viernes, 30 de enero de 2009

Los Náufragos de la calle Providencia

Hace mucho que no hablo del trabajo, siendo como fue uno de los pocos temas que a mi pesar y en su momento diera coherencia a esta virtual e infecta plaza. Sé que la llegada a mi lugar de esclavismo, por la novedad, supuso una gran cantidad de indigestos y muy biliosos estímulos que resultaron en una prosa brillante y furibunda, pero como algunos ya saben la trama fue decayendo miserablemente, traicionando las esperanzas de aquellos que deseaban leer aquí la crónica de un asesino en serie que diera su merecido a tanta gentuza ensoberbecida y vil, sin dejar por ello de relatar minuciosamente todo tipo de carnales escaramuzas con mujeres casadas, y abundando al tiempo en instrucciones para convertir objetos y herramientas de uso cotidiano en potentes armas e instrumentos de tortura sexual. La tantas veces retrasada venganza del hombre anónimo sobre las gentes afamadas y las pedantes elites en general(1), cuyos oropeles e indolencias desgarraría con callosa y nervuda mano con la misma furia con que Hulk Hogan se rasgaba las vestiduras.

El único caído, ya lo saben, fue mi aguerrido espíritu. Ahíto el cuerpo merced al menú cotidiano, atrofiado el cerebro por los frecuentes atascos y la repetición continuada de tareas sencillas, me conformaba con poder pagar el alquiler como máxima meta vital.

Afortunadamente, los Hados me sonríen de nuevo, y veo ya cercano el día que me vea por fin en la gélida y puta calle.

Ya he narrado con opípara profusión la decadencia y putrefacsis de la galera oficina en la que hago vida, en forma de alegoría náutica. Ya pudrí aquellas cuadernas y las cubrí de percebes, tentáculos y algas negras, llegué incluso a hundir aquella nave, antes de tiempo y por puro aburrimiento. Hundía únicamente el símbolo, claro, no la propia prisión laboral en la que cumplo condena, cuya corrupción aún continúa, rebasando todo tipo de frontera imaginable.

Primero apagaron una bombilla de cada dos. Luego redujeron el menú a plato único, consistente en unas grises gachas de sabor anodino, trivial y solipsista. Últimamente, y tras haber despedido a las señoras de la limpieza, nos obligan a fregar las letrinas por turnos. Y la guinda final: la mudanza a un sórdido semisótano lleno de cal y telarañas, sito en las bodegas del buque insignia del infame pirata Cogesable. Allí nos hacinamos desde hace poco, en un penoso ambiente de biblioteca carcelaria. Mi nuevo escritorio está situado en un rincón, bajo un bote sifónico que ocupa el lugar donde debería estar mi cabeza, con lo que me veo obligado a teclear con la barbilla rozando el teclado, sin poder ver lo que estoy escribiendo. Trabajo al tacto.

Lo milagroso es que el comodoro timorato, ese almirante para nada que gobernaba la metafórica nave hundiente, ha llegado a sublimar su incompetencia hasta rozar el Acto Poético. Como obedeciendo un mandato surrealista, en ningún momento del traslado ha llegado a pronunciar la palabra “mudanza”. Desde el principio la negó, a pesar de que múltiples fuentes corroboraban el rumor. De hecho, cuando se le planteó directamente y a la cara, sólo supo responder preguntando Pero ¿quién os ha dicho eso? Ya me enteraré y os digo si hay algo. Más adelante, cuando recorría la galera oficina contando armarios y tomando medidas a las mesas, se le planteó de nuevo en reunión:

-Entonces hay mudanza ¿no?
-¿Cómo? Me extraña mucho… Procuraré informarme y os tendré al tanto.
-Pero eso de contar los armarios y medir las mesas, entonces ¿a qué se debe?
-¿Contar los armarios? ¿Quién os ha dicho eso?
-Lo estabas haciendo hoy por la mañana…
-Eh... Procuraré informarme sobre eso también.
-Perdón… No sé muy bien cómo plantear esto sin que suene violento, pero ya no puedo ignorarlo por más tiempo. Llevas los pantalones bajados desde que ha empezado la reunión.
-¿Cómo? ¿Quién os lo ha dicho?


