Los primeros días todo era humo. Podría confundirse con nubes de tormenta, grises y pesadas, arrastrándose a poca altura, o a ratos con una niebla muy oscura, si no fuera por el intenso olor a plástico quemado y por los centenares de llamitas verdes que chisporreteaban por todo el horizonte y que se hacían visibles al caer la noche. Esta humareda general dificultó bastante mis primeras incursiones, no me atreví a alejar mucho mi azotea flotante de su hogar raíz, y me preocupó que los incendios eléctricos que asolaban las terrazas y tejados que aún emergían del agua arruinaran aquellos bienes o alimentos de los que habría podido hacer rapiña.
Poco a poco, la niebla se fue despejando. Primero el cielo se abrió, mostrándose de nuevo azul, veteado eso sí por las sinuosas columnas de humo que ascendían, escuálidas y perezosas, de cada una de las azoteas reconvertidas a islote. El olor a cable y cemento carbonizado fue cediendo paso a otro hedor, penetrante, agrio y a la vez dulzón. Toda la superficie de agua aparecía sembrada de cuerpos y objetos que se pudrían al sol. Todo lo que constituía la ciudad, todo lo que poblaba sus calles y podía flotar ahora lo hacía libremente, cubierto eso sí por una película de cieno verdoso. La mayor parte es basura, ya digo que después de todo no es más que lo que antes yacía en la calle y ahora flota. Desperdicios, bolsas de plástico, neumáticos, contenedores, palés enmohecidos, colillas, pinzas de tender, sillas de terraza, ropa usada, chanclas, barrigas rumanas. Hasta el celo de aquella perrilla, éste también se ha podrido y flota como un hígado hinchado y tumefacto, entre tablones rotos y botellas de plástico vacías.
Nada aprovechable, ya digo. Me preocupa la falta de alimento. Y la deshidratación, ya que evidentemente estas aguas negras que me rodean son de todo menos potables. Por suerte no debo temer los rayos del sol, ya que el hollín que permanece aún suspendido en el aire se me ha pegado a la piel, formando una fina capa cenicienta que me protege de su acción abrasadora y me impide sudar, providencial circunstancia sin la cual habría muerto desecado a los pocos días.
Sólo cuando por fin se extinguieron los incendios y una fuerte brisa barrió hasta los últimos restos de humo pude acometer una incursión propiamente dicha. Habiendo practicado el gobierno de mi improvisado y cementoso boutre, lo dirigí hacia donde en tiempos estuvo el mercado del barrio. Orientarse fue algo complicado de verdad, ya que las calles se ven muy distintas a ras de agua, apenas son reconocibles, y mi propósito era regresar al hogar raíz con un hipotético botín. Por fortuna pude reconocer el antiguo mercado, ahora sumergido, por la cantidad de alimentos que cubrían el agua por completo. Daba la impresión que se podría caminar sobre ellos, si no fuera porque su flotante oscilar revelaba que esta superficie de palés, cajas de fruta y fango orgánico no era en absoluto transitable. Al menos no para mí, para las palomas y gorriones que infestaban este vertedero flotante no parecía suponer un problema.
No tardé en localizar una remesa de botellas de agua mineral que me apresuré a cargar en la cubierta de mi azotea. Encontrar algo comestible me supuso algo más de trabajo, ya que lo que no estaba podrido por el agua había sido picoteado o cubierto de corrosivo guano aviar. Por ello, resolví que lo más sensato sería capturar alguna de esas palomas, para lo cual dispuse un recipiente a modo de bebedero en el que vertí algo de agua mineral. Enseguida los volátiles se arremolinaron para saciar su sed con un líquido que no provocara diarreas y vómitos, y no tuve más que agarrar a unas cuantas por el pescuezo y de seguido retorcérselo. Me procuré también unos cuantos cítricos que flotaban y no tenían del todo mal aspecto, con ellos habría de combatir el escorbuto.
Atardecía ya cuando desplegué la vela de mi azotea, soplaba también un viento moderadamente intenso, como tengo observado que sucede a la salida y la puesta del sol. Apenas había puesto rumbo de vuelta a mi hogar raíz cuando reparé en algo que hasta entonces no había visto, al estar enfrascado en mis tareas de caza y recolección: un navío se me había acercado por popa y acortaba distancias a gran velocidad.
Mi extrañeza inicial dio paso a un juramento por no tener a mano unos binoculares o un catalejo con el que informarme acerca de este peculiar bajel, pero la manera en que se acercaba sin hacer señal alguna no era en modo alguno buen presagio. Enseguida pude ver que aquel navío no era una embarcación propiamente dicha, sino que había sido improvisada, al igual que mi boutre azotea; pero en lugar de tratarse de un terrado arrancado de cuajo de su bloque cimiento, el casco de esta nave era la carcasa de un autobús invertida y previsiblemente vaciada.
