miércoles, 18 de febrero de 2009

Veinte minutos tarde

A veces tengo la impresión de llegar tarde a muchos sitios o cosas. Por ejemplo, me he puesto a escribir un blog cuando nadie actualiza, ya. También he recalado en mi galera oficina estando ésta en horas bajas, muy bajas, bajísimas, horas pre-big bang. Uno de los que se iban me lo dijo así, una vez, antes de embarcar en el balandro que habría de llevarle a mejor destino, me dijo:

-Tú tenías que haber venido antes, hombre, con el Guillem. Te habrías hinchado a hacer cortos ¿Aquí? ¡Había dinero a espuertas! ¡Venga a gastar! ¡Y de putas y todo! Te hubieras hinchado.
-Vaya, hombre.

Le miré con rencor. Soy muy sensible al tema de las putas. El caso es que pensé qué sería de un hombre que siempre llegara tarde a todo. Esta es una idea que me parece ya resobada, como si la hubiera oído cientos de veces. Pero hasta hoy, que yo sepa, no se ha intentado analizar el tema científicamente. Ni lo haré yo, tampoco. Lo he intentado, hay tres páginas por encima de la que ahora mismo escribo, con fórmulas y todo, pero no las publicaré porque es un texto tremendamente farragoso y también un gran coñazo.

Pensé cómo sería la vida de un hombre que viviera en el interior de una especie de burbuja invisible y de finísima membrana, la cual se tardara en atravesar veinte minutos. Cualquier persona o cosa quedaría retenida en esa superficie plana e hiperdensa durante veinte minutos, para luego aparecer al otro lado, esto es, dentro de la burbuja. Dudé si ese retardo sería igual tanto al entrar como al salir de ella, o si al atravesarla de dentro a fuera el retardo fuese un adelanto, compensándose así los veinte minutos perdidos al entrar. En este caso la experiencia vital de este señor sería igual a la de cualquiera de nosotros ¡Todos podríamos vivir en burbujas con retardos de veinte, treinta o incluso cincuenta minutos y la vida seguiría su curso tal cual! Siempre que lo que se perdiera al entrar se recuperara al salir.

Me ví en un problema al considerar el movimiento de este señor. Si este señor caminara, los objetos de la calle entrarían en la burbuja, pero dado que éstos tardaban veinte minutos en traspasar su fina membrana, se daba una paradoja. ¿Volvía el objeto a su estado veinte minutos anterior? Si hablamos de una señal de “stop” no hay problema, puesto que su estado no cambia en veinte minutos, pero ¿y un semáforo? ¿Y una persona?

Si el tipo en cuestión se pone en la cola del bus, fagocitando en su burbuja de retardo a una persona que hablara con el móvil ¿se pondría esta persona a deshacer su conversación hasta llegar al punto veinte minutos anterior? ¿Y si hace veinte minutos no había llegado aún, saldría de la burbuja? ¿Y si sale de la burbuja cómo es que ha retrocedido en el tiempo? Absurdo como ven, pero así he estado toda la tarde.

Peor aún, he considerado la posibilidad de que no hubiera tal membrana, sino de que se tratase de una especie de campo detractor del tiempo del que este nefando personaje fuera vórtice. He llegado (este punto alcanza mi demencia) a calcular la fórmula que regiría el retardo en función de la distancia. He aquí la prueba:


Nótese el gracioso perpetuum mobile que, aburrido, he esbozado en la parte izquierda: tiene un motor en el pecho que enrolla sobre sí mismo una cuerda que, pasando por su mente polea, procede del exterior. No se sabe qué hay al otro extremo de la cuerda, por eso tira continuamente de ella.
Todo esto en vano, claro. Al final, la única hipótesis válida era que la membrana atrapara en su microscópicamente fino interior a cualquier cosa o persona que entrara en contacto con ella, conteniéndola durante veinte minutos en animación suspendida hasta brotar al otro lado. La vida de este hipotético sujeto sería un drama humano, sin posibilidad de interactuar con nadie fuera de su burbuja, sería despedido de sus empleos por tardar al menos cuarenta minutos en reaccionar a cualquier orden sencilla, sus posibles parejas se verían forzadas a vivir en el interior de la burbuja, asumiendo para ellos mismos la tara de este nefando personaje, con las inmundicias y sudores que implicaría además una perpetua convivencia en proximidad.
Las ondas de los teléfonos móviles tardarían también veinte minutos en cruzar la membrana, y recibiría la llamada con ese mismo retardo, aunque evidentemente para entonces quien llamase habría colgado ya hace rato. Es imposible saber qué pasaría si, al recibir esta llamada, nuestro amigo descolgara el teléfono. Sería como coger una llamada perdida, sólo se podría oír un ruido absurdo, interferencias cuánticas, las cosquillas del continuo espacio-tiempo. Mensajes sí, con eso no habría problemas de paradojas.

