una horrenda sensación de haber sido vapuleado y vencido en lo moral. ¿Qué lugar poderoso era aquél, qué arteria del Mal, luciferino cónclave donde habría de empezar la noche en dios sabe qué compañías?

Pues bien: nada de esto.

Primero: el hall del hotel era lo único aturullante de aquel edificio, seguramente hubo de consumir gran parte del presupuesto y cuando los hacedores del susodicho Buil Ding cayeron en la cuenta, sin duda rehicieron los planes conforme a un estilo más austero. Lúgubre, cabría incluso decir, pues no otro calificativo convenía al salón subterráneo donde tenía lugar el cóctel.

Segundo: La gente grasienta, ungida en aceites, eminentemente afeminada, falsaria, frívola, untuosa, oleabunda, sucia la piel merced a los rayos U. V. A. , pringosa de maquillajes y otros afeites, de pechera impúdicamente abierta y tan pronto depilada como harto velluda, collares y medallones grotescos, gafas pastúceas de extravagante forma, atuendos que más parecían experimentos de papiroflexia, maneras raras, muy muy raras, sospechosas en extremo aunque no acabe de saber por qué. Cóctel de edades, razas y nacionalidades, cóctel selecto eso sí porque lo cierto es que no vi ningún negro o latino similar a los que pueblan mi arrabal. Se conoce que no son gente de dinero… Pero los que estaban, eso sí, todos mezclados, el italiano de hiperbólico pijerío con el ucranio cincuentón y obeso que engullía de su plato de plástico, sentado en un rincón, famélico y ojeroso después de no sé cuántas horas de vuelo.

Tercero: La comida. Del todo inapropiada para un evento que pretendíase ostentoso. Yo que iba allí dispuesto a blasfemar y volcar bandejas de ridículos aperitivos a patadas, ¡me encuentro con una enorme paella, salchichas fritas y pinchos de morcilla! Incluso creo que circuló una bota de vino y una tapita de choricitos a la brasa. Este menú de merendero sindical pillóme por sorpresa y dejóme dislocado, incapaz de reaccionar con mi intolerancia y violencia habituales.

Háse visto en muchas ocasiones que en juntando la suficiente cantidad de vendedores en un solo recinto, al poco rato se encuentran éstos exudando su maldad y su cudicia, las cuales es inevitable respirar. Gran parte de ellos estaban además cansados, resacosos y con el rostro abatido, de modo que despedían un aroma si cabe más penetrante, pero aún así bebían y se preparaban para salir en comitiva. Primero un bar atestado donde enseguida me hice un hueco en la barra y pedí un Singapur Sling, bebida que no había probado jamás pero que me sonara de una de las novelitas del señor Toshiba. De haber conocido antes su infecto sabor no la hubiere pedido sino que habría organizado una benéfica colecta de firmas exigiendo la abolición de tan repulsiva mezcla y el exterminio de sus creadores.

Escupía como digo acodado en la barra. Pululaba a mi alrededor diversa gentuza, repugnantes todos ellos menos una coreana de poderosa mandíbula cuya foto dicho sea de paso puedo buscar. De no ser por esta mujer con fauces dignas de escualo yo me habría ido a la primera de cambio, pues la mi jefa tosía crápula desde un rincón del antro, y el cipote substituto charlaba con no sé quién, visiblemente afectado por la cocaína.

Luego hubo otro bar, donde merced a la influencia de un tipo bastante raro que venía con nos, abrieron una sala privada.

Cuarto: La sala privada. Una ratonera, sórdido cuartucho sin ventanas ni música ni bebida donde nos encerraron bajo llave, por si venía la policía. A la media hora hubo varios que sufrieron sofocos y vahídos, y hubimos de aporrear fuertemente la puerta y gritar auxilios que nadie parecía oír. Temiendo que la falta de oxígeno tuviera consecuencias fatídicas, los más aguerridos resolvimos echar la puerta abajo, acometiendo con hombría y de cabeza.

