viernes, 26 de marzo de 2010

Drama irresoluble

(haciendo clic en la imagen se ve un poco mejor, y luego haciendo clic en la esquina inferior derecha, donde al poner el cursor aparece la opción "Expandir a tamaño normal", entonces se ve como dios manda)


Es una entrevista de trabajo, el candidato tiene cabeza de ave, pico de ibis y ojos de lechuza, lo cual no es el perfil que buscan en la empresa, da igual, porque es un maestro en hipnosis y a los pocos minutos sale triunfante con los pantalones del entrevistador doblados sobre el antebrazo, como hacen los camareros con ese trapo o mantel o lo que sea que lleven en el antebrazo, si es que siguen llevándolo ya.
Es inútil, media hora después vuelve a estar sentado en un banco del parque, sufre una repentina crisis existencial que venía tiempo gestándose: su excepcional poder hipnótico ya no le llena, casi preferiría no haber recibido el don, lo de llenar de mujeres campos de fútbol enteros para hacer orgías que duran semanas, lo de hacer que personalidades públicas luchen con botellas rotas y cadenas hasta la muerte, todo eso que cualquiera de nosotros haría si tuviera el poder hipnótico está muy bien, pero a la larga cansa.
De sus palabras se entiende que hubo un señor que le concedió el deseo, alguien que podría despojarle de ese don, pero por su tono de voz cabe imaginar que está muerto.

Lo caduco

Ha tenido que irse, por fin, el buen tiempo, el sol casi justiciero y el floripondio general. Ha tenido que llegar el cielo gris y un viento frío y muy fuerte, que agita inmisericorde las ramas de los árboles por toda la ciudad.

La pústula reblandecida por obra y gracia del zumillo de un coño glorioso. El ímpetu bubónico hundido en una sima de miles de kilómetros. Toda la energía sorbida y entregada a una fosa abisal humana, un agujero imposible de llenar.

Hoy coinciden varias situaciones extrañas. Una campaña estilo “salvad las ballenas” que consiste en mantener apagado por una hora cualquier artefacto eléctrico. No voy a argumentar ni a dar mi opinión acerca de esto, ya digo que hoy vengo manso. También toca esta noche el cambio de hora semestral. Se nos va a hurtar una hora, mientras dormimos, y cualquier tejemaneje temporal de esta clase siempre me inspira recelo y algún que otro delirio. Me intriga mucho que estén tan próximas en el tiempo ambas situaciones. Como si hiciera falta apagar todos los artefactos eléctricos del mundo para cambiar la hora, como si hubiera que parar un reloj gigantesco que desde el centro de la tierra lo alimentara todo. Hay algo turbio, ahí detrás, escuchadme lo que os digo. Estad atentos, el lunes.

Y por último, la inminente tormenta. Las ramas azotadas por el viento, las esporas primaverales, polvo amarillo, flores secas, ramas, tropezones en la ventolera, arremolinándose ante los portales, golpeando mi coche con ruidos secos. Lonas de plástico arrastrándose por la calle, no una simple bolsa de basura, muchas lonas, y muy grandes, reptando sobre el asfalto, por las aceras vacías, olfateando aquí y
allá, irguiéndose por un segundo, amenazando saltar sobre mi parabrisas. El
descampado escupiendo vaharadas de cal a la calle. No es brisa, esto. Algo se cuece.

Sería una coincidencia muy extraña que el apagón se fuera de las manos, saboteado por causas naturales. Que esta tormenta que se cierne y sus rayos aprovecharan el bienintencionado descuido para abrasar varias estaciones transformadoras estratégicamente situadas en todas las grandes ciudades, desmantelando la red eléctrica en su totalidad. Apagar la luz, para descubrir más tarde que por mucho que pulsemos el interruptor, nada vuelve a funcionar.

La lluvia, esta lluvia, tiene algo de esperma. Por la época, claro, por lo sedienta que está la tierra de ella, por cómo se retuerce, la tierra negra e hinchada, vaginal. El viento tiene mucho de embestida, por la manera inmisericorde en la que azota los postigos de la ventana.