Sin duda este hombre moriría atropellado, por la cuestión del semáforo que apuntaba antes. Cruzaría el paso de cebra veinte minutos después de que el semáforo se pusiera en verde, cuando la imagen del hombrecito andante que en su momento le había dado prioridad de paso por fin cruzara la membrana. Sería cuestión de suerte que entonces la luz estuviera verde de nuevo. Suerte que antes o después cambiaría, de manera que algún coche se sumergiría a toda velocidad en la membrana y quedaría atrapado en ella veinte minutos.

Nuestro amigo cruzaría indemne el paso de cebra, subiría la escalinata de la oficina donde se dirigiría a hacer su enésima entrevista de trabajo y, sentado en la mesa de reuniones, ante un seleccionador de personal atónito, sería atropellado por un coche de alta gama que brotaría como de la nada y lo arrollaría brutalmente junto con el resto de candidatos, causando un enorme estrépito en el cuarto de reuniones y en la oficina en general.

martes, 17 de febrero de 2009

Las lentes del transfinito

Llevo tiempo dándole vueltas a una cuestión. Por qué las cosas que están lejos se ven más pequeñas que las que están cerca, cuando no lo son. ¡No lo son en absoluto! Mira a tu alrededor, mira los edificios del horizonte. Pon la mano delante de ellos, como si los estuvieras sosteniendo entre tu índice y tu pulgar. Como si los pudieras espachurrar. Intenta espachurrarlos. No se puede. Porque no son pequeños. Son muy grandes, y hasta que no te acercas, no lo ves.

Durante treinta largos años esta absurda ley de la percepción me ha torturado, hasta que por fin he encontrado su razón de ser. Para ello, he de hacer un diagrama:



Diagrama 1: Por el cual los objetos lejanos parecen pequeños cuando no lo son en absoluto
Nótese que el señor verde y el señor rojo son copias el uno del otro, y por tanto comparten forma, estatura y otras taras. También me he permitido la licencia de invertir la imagen percibida (los monigotes de la izquierda) ya que como sabéis el ojo percibe la imagen del revés. No abundaré hoy en las contradicciones de esa engañifa que llamamos visión binocular.

Vosotros, astutos lectores, me diréis que he dibujado una retina plana, cuando en realidad es curva. Y yo os diré que qué importa, cuando la imagen se recibe invertida, y algún agente secreto de nuestro cerebro le da la vuelta sin notificárnoslo siquiera. Pero no os falta razón, la forma de la retina afecta al resultado. Podría ser curva, cóncava o convexa, e incluso plegarse sobre sí misma de mil formas, pero siempre daría el mismo resultado: el señor verde se vería más pequeño que el señor rojo (ya que a ambos se les aplicaría la misma distorsión)

Tampoco hay modo de obtener un resultado distinto cambiando la lente, ya que una vez más el cambio se aplicaría de igual forma al señor rojo y al verde, resultando la misma diferencia de proporciones.


Lo único que afecta la proporción a la que se representan el señor rojo y el señor verde es la distancia a la que se sitúe la lente (el ojo, la cámara, lo que sea) Si la lente está muy cerca del señor rojo, éste parecerá mucho más grande que el verde, mientras que si se sitúa a mucha distancia, la diferencia de tamaño aparente no será tan grande.

En dibujo técnico hay una perspectiva, la perspectiva caballera, en la que el observador, la lente, la cámara, se sitúan a una distancia infinita. A esa distancia, los objetos del mismo tamaño tienen el mismo tamaño.

Para conseguir una imagen en la que los objetos más alejados se vean más grandes que los objetos cercanos, hace falta situarse en una posición transfinita. En esta posición, todos los objetos se ven más grandes de lo que realmente son, y cuanto más alejados estén, con mayor aumento se perciben, de manera que un objeto situado en el horizonte de este transfinito ocuparía todo nuestro espacio de visión, y si estuviera lo suficientemente lejos, alcanzaríamos incluso a ver su composición subatómica.










miércoles, 11 de febrero de 2009

Hotel Grand Royal Fantástic

Pensaba explicar el por qué de ésto, pero mejor no:

HOTEL GRAND ROYALE FANTASTIC

Construido sin querer sobre un agujero de gusano, el Hotel Grand Royal Fantástic™ le proporcionará muy estimulantes experiencias y fallos de continuidad que pondrán a prueba su capacidad para los rompecabezas. Efectivamente, el Hotel Grand Royal Fantástic™ es todo él un descosido en el continuo espacio-tiempo. No apto para mentes conservadoras, representa un concepto de turismo que hace trizas al tradicional sol y playa, y es que en el Hotel Grand Royal Fantástic ™ podrá disfrutar de ofertas tan tentadoras como:

Viajes de enamorados: ¡Sorprenda a su pareja reviviendo la primera semana en que se conocieron!
Turismo histórico: Escoja entre las más de cien rutas programadas, desde la muy especial “Sueños de Faraón” hasta la postapocalíptica “Mad Max Meadows” pasando por la “Ruta Inquisitorial” o la popularísima “Viva Vietnam” Si lo prefiere y por un módico bonus, podemos diseñarle una ruta hecha a medida.
Sunset Relax: Un paseo instantáneo por los 50 lugares más hermosos del mundo, contemplando sus respectivas 50 puestas de sol, una detrás de otra. Puede reservar este viaje especial por adelantado, especificando una hora y lugar. El Hotel Grand Royal Fantástic™ le abrirá sus puertas en cualquier localización, garantizando su vuelta al mismo punto, una milésima de segundo después, de modo que nadie notará su ausencia ¡Evádase de esa soporífera reunión, exprima la pausa del café, y afronte su jornada con renovadas fuerzas!

Y todo esto en un entorno pletórico de estimulantes equívocos, teletransportaciones y cambios de pareja a mitad de polvo. No olvide indicar en recepción su fecha de entrada, para que al finalizar sus vacaciones pueda retomar su vida allí donde la dejó. Atrás quedaron aquellos días en que había que cuadrar las vacaciones con los compañeros de trabajo, pues del Hotel Grand Royal Fantástic™ puede salir antes incluso de entrar.

Contacto:
Para facilitar el acceso al hotel, éste puede encontrarse en el número X de la calle XXXX, todos los miércoles de 21:00 a 21:05.

Letra Pequeña:
El hotel no se responsabiliza de posibles bucles sin fin derivados del mal uso de sus instalaciones, ni del posible conflicto que se pudiera crear al encontrarse con uno mismo en el pasado y caerse fatal.

martes, 3 de febrero de 2009

A por leña

El otro día me vi obligado a bajar a por leña para alimentar mi estufa. Las crudezas y fríos de este invierno de posguerra lo llenan todo de agua y frío, copos de nieve gordos y paposos se precipitan sin gracia ninguna desde el cielo, como una torpe ceniza nuclear, como si el sol hubiera estallado en mil virutas y cayera por fin sobre nosotros. De ahí el cielo encapotado, nubes negras, gordas como vacas, niebla, y mucho frío, y no es el invierno: es el frío del espacio. El sistema solar, desperdigado, ahora sí que estamos solos, independizados al fin, surcando la negrura universal en línea recta, sin padre ni órbita, ni más abrigo que estas nieves perpetuas y sucias de hollín.

Tampoco es cosa de lamentarse, por eso bajo a la calle embozado en los abrigos, tienen que ser varios o no sirven para nada. Buscando trozos de madera o muebles desahuciados por la calle, tendrán que valer, por muy mojados que estén. He escogido buena hora, no hay nadie, sólo algún gato aterido, de pelo erizado y sucio, tuerto de un ojo. O a lo mejor ya es muy tarde y ya han arramblado con todo el material aprovechable que suele haber por mi calle, el caso es que no encuentro nada. Y ayer mismo había un perchero durmiendo sobre un armazón de cama roto, en esa esquina. Malditos traperos, se me han vuelto a adelantar.

Me veo obligado a deambular cada vez más y más lejos, no es muy sensato, con este frío, el aguanieve arrecia, y tengo que parar en las alcantarillas a calentarme las manos con el vapor que sale. Huele a ducha, a champú, a sales de baño mezcladas con horín y eces. Ece Homo.

Ahora ya no busco madera, busco refugio. Un portal, semisótano, cañerías negras, vapor, y menos mal. Una ventana rota y mugrienta, un cuarto de calderas en el interior. Válvulas, émbolos, vacíos, descompresiones y bombeos. Vapor. Calor húmedo en la nariz, olor a vestuario de piscina cubierta, a hongo, a frío y desnudez. Sigo adentrándome hasta llegar a una cámara donde unos artefactos que no pueden ser sino unos acumuladores de electricidad hacen honor a su nombre y se cargan, gracias al movimiento continuo y fatigoso de un sistema de poleas, engranajes y palancas que bajan desde el techo a través de orificios practicados al efecto. Algo, por encima, lo mueve todo.

Semejante hallazgo me hace llorar de electricidad, perdón, de alegría. Los acumuladores, zumbando rebosantes de energía, pletóricos, ubérrimos y tiernos como carne de teta materna. Necesito un recipiente para hacer acopio y rapiña, qué ansia, qué prisas, el bombeo de los acumuladores, tan rítmico, como tambores de guerra, una tribu de robóticos masais, industriosos, infatigables.