Cuando por fin escapamos de aquel fraude, acabamos en un último lugar donde la coreana de feroz mandíbula se dio por fin cuenta de que yo no era víctima potencial de alguna de sus estafas, y al punto desechó su sonrisa y me dio la espalda. A los otros les perdí ya del todo y me puse a perseguir a una mocita despampanante que reía ingenua cuando la quemaba con la brasa de mi cigarrillo. Desafortunadamente, el pincho de morcilla me hubo de repetir en el peor momento, y entre el tufo de mi regüeldo se desvaneció la posibilidad de arrimarme a tan excelsa criatura.

martes, 10 de junio de 2008

Me cago en el cine

Escribo por primera vez desde mi mesa de esclavo, porque reviento de puro asco ante lo que ven mis ojos. La mi jefa, quien finalmente abandonará el barco hundiente en un par de semanas, se ha buscado sustituto y no podría ser peor: un rapado vagamente parecido a Kaiser Xosé, aunque en basto e idiota. Ambos resultan ser pedantes sacos de presunción, vanidad y risas bobas, y provocan en mi intestinidad fuertes accesos de bilismo y otras aberrancías. Por si esto fuera poco, este fin de semana me veo obligado a trabajar, en flagrante violación de todo pacto social o ginebrina convención.

Si bien por separado la mi jefa no revelaba este carácter en extremo repulsivo, en compañía de este su amigo enchufado se dan a estupideces y narcisismos, como hablar en inglés con relamido acento y pésima gracia, o soltar risitas propias de costosa y decadente putilla. Por ello ahora tecleo furioso, y los muy bobos me toman por eficiente chupatintas, me creen atareado cuando en realidad estoy volcando en este sumidero virtual las mis heces del espíritu, los violentos sarpullidos y bubónicas erupciones que su intolerable naturaleza me provoca.

Efectivamente, las cosas no van mejor en el barco hundiente. Después de insinuar al untuoso comodoro que era un imbécil digno de ser abofeteado hasta el coma, éste confirmó mis temores: se me abandonaría a mi suerte en el primer islote con que se topara la maltrecha nao. Esto era una manumisión relativa, lo que se viene entendiendo por saltar de la perola al fuego, de modo que no estaba yo del todo feliz. Como ya digo, la muy zorra se ha buscado un sustituto, un amigo de su pandilla de gentuza creída y elitista, que resulta ser aún peor vendedor que yo. Pondré un ejemplo, verídico como todo lo que relato: ofrecía un título en concreto a otro filibustero que traficaba con televisión de pago, utilizando este maloliente argumento: el protagonista de la penícula era un tipo ordinario, lo cual sin duda agradaría a la audiencia típica de la televisión de pago, a quienes por alguna razón presuponía chusma también ordinaria e inafeitada. Este cinismo que literalmente transcribo provocó que un nuevo gorjeo de córvidas risas manara de sus pútridas gargantas, pero apenas callaron la mi jefa le advirtió que en el futuro debía mostrarse más bien blandengue y zalamero, y acariciar con cariños, empalagos y convites a quienes quisiere estafar.

Yo, mientras tanto, hacía misiones de correveidile, ora falsificando un documento por el que se nos otorgaría una sustanciosa ayuda pública, ora acudiendo como la otra tarde a la morada oficina de un presunto reportero de origen inglés, que hacía honor a la fama de borrachuza energumenez que precede a los hijos de la pérfida Albión por donde quiera que vayan.

Cayóme simpático el vejete, pues me recibió en chándal y con manchas amarillentas en la comisura de los labios, cual si hubiere estado trasegando Betadine. Andaba cojo pues al parecer habíale pasado un coche por sobre el pie mientras paseaba por el mismo mercado francés donde unas semanas atrás hubiéramos aparcado a la mi jefa. No era de Kentucky sino británico, como digo, pero aún así recordóme al ya manido señor Hunter S. Toshiba, que también ejerciera el periodismo sórdido y alcohólico en un país extraño. Cayóme por tanto simpático, y compadeciéndome de la cojera que le impedía estar a la altura del su apodo “Johnnie Walker”, bajé a comprarle un paquete de tabaco, acción caritativa del día que este individuo prometió recompensar invitándome a un copón en un evento que tendrá lugar este mismo fin de semana, y donde por mandato expreso de la mi jefa me veo obligado a acudir para fingirme risueño amigo de los potenciales clientes, a los cuales deberé acompañar por distintos antros y tugurios de la madrileñidad, en comandita con la mi jefa y su cipote substituto. Va a ser titánica tarea el contenerse las ganas de aporrear con vidrio roto o palo de billar sus pomposos y decadentes rostros.

lunes, 9 de junio de 2008

Eufórico de Algodonosa Dicha

Me es necesario bajar a por comida para mi gata, ya que sus maullidos y orines de protesta son elementos de presión que no se pueden ignorar o tomar a la ligera. Es cierto que, debido a mi ser olvidadizo, hace días que en la escudilla donde deposito su alimento sólo hay una montaña de resecas migajas que se niega a comer. Descubro estupefacto que mi primera reacción es calco perfecto de la que mis padres tuvieron para con mí en gran parte de las cenas de mi infancia: levanto furibundo la barbilla, señálola con mi dedo acusador y vociferio:

-¡PUES HASTA QUE NO TE LO ACABES, NO HAY MÁS!

