lunes, 27 de julio de 2009

El airazo

Despierto tumbado boca arriba, después de la siesta. Sobre mí el cielo blanco, cegador, surcado por bolsas de plástico, toldos, lonas, camisetas, sábanas. En efecto, sopla una ventolera fortísima y bochornosa, como compruebo en cuanto me pongo de pie. Este airazo no sólo arrastra todos estos objetos volátiles que he dicho, desarbolados de sus azoteas originales, también ha hinchado hasta casi reventar mi vela, y eso que sólo estaba a medio izar. La confusión propia del despertar no remite en absoluto, ya que la fuerza de este viento me zarandea la mollera y no me permite razonar como es debido.

Ventarrón implacable que levanta un finísimo polvo de agua, una niebla que me ducha la cara y empapa mis ropas. Y me impide ver bien lo que hay a mi alrededor. No distingo las azoteas entre las que me deslizo, y lo que distingo, no lo reconozco. Pedazos de persiana, tejas, todo vuela peligrosamente por los aires.

Las fuertes corrientes me está acercando a un bloque de apartamentos que en tiempos debió erguirse alto e imponente, porque aún asoman veinte o treinta plantas sobre las aguas. O eso entreveo, la bruma difumina las siluetas y el ulular del viento húmedo me embota los oídos y amortigua hasta los inquietantes crujidos del mástil. Diría, no, debo estar alucinando, pero diría que se ve luz en alguna de las plantas de este mastodóntico bloque. ¿Cómo es posible? ¿Qué fuente de energía utiliza? ¿Eólica, solar tal vez? En cualquier caso me decido a averiguar quién habita este edificio, o a aprovecharme del mismo y fortificarme en él si resulta estar abandonado. Debo ser precavido en cualquier caso, ya que de haber alguien dudo que me reciba amistosamente.

Lástima que no pueda cargar con mi rudimentario escorpión, su peso me arrastraría hasta el fondo sin duda, sólo puedo afianzar una hachuela a mi cinturón y saltar por la borda cuando mi maltrecha azotea se acerca lo bastante al edificio. Con este ventarrón no puedo ni soñar con amarrarla a alguna parte, no me queda otra elección que darla por perdida y no mirar mientras se aleja hasta perderse entre la bruma de esta galerna.

Cuando por fin me llego a la terraza que emerge a ras de agua, encuentro los cristales de sus ventanas ya rotos, probablemente por la simple acción del oleaje. El interior del piso está inundado de modo que queda sólo un metro de aire entre la superficie del agua y el techo, las sillas del comedor flotan, medio podridas, en un líquido estancado, cenagoso. El interior es como digo muy oscuro y no parece estar habitado, evidentemente si alguien hace vida en este edificio lo hará en las plantas superiores, pero necesito encontrar un modo de acceder a las escaleras, ya que no puedo arriesgarme a escalar terraza a terraza con este viento.

Ya me cuesta de hecho trepar al piso superior. Rompo los cristales de las ventanas de la terraza con ayuda de mi hachuela y me deslizo al interior, que también está en penumbra y huele a cueva y humedad. Las plantas de las macetas se han secado y, por el olor, diríase que podrido también, pero por lo menos el piso no está inundado. Es una sensación extraña poner el pie en la alfombra del salón, todo está relativamente intacto y recuerda, de algún modo, a cómo eran las cosas antes de la inundación. Hay sofás, tan mullidos y propicios a la siesta como recordaba, hay estanterías con enciclopedias, fotos de comunión y figuritas de cerámica, hay un televisor apagado, que no se enciende al apretar el botón, como tampoco hacen las lámparas. Tal vez no haya electricidad en los pisos inferiores, los que corren más riesgo de entrar en contacto con el agua, tal vez las luces que ví procedían de velas o fogatas, o eran sencillamente imaginaciones mías. En cualquier caso, me resulta grato ver un cuarto de baño de nuevo, lo primero que hago evidentemente es servirme del retrete, y ésa es probablemente la sensación más intensa de familiaridad, de vuelta al hogar, que he experimentado en semanas. Es como haber estado de vacaciones en un camping cuyas instalaciones dejaran mucho que desear y volver por fin a casa. Pienso en ducharme, pero bien mirado no se trata de una necesidad tan imperiosa como la anterior, así que prosigo mi exploración.

El dormitorio está intacto también, la cama hecha, el armario lleno de ropa y sábanas limpias. Naturalmente, cuando intento salir por la puerta del apartamento me es imposible, está cerrada con llave, sin duda la inundación pilló a sus legítimos ocupantes fuera de casa, de vacaciones lo más seguro, así se explica el vacío de la nevera.