(1) Nótese la paradoja intrínseca, pues la propia frase es pedante. “Pedante”, de hecho, es una palabra pedante. Lo normal es utilizar en su lugar términos más generales como “imbécil”, “gilipollas” o “estirado” todo lo más. Todos insultos que me han llovido como heces celestiales en gran cantidad de ocasiones.

Hay mucha gente que no comparte mi vicio por ese empalagoso dulce de abuela que es la palabra apolillada, y encuentran su uso churrigueresco y afrentoso, cuando es a todas luces evidente que al oír pronunciar vocablos mágicos como buró o secreter debieran postrarse arrebolados, tomada el alma al asalto por un amor de sublime atrocidad.

martes, 27 de enero de 2009

Arremangándome


Tengo un hábito bastante desagradable que consiste en acudir los viernes a la hora de comer a una hamburguesería de nombre por todos conocido. Detesto la pitanza inmunda que allí sirven, pero por alguna grotesca razón encuentro la experiencia edificante. Como algunos ya sabrán, encuentro un morboso placer al rebozarme en todo tipo de oprobios y bochornos, no dudando en enterrar la cara y aspirar hondo la entrepierna de cualquier meretriz que se me cruce, por muy fofos y sudados que tenga los muslos.

Esta búsqueda de emociones feas y repugnantes se debe, como es lógico, a la ausencia total de sucesos significativos o interesantes en mi vida cotidiana. Ya de muchacho, aburrido de la vida en superficie, me internaba por las cloacas armado tan sólo con una linterna, por eso se comprende que ahora, hombre hecho y desecho, me infiltre en estas sórdidas expendedurías.

Me infiltro, sí. La sensación es comparable a entrar en comisaría vestido con un uniforme, previamente robado a un policía cuyo cuerpo en calzoncillos y camiseta de tirantes hubiera abandonado en una cuneta al azar. Saludar a sus compañeros con una sonrisa de falsa franqueza, entrar en el cuarto de fumar y ponerme un café como si tal cosa, entablando conversación con los agentes que allí estuvieren.

Naturalmente entrar en la hamburguesería es menos arriesgado, pero igualmente el pulso se me acelera, me pongo en guardia y quieto como una estatua observo a mi alrededor para recabar el máximo de información posible, procurando no ser detectado como el elemento intruso que soy. Descubro que el tipo de clientela que allí acude es mucho más variado de lo que cabría suponer. Papá y mamá se besan con labios brillantes de mayonesa en la misma mesa donde sus retoños de entre dos y cuatro años engullen, digieren y metabolizan esta carne de dudosa procedencia, que así y todo será la materia prima de su crecimiento. Sus huesos, venas y cerebros estarán hechos de la misma carne de horca que ahora comen.

Acné. Mucho acné. Si algo es común a todos los clientes de este local es su aspecto aceitoso y granujiento. Pero no sólo jóvenes de físico desgarbado y bigotes de pelusa, también señores de traje. No muy mayores, es verdad, pero con el maletín al lado del papel arrugado que les sirve de plato. De alguna manera se descubre así el engaño, la ilusión de éxito que emana de su corbata se desvanece, revelándose como por ensalmo su indigencia vital.

También parejas adolescentes, el novio dotado de una ridícula y ostentosa gorra-visera trufada de baratijas y tachuelas, ella en el apogeo de su vida, los buenos tiempos que añorará más adelante. Catorce, quince, dieciséis años todo lo más, flaca, probablemente guapa si se quitara el maquillaje, abrigo de leopardo, tacones de putilla fina. El tipo de chica que antes de marcharse pasa por el baño y lo vomita todo. O que sólo come media hamburguesa, y deja el resto, orgullosa de sí misma, ignorante de que la alquimia intestinal ya ha empezado a funcionar y no habrá chanel en el mundo que camufle el hedor de los gases producidos en la digestión de esta blasfemia pseudocárnica. Es el hallazgo del día, esta chica, no le quito ojo, le miro las piernas, no parecen humanas sino de maniquí, estoy seguro de que podría cortárselas y venderlas a una mercería para que las expusieran en el escaparate, calzando una media distinta cada día. Seguro que esta idea le encanta, a ella, se sentiría halagada aunque se lo propusiera serrucho en mano.