Escribo con el cerebro anquilosado, con un exceso de minerales solidificando entre mis neuronas, una suerte de árbol de coral que cruje a cada pensamiento. Voy a seguir la corriente. Voy a apagar borrego cualquier artefacto eléctrico de mi destartalado hogar. A la hora equivocada, eso sí: a las dos, esas que serán las tres, según nos quieren hacer creer. No sé vosotros pero yo deambularé comprobando el estado de los transformadores y los cables de alta tensión, a poder ser muy borracho. Escondiéndome para que no me arrebaten la hora, luego al llegar a casa cambiaré el reloj y fingiré normalidad, pero la hora seguirá en mi poder, para utilizarla cuando mejor me convenga.


PD: Escribí esto hace un año, pero cuando lo quise publicar el cambio de hora ya había pasado, el portal se había cerrado y sólo se abriría un año después, esto es, ahora; por eso los sucesos meteorológicos y vitales que en él se narran han quedado obsoletos o perdido su vigencia. La hora que sustraje sigue acumulando polvo en algún cajón de mi buró, y si publico esto ahora es más por menoscabar el concepto de actualidad que por ensalzar lo caduco.

viernes, 12 de marzo de 2010

Aquel imbécil

Aquel imbécil decidió que la manera de resolver el problema del cambio climático, al menos en lo tocante al derretimiento de los casquetes polares, era subir el punto de fusión del hielo, de modo que éste se derritiera no a cero, sino a cinco grados centígrados. Bastaba con diluir en agua corriente la cantidad justa de un compuesto químico determinado y sentarse a esperar a que esta solución se distribuyera uniformemente por todo el planeta. Es cierto que así se evitó la subida del nivel del mar, pero lo que aquel imbécil no supo prever es que, una vez conseguido este ligero aumento de la temperatura de fusión del hielo, las nieves de las montañas tampoco se derretirían, de manera que el caudal de los ríos a la larga ha acabado siendo menor, disminuyendo así la cantidad de agua potable y provocando terribles sequías y hambrunas. Dado que, por una parte, los océanos fueron recibiendo cada vez menos agua de los ríos, y por otra, su evaporación continuó al mismo ritmo (si no mayor), se comprende fácilmente cómo fue que el nivel del mar, en lugar de subir y anegar miles de ciudades, descendió, retirando la línea de costa varios centenares de metros, kilómetros en algunos casos.

Es verdad que este aumento de la superficie costera generó muchos puestos de trabajo, pero lo que este imbécil no pudo ni de coña prever fue que un pico en la actividad electromagnética solar provocaría como así fue una exótica recombinación del compuesto soluble con el que se había subido el punto de fusión del hielo, y que a estas alturas era ya parte integrante de cada gota de agua del planeta. Esta exótica recombinación provocó que el líquido elemento solidificara instantáneamente en todo el globo, pero no en forma de hielo, sino de una especie de vidrio o cristal tibio, parecido al metacrilato pero extremadamente duro y cortante, incapaz de fluir, derretirse o evaporarse.

Como cabe imaginar, aquello fue un desastre a escala mundial:

Barcos encallados en un mar de vítreas colinas, coronadas por espuma de cristal, tripulaciones abandonadas a su suerte, recorriendo desorientadas y en penoso éxodo esta inacabable extensión de dunas traslúcidas y reflectantes que acaban por causarles ceguera permanente y abrasión en sus pies descalzos.

Nadadores atrapados en ríos, lagos y estanques, pidiendo ayuda a gritos, pidiendo ser libertados, pero sólo el eco de los valles responde, ni siquiera el pescador acude en su auxilio, ha tenido que romperse los tobillos para poder sacar los pies del agua, que apenas le cubría hasta la espinilla, y se arrastra como puede ladera arriba.

Buceadores condenados a la asfixia en una tumba de cuarzo, congelado su movimiento en el acto de comprobar el nivel de oxígeno, congelado en una fotografía claustrofóbica. A doce metros de profundidad este agua solidificada no aguanta el peso del agua que hay por encima, a doce metros de profundidad se resquebraja, se estratifica, por eso he dicho que su tumba era de cuarzo, porque entre las grietas y el modo extraño en que la luz se refracta ahí abajo apenas entrevé el coral, las anémonas, los erizos y los peces payaso que morirán con él en el arrecife, pero no tiene problemas para seguir comprobando el nivel de oxígeno y llevar la cuenta atrás perfectamente.