Decido repetir la operación de escalado para acceder a la terraza superior. Nada más romper los cristales me reciben unas fauces llenas de dientes y babas, un perro grande, sucio y famélico, el estruendo del viento me ha impedido oír sus ladridos, y el susto por poco hace que me precipite al agua de nuevo, por suerte reacciono a tiempo asestando en su hocico un hachazo disuasorio que le hace escabullirse corriendo por el pasillo. El olor corrupto de este hogar difiere mucho del anterior, se debe sin duda a las heces y charcos de orín reseco que hay por todo el salón. Avanzo en la penumbra, agazapado y alerta. Apenas distingo la puerta del apartamento me dirijo hacia ella, desde el pasillo en tinieblas oigo gruñir al perro, entreveo a través de la puerta de la cocina una pierna tirada sobre las baldosas, a medio devorar, pero no me quedo a ver más, cierro tras de mí la puerta de un fuerte golpe, más ladridos al otro lado, el perro arañando el barniz de la puerta con sus patas.

Por suerte estoy ya en el descansillo. La visibilidad es prácticamente nula, la poca luz que hay, débil y grisácea, procede de una claraboya situada sobre el hueco de la escalera, a mucha altura. No tardará en oscurecer del todo, pero no puedo precipitarme. No sé qué puedo encontrar más arriba, supervivientes, tal vez, pero debo ser muy cuidadoso en mi acercamiento.

Subo unas diez plantas por las escaleras hasta que por fin encuentro una puerta ligeramente entreabierta, una rendija que suda una luz muy tenue y un hedor desagradable y penetrante. Sonidos, también, me cuesta distinguirlos del aullido del viento, ese zumbido amortiguado y siniestro.

Muy despacio me acerco a la puerta y atisbo por la rendija, pero no veo gran cosa, la luz tiene su origen más allá de un recodo del pasillo. Empujo con cuidado la puerta y empuñando mi hachuela avanzo por el pasillo, eufórico de terror, borracho de sigilo. Intento adivinar qué está sonando, parece una voz distorsionada. El olor, siendo sucio, sudoroso, me resulta familiar. El pasillo está sucio, hay carteles mugrientos, mal clavados en la pared, un colchón lleno de manchas apoyado contra ella, señales de tráfico herrumbrosas, fuera de lugar. La luz procede del salón, y aunque débil y sucia, es continua, no titila como haría si procediese de velas o fuego.

Asomo muy lentamente la cabeza por el quicio de la puerta. El salón está efectivamente iluminado por una mugrienta lamparita eléctrica, una de esas que vendían en esos grandes almacenes suecos de funesto recuerdo, sólo que más sucia. Un tipo fuma tirado en el sofá, y ve la tele, así es, tiene una tele, está viendo en ella una película, no sé cuál, no presto mucha atención a eso. Una alfombra sucia, muebles viejos llenos de cachivaches absurdos, más carteles en las paredes, sábanas cubriendo las ventanas, platos sucios, bolsas de patatas vacías y litronas volcadas encima de la mesa. Reconozco por fin ese olor acre y penetrante, mezcla de humo de marihuana y olor a pie. Me recuerda una barbaridad a ese piso de estudiantes que compartí una vez.

El tipo aún no me ha visto, sigue fumando, absorto en la pantalla. Sólo cuando por fin entro, perplejo, en el salón, parece reparar en mí.

-¿Eh? Ah, hola.

No sé si ha visto mi hachuela, aún la llevo en la mano pero ya no hay fiereza en mi pose, mi espíritu está desarmado y confuso. Cuando me acerco a la sábana que cubre las ventanas para levantarla, me interrumpe:

-Eh, eh, cierra, tío, estoy viendo la peli...

Fuma un poco más, me mira a través de las telarañas de sus ojos rojos e intenta deducir algo del gesto perplejo y cuadriculado que agarrota mi rostro.

-Tú eres amigo de… Venías por…
-No –contesto al fin, mi voz suena ronca tras semanas de silencio, tengo que carraspear vigorosamente- No, en realidad no.
-Ah.

Un nuevo silencio.

-Si vienes a ver a… Está en su cuarto. Creo.
-No, no.
-¿Quieres? –me ofrece de lo que fuma.
-No, no.
-La plantamos nosotros. Está muy bien ¿seguro que no quieres?
-No, mejor no.
-Tenemos seis macetas –declama con orgullo mientras me levanta en el aire los dedos índice, corazón y anular de su mano izquierda- En la bañera. Cultivo hidropónico. Es una gozada.
-¿Cultivo hidropónico?
-Sí, cada tres meses ¡pum! Cosecha. Así no se acaba nunca.
-Hidropónico… -sopeso las posibilidades- ¿No habéis pensado nunca plantar otra cosa? No sé, víveres…
-¿Víveres?
-Sí, tomates, patatas, algo rico en hidratos de carbono.
-…
-…
-Bueno. No sé, si quieres tomates no tienes más que bajar a comprar al supermercado. ¿No? No sé a quién le toca, en realidad. A mí me da un poco igual, la verdad es que no me gusta cocinar, ni fregar, yo me apaño con cualquier cosa, bolsas de patatas fritas, chocolatinas, sopas de sobre… Tenemos un montón. Ahí, mira, en esa estantería.
-¿En esta caja de cartón?
-Esa, sí. Coge la quieras.
-Esto está todo caducado.
-¿Caducado?
-Sí. Hace varios años, de hecho.
-Ah. Eso explica mis diarreas.
-Ya. Oye, eso que ves ¿es la tele?
-No, es una peli. Es el vídeo. La tele no se ve, está rota la antena, se rompió… El año pasado, creo. Tienen que venir a arreglarla, pero…
-¿Y esta radio?
-Sí, esa radio funciona.