Por supuesto le miro el culo, imbuido del espíritu carnicero y matachín que empaña los cristales del local, la despiezo con la mirada. Esos culos perfectos que se tienen antes de los veinte y ya nunca más. Esos cachetes tersos que vibrarán dentro de un par de horas al ritmo de una andanada de incontenible y nauseabunda flatulencia. Piel de plástico color carne nº 5 (extra de rosa) envolviendo un marasmo de vísceras podridas e inconexas, amontonadas en su interior como en un trastero. Una barbie rellena de morcilla.

Pero ya estoy en el mostrador. En estos tugurios infames le cobran a uno por adelantado, costumbre digna de puta curtida, y entonces toca esperar a que te hagan entrega de la bolsa de papel reglamentaria. Luego, sin mirar lo que te han servido, abandonas ileso el local.

Pienso en tirar el paquete en la primera papelera que encuentre, pero no, he de ser consecuente. Se trata de experimentar a fondo y hasta el final la epifanía del sueño americano, así que me lo subo a casa, lo deposito sobre la mesa y me arremango.

Verdaderamente sabe como aquel coño del verano, a puerto y metales pesados, todo mezclado con mayonesa, salsa barbacoa y algo que podría ser ceniza, o una colilla pisada. Pero no puede quedar nada. Ni una mísera patata, ni un pepinillo, ni un grumo del ketchup de las bolsitas.

La digestión me hace pensar en lo que siente un licántropo al transformarse en lobo. Todo dolor orgánico, nervios y tendones llevados al límite. Pero sobrevivo, y no tardo en evacuar lo engullido en forma de zurullo peculiar. Larguísimo, lo menos treinta centímetros de cilindro arcilloso, de acabado impecable, inusitado fruto de mis entrañas. Maravillado observo cómo el mondongo se desliza por el tobogán de porcelana, etéreo, sin dejar rastro ninguno, y cuando me quiero dar cuenta ha desaparecido, como si nunca hubiera estado allí.


Sólo la bolsa de papel arrugado, las servilletas churretosas y las bolsas de ketchup reventadas evidencian que todo ha pasado realmente, y no ha sido un sueño extraño e inquietante. Pero no puedo negar la evidencia: en su inmersión he visto claramente cómo el chorongo daba un coletazo para impulsarse y culebrear desagüe abajo. Estaba vivo y consciente, y lo que es peor: adiestrado para remontar la cloaca como los salmones y aparecer de nuevo en la cocina de la hamburguesería, listo para ser otra vez frito, bañado en salsa barbacoa y finalmente servido a un cliente satisfecho y reincidente, en un bucle sin fin que gira y gira sobre sí mismo.

Esa es la conclusión:

Ronald MacDonald amaestrando caca.

Demos gracias porque aún no ha encontrado el modo en que la hamburguesa te digiera por dentro, escape a través de tu culo y vuelva al hogar cada vez más gorda, quedando el cliente cada vez más desnutrido.

sábado, 24 de enero de 2009

Menta Polea

Dedicado al dueño de la idea: porterodelantero.

Tenía que verlo funcionar.



jueves, 22 de enero de 2009

Franco sin la "e"




(Dramatización)
Si Francisco Franco Bahamonde no hubiera tenido "e" en su nombre, habría sido bautizado como Francisco Franco Bahamond. Esta pequeña pero fundamental diferencia habría cambiado sin duda el rumbo de su vida, ya que las estilosas y afrancesadas resonancias de su nuevo nombre, repetidas una y otra vez desde pequeñito al pasar lista en clase cada día, habrían forjado su carácter de una muy otra manera.

Muy probablemente habría desechado la carrera militar, y habría ejercido sin duda como croupier en algún casino de Ferrol. Llevaría discretamente pero sin complejos su homosexualidad, quizá manifestada en forma de finísimo pendiente, casi alfiler, en su oreja derecha. El gobierno republicano no habría sido depuesto por él, sino por el propio Hitler, quien habría optado por afianzar el flanco occidental europeo para expandirse después hacia el este. La guerra mundial habría durado quince o veinte años, y hubiera sido especialmente sangrienta en nuestro país, ya que el III Reich, al considerar la península como un nido de peligrosos izquierdistas y afeminados, habría optado por los españoles en lugar de judíos como el pueblo elegido para morir.