Bebedores ahogados por su propio trago, solidificado a medio camino. La gravedad no depende del líquido en sí, ya que cualquier bebida contiene agua, sino de lo largo que haya sido el trago: hay quien sólo ha dado un sorbito y, aunque a duras penas, consigue vomitar la amorfa pelota de cristal que amenazaba con asfixiarle, pero el que engullía como si no hubiera mañana ve castigada su ansia con un tramo de vidrio que ha adoptado la forma de su tráquea, su esófago y parte de su estómago, y que ahora se mantiene rígido, obstruyendo el paso de aire, hasta que la falta de oxígeno provoca espasmos y convulsiones que causan la fractura del cristal y la subsiguiente carnicería interna.

Individuos que en pleno disfrute de su ducha se ven súbitamente apresados en una diabólica maraña de volutas cristalinas y, temerosos de romper su prisión y hacerse la carne jirones con las esquirlas, permanecen inmóviles hasta consumirse.



Y la lista sigue, pero es la lista de los afortunados, lo verdaderamente agónico ha sido estar en seco y sentir ese ochenta por ciento de agua que compone el propio cuerpo cristalizando, y no hablo de agujetas generalizadas, hablo de carne desmigada y quebradiza,
huesos de fractura fácil, que al partirse suenan pastoso, como al partir chocolate,
saliva formando una jaula interna en la boca,
líquido lacrimal apresando el ojo como un cepo,
una incómoda y pétrea pelota por vejiga,
el líquido del oído interno solidificado, anulando el sentido del equilibrio, y en consecuencia provocando la estrepitosa caída y rompimiento de todo el que no estuviera sentado o tumbado.

Claro que para éstos, para nosotros, tampoco ha sido mejor, porque respirar se ha convertido en un acto imposible de puro áspero y pesado, y es como si la sangre, en lugar de fluir, hubiera coagulado en las venas, espesa, cuajada de gotas de este vidrio tibio. Como en una morcilla, una morcilla en la que en lugar de arroz hubiera pequeñas cuentas de cristal, un collar de perlas corriendo por mis venas.

Poema licencioso

El hombre está desnudo
en medio de un comedor de empresa.
Un enorme comedor de empresa,
un enorme
comedor de mujeres,
donde hay que hacer cola
y sostener una bandeja,
e ir cogiendo los platos de uno en uno.

Hay mujeres de edad avanzada
pero también hay jóvenes,
aunque la mayoría tienen unos treinta y tantos,
tirando a cuarenta.
Tienen todas mucha clase,
van sutilmente maquilladas,
y visten elegantemente.
Son señoras,
de pendiente de perlas
foulard de cien euros,
y peinado de peluquería.

El hombre desnudo es el salero,
su esperma es el condimento,
le van llamando desde las mesas
para masturbarle
sobre los platos.
Lo hacen con mucha clase,
cogiendo la polla entre el índice y el pulgar,
agitándola breve y educadamente
hasta que se corre encima del plato,
o del cuchillo de untar.

El problema es que cuando el hombre desnudo se corre,
su orgasmo es auténtico,
muy violento,
y gime a gritos,
se agarra a cualquier cosa,
manotea y sufre espasmos,
vuelca las mesas,
dejándolo todo hecho un asco.

Poema lúgubre

El hombre más patético del mundo
se hace de un equipo de fútbol
(aunque no le gusta)
para que no piensen que es mariquita.
En la grada,
un bruto calvorota
le da un codazo en el hígado,
sin querer,
pero desde entonces sangra por dentro.
No dice nada, precisamente
para que no le llamen mariquita.
Ni siquiera cuando el hematoma
se extiende por todo su cuerpo
y tiene que disimularlo
usando polvos de talco.
Desde entonces su piel es violeta.

El hombre más patético del mundo
no se atreve a apagar la radio,
por miedo a que justo cuando la desconecte
ocurra algo gravísimo, algún suceso
que afecte a alguien conocido.
Se acostumbra a dormir con las voces
de los locutores, y sueña programas de madrugada,
donde una insinuante y adormilada voz femenina
escucha las tragedias
y sucesos rocambolescos
en los que se ve involucrada
gente rara.