Una llave inglesa, larga y pesada, sucia de grasa, como de unos setenta centímetros (ya he dicho que era larga) La herramienta perfecta, hay que emplear las dos manos para manejarla, pero servirá para abrir la válvula del acumulador y liberar la preciosa electricidad. Una vez encuentre un continente adecuado, claro.

Una puerta detrás de una escalera que salía de la cámara de los acumuladores me lleva a la parte de atrás de un vestuario: de ahí venía la peste a cloro y hongos, callo reblandecido y desodorante. Sale un individuo con la mirada empañada y una toalla tapando sus vergüenzas a la romana, recién duchado, y no creo que le de tiempo a atar cabos porque cargo contra él blandiendo la llave inglesa, volteándola en preciso semicírculo para darle con la herrumbre en la cabeza, dejando en su cráneo la huella del tornillo sin fin con el que se le abre o cierra la boca a la herramienta.

Es pesado, el individuo, pero es el continente perfecto. Aplico nuevamente la llave inglesa a su nariz, y tras hacer palanca por fin cede, saliendo un chorro de vapor como de olla a presión, y puedo levantarle la cara. De tanto tiempo que llevaba cerrada, hace ventosa, al destaparla.

Ya en la cámara de los acumuladores, sujeto al interfecto por los tobillos como cuando en los dibujos animados quieren vaciar los bolsillos de alguien, pero yo lo hago hasta que todas sus vísceras se han desparramado por las baldosas. El continente perfecto, lo sitúo bajo la válvula del acumulador y aplico la llave inglesa para que brote libre la electricidad, a chorros azules, luminosos, volcándose toda dentro de mi continente, llenándolo de los pies a la cabeza.

Cuando ya rebosa y no cabe más, cierro la tapa y cargo con el tipo fornido, desnudo y recién duchado. A hombros, como un cordero, los pies se me hunden hasta media pantorrilla en el fango del semisótano, antes de salir de nuevo a la ventisca. Suena un chirrido procedente del interior, como un gemido de titán mecánico, una fábrica viniéndose abajo, achacosa, llorando sus reumas. Debe ser por el brusco vaciado de los acumuladores, algo fatal para cualquier estructura. Miro hacia atrás, y arriba, hay una cristalera, y sobre ella un rótulo de gimnasio. Tras el cristal, iluminados por tubos halógenos, decenas de individuos en hilera, accionando todo tipo de máquinas "spinning", cintas de correr, pesas de polea, sudando la gota gorda, ejercitándose con el mayor de los esfuerzos, y más ahora, que los acumuladores se han descargado y les piden más y más electricidad. Efectivamente, es su gimnástico ejercicio, su sudor, su cuota mensual, lo que generaba la electricidad que luego el dueño, presumiblemente, vendería en el mercado negro, bajo cuerda, a precio de oro, pelotazo de libro, negocio del siglo, hombre del año. Cobrar a la gente por trabajar y romperse la espalda a ritmo de blues, con la excusa de que así ejercitan y fortalecen sus músculos. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.

La ventisca ya no me deja ver si el gimnasio finalmente colapsa o no, o si la imparable maquinaria y su vacío eléctrico descuartizan a los gimnastas, o les lanzan a través de la cristalera, o sin más se para todo. No lo veo, ya digo, por culpa de la ventisca, que además está empezando a congelar mi preciado continente. Para cuando por fin llego a casa, el señor fornido está tieso como un odre de porcelana. Gélida, la mano se me pega a su piel, esto pasa cuando tocas hielo. Casi no la siento, la carne de la mano, por el frío; por eso cuando tras cruzar el descansillo de mi casa y a medio subir las escaleras, no me doy cuenta de que parte de este hielo se está licuando, y se me escurre, horror, mi continente aún congelado cae al suelo, escalones abajo, horror, esquirlas, estruendo, puñados de hielo cortante volando por los aires, piernas y brazos vaciando su preciado y eléctrico contenido.

Sólo he conseguido salvar la cabeza, rota por el cuello, invertida para que no se derrame el líquido azul. No es líquido, está hecho todo como de barritas luminiscentes, secas, pero el hecho es que se comporta como un fluido. Se adapta a la forma de su continente, y tiende a expandirse por el suelo, y desperdiciarse estúpidamente cuando no encuentra una barrera que lo contenga.

Sacudido por la irreparable pérdida, entro en mi casa y me acurruco en el sillón, sosteniendo la cabeza del revés, llena de fluido azul luminiscente. Busco un soporte sobre el que poder colocarla sin que vuelque, e introduzco el enchufe del ordenador en su interior, para que chupe, sedienta, esta raíz, y se iluminen las lucecitas del monitor.

Contra reloj, no sé cuánto tiempo me durará este mísero coco de líquido azul, si por lo menos tuviera el cuerpo entero... En vano: no hay nadie conectado, ningún comentario, ningún mail, ningún tipo de mensaje.

Nadie actualiza, ya.