El estado de Israel no existiría, en cambio, al finalizar la contienda las Naciones Unidas habrían proclamado que, para compensar a la raza ibérica por todas las atrocidades cometidas contra ella, era de justicia y menester devolverles el Imperio de Ultramar, esto es, toda Centro y Sud América a excepción de Brasil. A día de hoy, España ejercería este Imperio con puño de hierro, habría ya invadido los Estados Unidos y Europa (y Brasil), construyendo un titánico muro en los Urales para defenderse del chino.
Paradójicamente, el sueño del caudillo que sí fue se habría cumplido de esta forma, si el caudillo que no fue se hubiera reconciliado con su homosexualidad, abandonando sus irrealizables delirios de grandeza y beatificación.

La lección es evidente: perseguir un ideal (o en general cualquier propósito) sólo consigue el malogro y rompimiento del mismo. Muchas veces es mejor hacerse un ovillo en un rincón y aguardar pacientemente a que las piezas del mundo, en su sempiterno girar y permutar, encajen como a nosotros se nos apetece.

martes, 13 de enero de 2009

¡Huelan mi ano!

De nuevo algo que me prometí no hacer, una póstula al uso, a la manera bloguera, hablando de lo que habla todo el mundo ¡De lo que habla la tele!. Cotorreo y debate de escalera, cháchara barata, temas banales y frívolos como el que hoy nos ocupa: la existencia de Dios. O mejor dicho, la fe y su propaganda.

Y si como digo de eso se trata, de dar la propia opinión igual que el mono chorongo ofrece su ano para su general oliscamiento, ahí va pues el susodicho parecer:

"Desapruebo este tipo de campañas. Desapruebo la defensa de cualquier fe. Desapruebo formular cualquier afirmación, a menos que se contradiga uno inmediatamente después."
Que el mensaje propagado sea cierto no es excusa. Ni siquiera es importante. El mero recurso a la publicidad es una deshonra, un acto propio de seres viles y mezquinos ¡el acabóse moral!¡Pagar por algo que puede perfectamente pintarse sobre una fachada o tatuarse a cuchillo en la piel de otro! Y lo que es peor, admitir que ése es el espacio adecuado para el debate público, que por podrido que esté no debería tener lugar en tan fangosa arena. Habría que volver a la bronca de café, o mejor aún, al foro romano, donde uno podía recurrir a su fiel y herrumbroso gladius cuando la estupidez ajena rebasaba el límite de lo tolerable.

Hoy día no. Hoy toca tragar y poner al mal memo buena cara. Aún recuerdo a aquella vieja que llamó a la puerta del entonces joven de la pústula, ofreciendo folletines pastorales.

-No gracias, no me interesa –dijo el joven de la pústula, en un alarde de moderación y urbanidad.
-Pero –insistió la vieja, muy del Viena Capellanes, tentando su suerte- Pero tú nunca te has parado a pensar ¿quién habrá hecho todo esto?-señalando con un gesto el descansillo desde el que hablaba.
-Esto lo ha hecho la empresa constructora, buena mujer. Alguien debe saber cuántos millones y vidas ha costado, y cuán suculentos han sido sus beneficios. Yo no.
-No, no me refiero sólo al edificio, sino a todo lo que le rodea...
-Todo lo que alcanza mi vista es fruto de la mano del hombre, y dicha mano es movida por hilos de ferocísima codicia. Eso ha sido. Y no me haga abundar en ulteriores extrapolaciones, se lo ruego, porque de tener el mundo autoría alguna, sin duda su artífice se encontraría en búsqueda y captura, bajo los cargos de Suprema Irresponsabilidad o Bromapesadismo Intolerable. Ahora váyase o haré trizas su fe como quien machaca un cacahuet.

Lo cierto es que me da lástima la gente que va llamando a las puertas. Exponerse a una agresión o algo peor, a su avanzada (o peor: tierna) edad. Si por casualidad alguno de ustedes se ve obligado a ejercer tal actividad, ni se les ocurra ir desarmados. Si no disponen de armas de fuego o su posesión está prohibida en su país, lleven siempre un “cutter” o una pistola de agua rellena de lejía con la que disparar a los ojos de su agresor. Si el agresor lleva gafas, quítenselas a toda cosa (muchas veces un manotazo bastará) písenlas una vez en el suelo, y le tendrán a su merced.

Eso es conocimiento práctico. Eso es una idea útil, conectada con el mundo real.