Poco a poco, la niebla se fue despejando. Primero el cielo se abrió, mostrándose de nuevo azul, veteado eso sí por las sinuosas columnas de humo que ascendían, escuálidas y perezosas, de cada una de las azoteas reconvertidas a islote. El olor a cable y cemento carbonizado fue cediendo paso a otro hedor, penetrante, agrio y a la vez dulzón. Toda la superficie de agua aparecía sembrada de cuerpos y objetos que se pudrían al sol. Todo lo que constituía la ciudad, todo lo que poblaba sus calles y podía flotar ahora lo hacía libremente, cubierto eso sí por una película de cieno verdoso. La mayor parte es basura, ya digo que después de todo no es más que lo que antes yacía en la calle y ahora flota. Desperdicios, bolsas de plástico, neumáticos, contenedores, palés enmohecidos, colillas, pinzas de tender, sillas de terraza, ropa usada, chanclas, barrigas rumanas. Hasta el celo de aquella perrilla, éste también se ha podrido y flota como un hígado hinchado y tumefacto, entre tablones rotos y botellas de plástico vacías.
Nada aprovechable, ya digo. Me preocupa la falta de alimento. Y la deshidratación, ya que evidentemente estas aguas negras que me rodean son de todo menos potables. Por suerte no debo temer los rayos del sol, ya que el hollín que permanece aún suspendido en el aire se me ha pegado a la piel, formando una fina capa cenicienta que me protege de su acción abrasadora y me impide sudar, providencial circunstancia sin la cual habría muerto desecado a los pocos días.
Sólo cuando por fin se extinguieron los incendios y una fuerte brisa barrió hasta los últimos restos de humo pude acometer una incursión propiamente dicha. Habiendo practicado el gobierno de mi improvisado y cementoso boutre, lo dirigí hacia donde en tiempos estuvo el mercado del barrio. Orientarse fue algo complicado de verdad, ya que las calles se ven muy distintas a ras de agua, apenas son reconocibles, y mi propósito era regresar al hogar raíz con un hipotético botín. Por fortuna pude reconocer el antiguo mercado, ahora sumergido, por la cantidad de alimentos que cubrían el agua por completo. Daba la impresión que se podría caminar sobre ellos, si no fuera porque su flotante oscilar revelaba que esta superficie de palés, cajas de fruta y fango orgánico no era en absoluto transitable. Al menos no para mí, para las palomas y gorriones que infestaban este vertedero flotante no parecía suponer un problema.
No tardé en localizar una remesa de botellas de agua mineral que me apresuré a cargar en la cubierta de mi azotea. Encontrar algo comestible me supuso algo más de trabajo, ya que lo que no estaba podrido por el agua había sido picoteado o cubierto de corrosivo guano aviar. Por ello, resolví que lo más sensato sería capturar alguna de esas palomas, para lo cual dispuse un recipiente a modo de bebedero en el que vertí algo de agua mineral. Enseguida los volátiles se arremolinaron para saciar su sed con un líquido que no provocara diarreas y vómitos, y no tuve más que agarrar a unas cuantas por el pescuezo y de seguido retorcérselo. Me procuré también unos cuantos cítricos que flotaban y no tenían del todo mal aspecto, con ellos habría de combatir el escorbuto.
Atardecía ya cuando desplegué la vela de mi azotea, soplaba también un viento moderadamente intenso, como tengo observado que sucede a la salida y la puesta del sol. Apenas había puesto rumbo de vuelta a mi hogar raíz cuando reparé en algo que hasta entonces no había visto, al estar enfrascado en mis tareas de caza y recolección: un navío se me había acercado por popa y acortaba distancias a gran velocidad.
Mi extrañeza inicial dio paso a un juramento por no tener a mano unos binoculares o un catalejo con el que informarme acerca de este peculiar bajel, pero la manera en que se acercaba sin hacer señal alguna no era en modo alguno buen presagio. Enseguida pude ver que aquel navío no era una embarcación propiamente dicha, sino que había sido improvisada, al igual que mi boutre azotea; pero en lugar de tratarse de un terrado arrancado de cuajo de su bloque cimiento, el casco de esta nave era la carcasa de un autobús invertida y previsiblemente vaciada.
Esto la convertía en una embarcación más ligera que la mía, y de mayor velamen, mucho más rápida por tanto. Acortaba distancias como digo a gran velocidad, de modo que no tardé en poder distinguir a simple vista a la tripulación de este navío. En él viajaban al menos media docena de hombres huesudos y vestidos a la manera náufraga, esto es, como yo mismo, pero el gesto fiero y predador que agarrotaba sus rostros y el modo en que agitaban hachuelas y bates de béisbol no dejaban lugar a dudas acerca de sus lesivas intenciones.