El hombre más patético del mundo
está solo, aunque a veces,
en mitad de la noche,
le despierta la llamada
de una muchachita de quince años,
para reírse de él
a grandes carcajadas.

El hombre más patético del mundo
va a la iglesia
en busca de consuelo
pero al comulgar,
al impregnarse la hostia bendita
de su saliva
una fuerza sobrenatural
lo eleva por los aires
y lo arroja a través de una vidriera: dios no le ama.

Traspasado por esquirlas de colores
perforado por tiras de plomo
el hombre más patético del mundo
se desangra lentamente
sobre una zarza.

sábado, 6 de marzo de 2010

"¡Schloss!"



Problemas en Atapuerca

Están teniendo problemas en Atapuerca

están teniendo problemas para que les entiendan

los tipos que explican los yacimientos

la gente no entiende nada

la gente va con sus hijos

a pasar un día familiar

pero terminan perplejos, desorientados,

acaban discutiendo en el coche

pidiéndose el divorcio de vuelta a casa.

ESTÁN TENIENDO PROBLEMAS EN ATAPUERCA

Y NADIE HACE NADA.
















martes, 2 de marzo de 2010

¡Ay!

Todo empezó justo antes de cerrar la puerta de mi casa, en esa ya habitual demora que tengo que tomarme cada vez que salgo a la calle y, en el mismo umbral, la gata insiste en explorar el descansillo. Me veo obligado a empujarla con el pie para mantenerla a raya, con el tiempo he ido depurando la técnica: sitúo mi pie bajo su panza y entre sus cuatro patas, de manera que con el empeine puedo levantarla y arrojarla al interior de mi casa cómodamente.

En esos segundos de más que me lleva salir, digo, la puerta del vecino se abrió, y tras ella una señora mayor permaneció en cambio cerrada, cerrada y sonriente. A esta mi vecina yo la había visto sólo una vez, y de pasada (si no contamos las veces que la he visto entrar y salir de casa a través de la mirilla, esas tardes tontas en las que me aburro y no sé qué hacer, y el sonido de unos pasos subiendo las escaleras promete sorpresas y nuevas emociones que luego quedan en nada) Insistente, preguntó si me molestaba la música que ponían a veces, sobre todo su marido, quien al parecer gusta de escuchar no sé qué conciertos a todo volumen, y es cierto que alguna vez lo he oído, pero no me ha molestado nunca e incluso me parece un hábito a celebrar, y así se lo pinté a la señora, muy educadamente.

La cosa no se alargó mucho más, yo pregunté si tenían piano, ella me dijo que no, y que decía lo del ruido porque una anterior inquilina les había protestado (¡Sin duda una loca, una alienada! – repuse yo) y después de aquello habían mandado insonorizar las paredes, y es cierto también que si algo tiene de bueno mi destartalado hogar es el silencio, una ausencia total de vibraciones acústicas en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido. Ese aire, completamente quieto y seco, estéril, incapaz de transmitir sonidos, flotando inmóvil en mi salón; pesa como si fuera de piedra. Ese aire, ese silencio me llena de horror, por eso tengo prendida la radio todo el rato y la verdad es que no me entero si los vecinos ponen música. A veces pienso que de hecho serían los vecinos quienes debieran tener motivo de queja, no tanto por la música, que no pongo muy alta, sino por la pornografía, que sí me gusta escuchar a la máxima potencia.

Total, que ni ellos ni yo teníamos queja alguna, así que nos despedimos poniendo fin a aquel orgasmo de urbanidad, civismo y buenas maneras. Sólo más tarde caí en la cuenta de que en un momento de la conversación me había llamado por mi nombre de pila, a pesar de que jamás hemos sido presentados formalmente y yo de hecho no conozco el suyo. Esto no sería del todo preocupante, si no fuera porque se había referido también a actividades muy concretas que suelo llevar a cabo en mi salón (le preocupaba que sus conciertos las interrumpieran) y de las que no sé cómo estaba al tanto.