Ya digo que me jode que vengan a casa a intentar estafarme con la excusa del Altísimo, por lo mismo que no tolero que me inunde una hedionda plétora de mensajes interesados cada vez que piso la calle o escucho mi transistor. Es por ello que me llena de bilis y rencor esta campaña que pretende inculcarme la fe opuesta a la que ya tratara de venderme aquella pobre desgraciada.

Y si el propósito de la campaña es poner en solfa creencias absurdas, sería mucho más pertinente cuestionar esa inacabable serie de verdades que como puños se nos introducen por vía anorrectal, con el propósito de palparnos las meninges y oprimillas férreamente, para así controlar nuestras mentes a la manera del ventrílocuo e imputar a nuestra boca sus palabras.


El empleo dignifica.

El esfuerzo se ve recompensado.

La bondad se paga con bondad.

El amor da sentido a la vida.

Tengo todo el tiempo del mundo.

Si uno no busca problemas, no tendrá problemas.

Seré mejor padre que mi padre.

Los pastores de los humanos rebaños nos aman y quieren nuestro bien, antes que su propio beneficio.

La policía sirve y protege.

El ejército defiende.

Los médicos curan.

La droga pasa factura.

El delito no compensa.

Los jueces imparten justicia.

Hay uno o varios dioses, y todos me aman.

Los medios informan con neutralidad acerca de los temas que son relevantes para mi vida.

La televisión educa, informa y entretiene. De ninguna manera hace fortuna vendiendo a precio de oro el tiempo de quienes la observan.

La publicidad no miente.

Con el tiempo seré feliz, rico, famoso, o todo a la vez.

Cuanto antes me meta en una hipoteca, antes saldré de ella.

La usura no existe.

La humanidad progresa.

La guerra ha existido siempre, pero jamás seré reclutado para ir a ninguna.

Una vez se alcanza un lugar confortable en sociedad, ya nunca se pierde.

Se puede convencer a un imbécil de que sus argumentos son erróneos.

En los bares se liga.

La esclavitud es cosa del pasado.

Tu hijo es tuyo.

Tengo derecho a un coche, una casa y una familia que cuide de mí cuando sea anciano y viva en plácida e indolora jubilación. Las residencias de ancianos son para mis padres, no para mí.

Yo soy bueno y llevo razón.

Las mujeres viven oprimidas por los hombres, salvo las mujeres blancas, que oprimen a las negras. La opresión siempre se da entre esclavos de primera y segunda clase, nunca se ha observado entre amo y esclavo.

El amo da trabajo al esclavo, no al revés. Lo valioso no es el fruto del trabajo, sino la tarea por hacer. Nadie sabría qué hacer si no se lo dijeran.

La riqueza se gana merecidamente. Sólo un pequeño porcentaje se hereda.

Todo el mundo puede ser millonario.

No veo cómo viven los ricos porque los ricos no existen más que en las revistas, no porque se mantengan herméticamente aislados de mí.

El consumidor es el rey, los fabricantes le sirven, se pliegan a sus deseos y jamás le imponen productos que no necesita.

El mercado se regula solo mediante la ley de la oferta y la demanda: cuando un precio está demasiado alto, los bancos imprimen el dinero que te falta y te lo dan.

El poder lo es con mi permiso, me ama y cuida de mí. Conozco los rostros de todos aquellos que gobiernan mi destino, y todos sonríen. A veces incluso ríen a carcajadas mientras me señalan con el dedo…

Sé que me arriesgo a ser tachado de nihilista gruñón y pendenciero, a que me tilden de huraño, hosco, eremita, cascarrabias, desgraciado o algo peor. Es por ello que finalizo con una propuesta constructiva:

En oposición a todos estos valores corruptos y dignos de un mediocre, existen aún algunos reductos donde el espíritu aguerrido puede guarecerse. Y es que nada de lo que he hablado hasta ahora es realmente importante.

Sólo la comida es importante.

Prueben a pasar hambre, ya verán qué pronto pierden todo rastro de intelecto o alma inmortal y se convierten en una fiera famélica sin moral ni principios. Hay que verse cara a cara con el instinto de supervivencia, de vez en cuando. Se le quitan a uno las tonterías.