La enciendo.

-“Dos muchachas destripadas en Jaén. Han encontrado los cadáveres completamente vaciados en una cuneta. Se sospecha que haya sido un grupo de infectados”.

La apago. Intento digerir todo esto pero no es fácil. En este piso hay luz, electricidad, se reciben transmisiones de radio, y este tipo no parece ser consciente de que su ciudad se ha inundado. Por lo que dice lleva meses sin moverse del sofá, podría ser que no se hubiera dado cuenta, me veo muy tentado de decírselo, de cogerle de las solapas y enseñarle el paisaje, la ciénaga urbana que le rodea, pero me lo impiden mi confusión y una leve forma de lástima. Mis dudas quedan interrumpidas por la entrada de otro sujeto que saluda y se sienta en el sofá, junto a su amigo.

-Hola.

Por toda respuesta me paso la mano por la cara, tirando muy fuerte de mis mejillas hacia abajo.

-¿Eres…? –se da cuenta de que le habla a mi espalda así que se vuelve a su compadre- ¿Es amigo tuyo?
-Eh… No. Creo que es un vecino.

Visto que este dueto de espíritus comatosos puede tardar días en atar cabos por completo, me sacudo la perplejidad que me paraliza y, furioso, arranco las sábanas que ocultaban las ventanas.

-¡Eh, tío! ¡Cierra eso!

La luz del crepúsculo parece demasiado para sus ojos acostumbrados a la luz de una lámpara de lava.

-¡Maldita sea! –les increpo- ¿Es que estáis ciegos? ¿Acaso no sabéis lo que ha pasado?
-…
-¿Lo de la gripe? –adivina uno.
-¡NO! ¡Las aguas! ¡Las aguas han inundado toda la ciudad, todo aquello hasta donde alcanza la vista está ahora anegado por completo, todo rastro de civilización ha sido borrado y los escasos supervivientes nos vemos reducidos a un estado de brutal y despiadada lucha por la supervivencia!

Silencio y rostros inmutables. Más silencio y luego:

-A mí me parece que está todo igual. Desde aquí, desde el sofá, no veo ninguna diferencia.
-Además, eso de la inundación no tiene mucho sentido. Quiero decir, suponiendo que se hubieran derretido los casquetes polares de un día para otro, es imposible que el nivel del mar haya aumentado los seiscientos metros de altura que hay en la meseta…

Desquiciado, enciendo de nuevo la radio y vocifero:

-¡Escuchad, insensatos!
-“El Ministro ha declinado hacer declaraciones acerca de las bandas organizadas de caníbales que asaltan campings en la Costa del Azahar, hasta que se demuestre que efectivamente se encontraban en situación irregular. En otro orden de cosas, hoy se ha inaugurado el nuevo Centro para la Coordinación y Fomento del Tráfico de Órganos, sector en cuyo desarrollo…”
-¿Lo ves? ¡Lo de siempre! No dice nada de ninguna inundación…
-“La orgía presidencial…”
-Si hubiera pasado algo, lo dirían…
-“relojero castrado a machetazos…”
-No sé, creo que este tío nos está gastando una broma.
-“Y ahora, los deportes.”
-¡Está bien! ¡Pudríos en vuestra torre de marfil, si es lo que queréis! ¡No me importa! Os iba a proponer formar parte de mi tripulación, pero creo que me las apañaré mejor solo.

Y al grito de “¡Borregos!” arrojo el transistor contra la pantalla de su televisor, que estalla en una nube de chispas y esquirlas, provocando las quejas de estos dos especimenes.

-¡Eh, tío!

Poseído por una rabia animal, enceguecido, asesto un hachazo en el muslo del primer individuo, que tenía las piernas apoyadas sobre el cenicero de la mesa.

-¡Ah!
-¡Siente el abrasador mordisco de Lo Real, mequetrefe! ¡Nota la diferencia!
-Uff… Como escuece… Oh… Hacía siglos que no miraba al techo del salón… Está lleno de humedades…

Aún embebido de este acceso de ira, profiriendo bramidos, abandono el piso de estos descerebrados cuando el que queda sano se levanta a buscar betadine.