Apenas acabo la frase se produce la ya mentada revelación, y quedo meditabundo, comprendiendo que no soy sino títere en manos de hábitos y costumbres que, incuestionados, se perpetúan generación tras generación. Esta sólida y coherente conclusión dio pie a que depusiera mi dictatorial actitud y caminara hacia el ultramarinos para comprar un alimento digno de mi felina compañera, única hembra cuya compañía tolero por más de una semana.

Siempre que bajo al susodicho dispensario, ya que estoy, compro cerveza y panchitos. Es verdad que mis grumosas y cenicientas expectoraciones, así como mi dejadez en el vestir, me dan aspecto astroso y hacen que cualquier vigilante de seguridad active su alerta naranja apenas me ve pululando por su establecimiento. A veces, cuando estoy de humor, hago comedia y me conduzco como si fuere ladrón, echando miraditas cómplices al guarda, quien cree tenerme vigilado cuando en realidad está siendo distraído, circunstancia que suele ser aprovechada por la clientela, que carga cuantas botellas de whisky puede y aprieta a correr en todas direcciones mientras el vigilante mamporrero no me quita ojo, temiendo que quizá en el caos reinante aproveche para robar un paquete de chicles tutifruti.

Esta vez no, tenía prisa, así que me acerqué al mostrador para hacer cola y en el entretanto, deleitéme contemplando a la dependienta, una flaca y jovencísima morena, de aspecto un tanto insalubre y paliducho que así y todo despertó mi despropósita libido, la cual últimamente no hace distingos ni tampoco bien alguno a la humanidad. A todo respondía la dependienta ofreciendo lotería de la cruz roja con su atiplada voz, y no, no la quería, aunque por lo general soy crédulo y se me estafa con gran facilidad.

Fuíme cachondo del ultramarinos pero la masturbación que pensaba dedicar a la salud de esta elementa fue objeto de chasco y evaporóse cuando vi a la latosa consorte con sus maletas en la puerta de mi casa. La insensata de ella había dejado su piso compartido y agitaba en su mano, dichosa, la mensualidad que de este alocado modo se había ahorrado. No pensaba dármela, claro, venía en plan ocupa y cargada de arcillas, ceras de colores y molinillos con los que habríamos de entretenernos en el porvenir.

No tardaron en surgir los primeros roces, y es que la convivencia me irrita sobremanera todos los tipos de llagas, orzuelos y papilomas que cubren mi anatomía. Los putrefactos y nauseabundos puses que segrego no tardan en poner tierra de por medio entre quienes me rodean y mi persona, y en este caso prefería yo escuchar imprecaciones en la radio mientras me pasaba el Medal of Honor a bayonetazos antes que representar la versión pornográfica, pedofílica incluso, de una clase de manualidades.

Y es que la envra en cuestión insistía en ocupar nuestras tardes con pasatiempos tales como hacer árboles de arcilla y otros símbolos fálicos, así como decorar mi escocido miembro con motivos florales que dibujaba sirviéndose de las ceras escolares de que había venido provista, que por cierto, aplicadas a tan sensible área resultan áridas y rasposas en extremo. Ya cumplido el carnal trámite se empeñó en hacer lectura y declamación de algo que yo hubiere escrito, y no tuve más remedio que mostrarle una selección de cuentos entre los que destacan la historia de una desdichada estrella de mar que mediante engañifas y amorosas simulaciones es hecha presa por dos gambas, quienes la devoran poco a poco aprovechando que la capacidad regenerativa de la estrella alargará hasta el infinito su tormento; o aquella en la que narro la estoria de un individuo en cuya cabeza habita una araña que teje y desteje insidias y paranoias con la su voz, continua y venenosa como fuga de gas; por no hablar de la voluminosa saga que hace glosa de la venganza de un moroso que, cazado por el tétrico usurero que le es acreedor, es decapitado y ha de ver cómo su mujer, aún por desposar, es secuestrada y obligada a cometer toda clase de aberraciones contra natura. No logró pasar del punto en que el moroso se cose la cabeza al cuerpo, recapitándose y haciendo así posible una revancha de dimensiones apocalípticas.

Es cierto que nada de lo que escribo, leído en voz alta, suena muy bien, y de hecho su voz se quebraba síntoma de que su espíritu se estaba asomando a un lado oscuro y horrible de la existencia por primera vez. La consolé como pude, pero a la media hora estaba en la gélida y puta calle y el marrón era de otro.