Ruego por tanto que quien quiera discutir lo que aquí digo, ayune durante dos semanas (¡hambre de quince días! me decía mi abuela cada vez que aborrecía alguno de sus platos de postguerra)

A quien ésto haga, le daré la razón diga lo que diga.

sábado, 3 de enero de 2009

Lo suyo de la vesícula

La señora mayor del Opus mira su reló, sale del Viena Capellanes y duerme bajo un crucifijo. Piensa cosas. Piensa en aquella prima monja que se metió una figurita de San Pancracio por el chocho, y luego lo negaba, claro, incluso cuando le enseñaron la radiografía con el San Pancracio dentro. Es la típica anécdota de hospital. Aunque a ella, claro, no le ha pasado. Qué vergüenza, dios mío.

Tiene que ir al hospital, ella, por lo suyo de la vesícula. Acude a Urgencias después de ir a misa y odiar a todo el mundo, y allí se encuentra con un veinteañero celador que le atiende aquejado de una terrible resaca. Demacrado, pudriendo su juventud. Es el joven de la pústula. Ofrece a la señora una silla de ruedas, ella se niega, la coge del brazo para acompañarla, furiosamente se suelta, ella. Hueles a vinazo, miserable, le esputa.

La resaca es una suerte de iluminación, un satori perpetuo, lo que debió sentir Buda debajo del árbol aquel. Una resaca de la hostia, sí señor. Nada importa. Estás en paz con el mundo, vacío de deseos, no tienes sufrimiento. Aunque sí tienes sufrimiento, claro, lo que pasa es que lo finges para que no se diga en el trabajo que eres un borracho mugriento. Le das el volante a la apolillada señora del Opus y la dejas atrás, que se vaya. Tú te vuelves a las plantas inferiores del hospital, a fumar pitillos. En cada planta hay una cosa distinta. En alguna ves sangre. Las tripas de alguien, puenteadas, pasándole por encima del ombligo. Cicatrices en el esternón. Luego hay otras plantas, de viejos. Esqueletos rígidos y amarillos, hechos un ovillo en su cama. El joven de la pústula no tiene más de 20 años, por eso se siente extraño de pie ante ellos, tomando consciencia de que un día será él quien yazca agarrotado, dilatando un final cada vez más lento y gradual. Comprende así que una muerte violenta tampoco es tan mala opción.

Luego están los locos. Es la planta de psiquiatría, una mezcla entre hotel y hospital. La mayoría de los allí recluidos parecen normales en comparación, sanos, es algo curioso. Hay uno que cree que todo lo que sale en Star Wars es cierto. Que pasó hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, pero es completamente cierto. Le pasó a gente cuyo físico es, pura casualidad, idéntico al de los actores. También hablan inglés, coincidencia, dice. Defiende sus ideas diciendo que es imposible demostrar lo contrario.

Está la que ve cruces de sangre aparecer en las paredes. A veces, claro, no todo el rato. A veces, las caras de la gente a su alrededor, dice, se transforman y se vuelven demoníacas. No se puede saber si se lo inventa o no.

Está la que, después de bajarse una botella de whisky y un gramo de cocaína un viernes por la noche, intenta suicidarse el sábado. Perfectamente comprensible, por otra parte, yo también querría poner fin a semejante resaca por cualquier medio a mi alcance. Aunque también es un suicido un poco teatrero, ya se sabe, el que se quiere matar se mata, luego hay gente que lo escenifica. Muy lícito también, un ritual como cualquier otro. El caso es que Padre hace caso de la llamada de auxilio de su hija y la interna en la planta de psiquiatría, donde pasará una temporada hasta que cualquier rastro de droga desaparezca de su organismo. Puede haber en tu sangre trazas de THC, por ejemplo, durante un mes después de haberte fumado el último peta. E insisto, hasta que no estés limpio no sales. Te hacen análisis de orina cada día, el joven de la pústula en persona es quien lleva el frasquito. Dicho todo esto, mi opinión acerca del suicidio es: no lo intenten. Y no sólo porque si fracasan les encerrarán en un sitio como aquél: es mucho más práctico fingir la propia muerte, todo el mundo pensará que estás en tus cabales si lo haces, te envidiarán incluso, habida cuenta de lo que se ahorra uno en impuestos al ser dado por muerto.