La oscuridad es casi total en el descansillo. El aire, aquí dentro, es opresivo, el olor a cerrado no podría ser más espeso, y necesito respirar. Debe ser el ulular implacable de este viento que me ha vuelto loco, subo como poseso las escaleras, a todo correr, con el canto del hacha fuerzo la puerta que da a la azotea y me asomo, por fin, al exterior.

Fuera sigue la galerna, el huracán, y no ayuda a calmar mis nervios, azota inmisericorde mi cabeza sin darme respiro, me zarandea, creo que es más fuerte aún aquí arriba. Aúlla como un diablo, como el chillido de un diablo, al pasar entre las antenas, arranca parabólicas de cuajo, huele a gasolina, a humo de gasolina.

Pero eso no puede ser el viento. Miro a mi alrededor, me parece oír el gruñido de un motor, entre la ventolera, y no me equivoco, hay un generador, un enorme generador amarillo, traqueteante, escupiendo bocanadas de humo de gasolina, emitiendo calor y ruido, un generador, no puedo equivocarme, es sin duda la fuente de energía que suministra electricidad a la parte superior del bloque. No muy lejos, otra visión me hace estremecer: un enorme tanque de gasolina.

Este humo me emborracha. Parece que hace años que no lo oliera, y es realmente apestoso, pero hay algo embriagador, cerdo y sensual, en el traqueteo loco del generador, en su lascivo toser nubes de humo. Sigo con la vista el recorrido del grueso manojo de cables que salen de sus tripas mecánicas, la mayor parte acaba en un cuadro que sin duda alimenta las plantas superiores, pero hay otros que conducen a un destartalado chamizo en cuyo interior, lo puedo ver a través del mohoso cristal de un ventanuco, hay luz.

La puerta está atrancada, pero no voy a andarme con miramientos. De una patada la abro, y queda vencida, sujeta sólo por una de sus bisagras como diente de leche, batida por el viento despiadado.

El interior del chamizo está iluminado por una potente bombilla de obra, de esas que vienen reforzadas por rejillas de hierro para no romperse. A un palmo de ella suda la frente de un desquiciado de piel lívida, verdosa, y carnes demacradas.

-Proponen incinerar los cadáveres para evitar los contagios, para lo que se ha surtido de lanzallamas a grupos de ciudadanos

Un profeta, consumido de devoción, los ojos inyectados en sangre, la mirada rota, perdida, vidriosa, vocifera ante un micrófono, aferrando con una mano los gruesos auriculares que le cubren las orejas y estrujando con la otra un pollo de goma de forma obsesiva, relamiéndose en el sonido que hace el látex impregnado de sudor al ser retorcido. Ante él, una estación de radioaficionado desde la que transmite, y sobre la que yace un conejo despellejado y cubierto de moscas en el que periódicamente hunde la nariz para aspirar su tufo a putrefacción mientras se manosea los genitales y gime de placer, sin parar en ningún momento su desquiciado discurso.

-Grupos de violadoras octogenarias actúan en masa. El Ministro impone el toque de queda y arroja tetra-briks de leche a la multitud. Bandadas de recién nacidos se arrojan desde el campanario de Almuñecar sin mediar palabra. Una motosierra virgen ataca a su patrón y muere en el posterior tiroteo.

El hedor que emana del chamizo es insoportable, brota a bocanadas intermitentes, removido por el brutal huracán que barre la azotea, la puerta termina por arrancarse de cuajo para salir despedida por los aires, los aires que invaden a empujones el interior del chamizo provocando remolinos, levantando la indecible inmundicia allí dentro acumulada, descubriendo alardes de locura y atrocidad que no cabe describir con palabras.

El Horror. Ese hombre, ese loco, vomitando su horror a las ondas hertzianas, propagando su demencia, la parodia de una civilización reducida al absurdo, el Horror, mayúsculo, imposible de digerir más que de un modo primitivo, ritual, completamente irracional, como un entierro.

Supongo que por eso me dejo llevar por el infernal bramido del viento y descargo mi hacha una y otra vez sobre las carnes cenicientas de aquel tipo, que en ningún momento cesa su verborrea de pesadilla. Para callarle, para borrarle de la faz de la tierra, para hacer como si nunca hubiera existido, supongo que por eso también abro la espita del tanque de gasolina y con un cubo encharco el chamizo y la azotea enteros, para después prenderle fuego, justo antes de saltar al vacío, a un vacío de veinte o treinta plantas sobre la superficie del agua, al que me precipito en el preciso instante en que el tanque de gasolina hace explosión y una monstruosa bola de fuego asola y reduce a un muñón de ruinas humeantes la cúspide de aquel edificio, igualito que en La jungla de cristal.