Porque una cosa es que sepa mi nombre (basta leer los buzones, o preguntar a cierto vecino metomentodo y lenguaraz), y otra muy distinta es saber cómo paso las tardes, lo cual sólo se explica en buena lógica concluyendo que estoy siendo observado y tal vez monitorizado. Después de todo, una de las paredes de mi salón da a su casa, y no sería raro que después de sesenta y quién sabe cuántos años de reclusión hogareña este ama de casa haya sucumbido a sus más bajas pasiones y se dedique a espiar lasciva al joven vagamente apuesto que aquí escribe, que para ser sincero ya ni es joven ni es apuesto, aunque la vagancia le queda toda.

Por eso apago las luces por sorpresa, esperando ver algún delator hilillo de luz procedente de esa pared, o mejor dicho de un hipotético y diminuto agujero practicado en el muro, a través del cual fuera espiado, pero nada. Revuelvo todos y cada uno de los libros y desmonto los anaqueles de la estantería que se apoya contra el tabique en cuestión, no vaya a estar el orificio espía camuflado en alguna moldura, pero todo es en vano. Ya no puedo masturbarme con comodidad, porque siento un ojo invisible fijo en mí, un ojo empañado de geriátrica lujuria.

Esta carencia de alivio sexual resulta extremadamente perniciosa, ya que como todo el mundo sabe el esperma que no es expulsado se acumula en el interior del organismo, pudiéndose formar coágulos de semen en el cerebro, muy peligrosos y difíciles de extirpar una vez arraigados. Antes de que mi sereno juicio se vea nublado por estos cirros lefáticos, resuelvo pasar a la acción: prepararé una emboscada en el descansillo y haré de esta señora mi prisionera, para no soltarla hasta que confiese.

¿Pero por qué escribo en futuro si la tengo aquí a mi lado, amordazada y atada a una silla? Me ruega que le quite la mordaza, insiste en hablar; había pensado torturarla un poco, hasta sonsacarle nada más, pero parece ansiosa por darme una explicación, parece tener una razón sólida para conocer los detalles de mi vida y mi casa.

Y confiesa.

Según su lacrimógena versión, se trata de cierto amorío de juventud que una vez me despechó de malas maneras, con la idea de no volver a verme jamás. Naturalmente y como yo entonces ya me figuré, se acabaría arrepintiendo, aunque hubieron de pasar para ello largas décadas, concretamente cuatro. Según su lacrimógena versión, el día 4 de marzo de 2039, lunes para más señas, tuvo lugar esta revelación, merced a la cual vio claro que sólo a mi lado había logrado ser feliz. Lamenté haber vendido el calendario perpetuo, que me hubiera servido para corroborar su versión (dudo mucho que el 4 de marzo de 2039 caiga en lunes) pero seguí escuchando su melancólica diatriba.

Por fin arrepentida, había encontrado el modo de viajar atrás en el tiempo hasta el momento en que nos conocimos. Llevaba desde entonces espiándome, sin dar señal alguna de vida, ya que de haber interferido habría cambiado el curso de los acontecimientos dando lugar a una paradoja, como todo el mundo sabe. Por eso había esperado hasta que nuestros caminos se separaron completamente, dedicándose en el entretanto a observarme desde una prudente distancia, para recopilar información acerca de mi vida cotidiana, y sin dejar jamás de idolatrarme con fervorosa y recogida devoción.

Sabiendo desde el principio cuál acabaría siendo mi destartalado hogar, se había hecho con la casa contigua, y llevaba desde entonces esperándome, contando los años, haciéndose amiga de todos los anteriores inquilinos, invitándoles a té y pastitas para que éstos le devolvieran la invitación, buscando así ocasión de pasearse por la que sólo con el tiempo sería mi casa.

Cuando por fin, según su lacrimógena versión, se había animado a abordarme, su idea era entablar conversación y eventualmente seducirme. Era, ha dicho con las mejillas arreboladas, su pequeña fantasía: a sabiendas de que no sabría reconocerla, tenía pensado cortejarme como si fuera la primera vez, como si se hubiera hecho borrón y cuenta nueva.

Yo le he dicho que es imposible que fuera mi amor de juventud, que no se le parecía en nada, que estaba vieja, y decrépita, y luego le he puesto una bolsa de Carrefour en la cabeza y la he asfixiado.

Una de esas bolsas nuevas, biodegradables.