También los hay agresivos, pero el joven de la pústula sabe manejarlos con engañifas, jugando al despiste. Es la única manera de que no le sacudan a uno. En la planta de psiquiatría hay una pequeña oficina, allí se refugian las enfermeras y pasan la tarde tomando café. Tú, en cambio, tienes que estar fuera, con los locos. Vigilando que cumplan las normas y reduciendo al que se ponga violento. Reducir, algo físicamente imposible para un joven de la pústula de 21 años y 70 kilos, teniendo en cuenta que los pacientes violentos suelen ser precisamente los más grandes y musculados, ex-convictos o aspirantes a serlo. Por eso, digo, el joven de la pústula los maneja. Se finge amigo suyo. Si estás ante alguien más fuerte que tú, es mejor convencerle que intentar imponerse por la fuerza, ya que como digo el otro es más fuerte que tú, y a la hora de la verdad la autoridad del uniforme, creedme, no sirve para nada. También pudo ser cuestión de suerte por lo que no te partieron la cara entonces, joven de la pústula.

El que da miedo de verdad es uno que está muy mal. Oye voces. Y no a cualquiera: oye a Dios. Dios le dice que se arranque los dientes. Y va el tipo y se los arranca. Con los dedos. Dios tiene estos arrebatos, tan pronto te dice que mates a tu primogénito como que te saques los dientes. Son pruebas de fe. Eso es la fe. Arrancarse los dientes porque una voz en tu cabeza te lo dice. Lo cierto es que dejar que lo haga un dentista no es muy diferente. De hecho este enfermo tan grave sólo se hace daño a sí mismo. Es más de lo que el dentista puede decir.

Para evitar que se suiciden utilizando fragmentos de cristal, los espejos de sus cuartos de baño son de plástico. Luego hay cuadritos colgados de la pared de sus habitaciones, con su marco y su lámina de vidrio, ya sabeis cómo son los cuadros, y sí podrían romper ese cristal y usarlo para degollarse a sí mismos o al joven de la pústula. Pero el espejo, eso sí, es de plástico. Por seguridad. Tiene un inconveniente: el plástico no es liso y la imagen que refleja se ve bastante deformada. No soy psiquiatra, desde luego, pero ésa no me parece una idea muy brillante. Algunos pacientes se pasan horas observándose ante esos espejos de parque de atracciones, alucinados. Quizá es el modo en que se convencen de que realmente están enfermos. Un pequeño truco del doctor, para que se dejen ayudar. La pastillita de azúcar, tómela y verá qué bien le hace.

Pero los que más me gustan, con los que más hermanado me siento, son los paranoicos. Gente productiva, todo el rato elaborando hipótesis a cual más ocurrente, buscando la manera de burlar las normas que a mí me toca imponer, como joven de la pústula, celador de psiquiatría a la sazón. Es un juego, claro, polis y cacos, yo vigilo que se cumpla la norma, él busca el modo de burlarla.

Él es el tipo que se cree Star Wars, de hecho.

Si no puede fumar en su cuarto, se busca el escondite más retorcido donde ocultar tres o cuatro pitillos: desenrosca la base de la pata de la cama, y los guarda en el hueco. Podría fumar en el cuarto de juegos (hay un cuarto de juegos, con una tele y revistas, y películas. Tienen La Matanza de Texas, la buena) De hecho, los pacientes de psiquiatría apenas hacen otra cosa que juntarse los 15 o 20 que son y fumar todo el día delante de la tele. Podría fumar ahí, digo, no le hace falta esconder los pitillos en su cuarto, pero ¿dónde estaría la gracia? Luego, en la hora de visitas, delante de los familiares, finge un desmayo en medio del pasillo. Tres días después intenta escapar anudando varias sábanas y descolgándolas por la ventana. La ventana no se abre del todo, está bien pensada, caben las sábanas pero no el paranoico.

A mí me cae muy bien, pero a su compañero de cuarto le da miedo.

Y la más turbadora de todas, una rubia de ojos grandes, guapa, agresiva. No lleva bien estar en observación. Estar en observación es no poder salir del cuarto, no poder salir a fumar. Y si le da el arrebato, se le atan tobillos y muñecas a la cama, por su bien. Es el joven de la pústula quien aferra su muñeca y asegura la sujección, sintiendo un hervir muy extraño en su interior. Lleva media teta fuera del pijama, la rubia, y le mira fijamente a través de su pelo revuelto. Las enfermeras lo ven, claro, y ya no le envían más a esa planta, al joven de la pústula.