No hay mucho que uno pueda hacer para que una azotea, estando ya su única vela desplegada, navegue a mayor velocidad, de modo que sólo pude mascullar entre dientes mientras el autobús pirata se me aproximaba peligrosamente. Ya podía oír sus feroces gritos en los que se me faltaba al respeto y se hacían patentes los caníbales propósitos de este navío de degenerados, ya podía incluso verle la cara al que parecía ser capitán de este antropófago balandro, un tipo que se erguía sobre su proa parachoques, un energúmeno de rostro alargado, con mandíbula casi deforme y aire mongólico en general. Empuñaba en su mano derecha un serrucho, el cual sacudía en el aire, haciendo que en su vibrar emitiera un sonido metálico y ululante que consiguió que se me helaran de terror las entrañas.
Lamenté muy profundamente no disponer de arma alguna, siempre lo he dicho, se debería permitir a los ciudadanos poseer armas de fuego con las que defenderse caso de que la civilización sea temporal o definitivamente suspendida, o sumergida, como efectivamente y por fin ha sucedido. Era éste lamento quejumbroso e inútil como todos, y pronto dio paso a una furiosa desesperación. El barco estaba ya a menos de veinte metros de distancia, y se aproximaba cada vez más, cuando reparé en un detalle que habría de constituir mi salvación. La misma naturaleza autobusera del casco que le proporcionaba esa mortífera rapidez tenía a su vez un punto débil: las ventanillas y parabrisas, que estaban en su mayor parte bajo la línea de flotación y sin duda les eran muy útiles para vislumbrar la urbe sumergida. Apenas caí en la cuenta arranqué varias tejas de mi barcaza azotea y las arrojé en su dirección como haría un discóbolo.
El que parecía capitán de esta tropa de indeseables brutos se rió primeramente, al pensar que mis proyectiles iban dirigidos hacia él o cualquiera de los miembros de su tripulación, pero su sonrisa se le cayó a los pies y rodó por cubierta cuando por fin oyó el primer estruendo de cristales rotos: efectivamente una de mis tejas había alcanzado el parabrisas de proa, abriendo una enorme vía de agua que frenó su avance en seco y sumergió prácticamente toda la cabina, haciendo que el navío adoptara una verticalidad que sólo podía acabar en naufragio.
Contemplé el desastre de aquellos que habían querido mi perjuicio encaramado en lo más alto de mi balsa, que seguía indemne su curso, hasta que por fin vi cómo la nave atacante se hundía del todo en las turbias aguas matritenses, teñidas de fuego y óxido por el ocaso.
No hay mucho que uno pueda hacer para que una azotea, estando ya su única vela desplegada, navegue a mayor velocidad, de modo que sólo pude mascullar entre dientes mientras el autobús pirata se me aproximaba peligrosamente. Ya podía oír sus feroces gritos en los que se me faltaba al respeto y se hacían patentes los caníbales propósitos de este navío de degenerados, ya podía incluso verle la cara al que parecía ser capitán de este antropófago balandro, un tipo que se erguía sobre su proa parachoques, un energúmeno de rostro alargado, con mandíbula casi deforme y aire mongólico en general. Empuñaba en su mano derecha un serrucho, el cual sacudía en el aire, haciendo que en su vibrar emitiera un sonido metálico y ululante que consiguió que se me helaran de terror las entrañas.
Lamenté muy profundamente no disponer de arma alguna, siempre lo he dicho, se debería permitir a los ciudadanos poseer armas de fuego con las que defenderse caso de que la civilización sea temporal o definitivamente suspendida, o sumergida, como efectivamente y por fin ha sucedido. Era éste lamento quejumbroso e inútil como todos, y pronto dio paso a una furiosa desesperación. El barco estaba ya a menos de veinte metros de distancia, y se aproximaba cada vez más, cuando reparé en un detalle que habría de constituir mi salvación. La misma naturaleza autobusera del casco que le proporcionaba esa mortífera rapidez tenía a su vez un punto débil: las ventanillas y parabrisas, que estaban en su mayor parte bajo la línea de flotación y sin duda les eran muy útiles para vislumbrar la urbe sumergida. Apenas caí en la cuenta arranqué varias tejas de mi barcaza azotea y las arrojé en su dirección como haría un discóbolo.
El que parecía capitán de esta tropa de indeseables brutos se rió primeramente, al pensar que mis proyectiles iban dirigidos hacia él o cualquiera de los miembros de su tripulación, pero su sonrisa se le cayó a los pies y rodó por cubierta cuando por fin oyó el primer estruendo de cristales rotos: efectivamente una de mis tejas había alcanzado el parabrisas de proa, abriendo una enorme vía de agua que frenó su avance en seco y sumergió prácticamente toda la cabina, haciendo que el navío adoptara una verticalidad que sólo podía acabar en naufragio.
Contemplé el desastre de aquellos que habían querido mi perjuicio encaramado en lo más alto de mi balsa, que seguía indemne su curso, hasta que por fin vi cómo la nave atacante se hundía del todo en las turbias aguas matritenses, teñidas de fuego y óxido por el ocaso.