La señora mayor del Opus mira su reló, sale del Viena Capellanes y duerme bajo un crucifijo. Piensa cosas. Piensa en aquella prima monja que se metió una figurita de San Pancracio por el chocho, y luego lo negaba, claro, incluso cuando le enseñaron la radiografía con el San Pancracio dentro. Es la típica anécdota de hospital. Aunque a ella, claro, no le ha pasado. Qué vergüenza, dios mío.
Tiene que ir al hospital, ella, por lo suyo de la vesícula. Acude a Urgencias después de ir a misa y odiar a todo el mundo, y allí se encuentra con un veinteañero celador que le atiende aquejado de una terrible resaca. Demacrado, pudriendo su juventud. Es el joven de la pústula. Ofrece a la señora una silla de ruedas, ella se niega, la coge del brazo para acompañarla, furiosamente se suelta, ella. Hueles a vinazo, miserable, le esputa.
La resaca es una suerte de iluminación, un satori perpetuo, lo que debió sentir Buda debajo del árbol aquel. Una resaca de la hostia, sí señor. Nada importa. Estás en paz con el mundo, vacío de deseos, no tienes sufrimiento. Aunque sí tienes sufrimiento, claro, lo que pasa es que lo finges para que no se diga en el trabajo que eres un borracho mugriento. Le das el volante a la apolillada señora del Opus y la dejas atrás, que se vaya. Tú te vuelves a las plantas inferiores del hospital, a fumar pitillos. En cada planta hay una cosa distinta. En alguna ves sangre. Las tripas de alguien, puenteadas, pasándole por encima del ombligo. Cicatrices en el esternón. Luego hay otras plantas, de viejos. Esqueletos rígidos y amarillos, hechos un ovillo en su cama. El joven de la pústula no tiene más de 20 años, por eso se siente extraño de pie ante ellos, tomando consciencia de que un día será él quien yazca agarrotado, dilatando un final cada vez más lento y gradual. Comprende así que una muerte violenta tampoco es tan mala opción.
Luego están los locos. Es la planta de psiquiatría, una mezcla entre hotel y hospital. La mayoría de los allí recluidos parecen normales en comparación, sanos, es algo curioso. Hay uno que cree que todo lo que sale en Star Wars es cierto. Que pasó hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, pero es completamente cierto. Le pasó a gente cuyo físico es, pura casualidad, idéntico al de los actores. También hablan inglés, coincidencia, dice. Defiende sus ideas diciendo que es imposible demostrar lo contrario.
Está la que ve cruces de sangre aparecer en las paredes. A veces, claro, no todo el rato. A veces, las caras de la gente a su alrededor, dice, se transforman y se vuelven demoníacas. No se puede saber si se lo inventa o no.
Está la que, después de bajarse una botella de whisky y un gramo de cocaína un viernes por la noche, intenta suicidarse el sábado. Perfectamente comprensible, por otra parte, yo también querría poner fin a semejante resaca por cualquier medio a mi alcance. Aunque también es un suicido un poco teatrero, ya se sabe, el que se quiere matar se mata, luego hay gente que lo escenifica. Muy lícito también, un ritual como cualquier otro. El caso es que Padre hace caso de la llamada de auxilio de su hija y la interna en la planta de psiquiatría, donde pasará una temporada hasta que cualquier rastro de droga desaparezca de su organismo. Puede haber en tu sangre trazas de THC, por ejemplo, durante un mes después de haberte fumado el último peta. E insisto, hasta que no estés limpio no sales. Te hacen análisis de orina cada día, el joven de la pústula en persona es quien lleva el frasquito. Dicho todo esto, mi opinión acerca del suicidio es: no lo intenten. Y no sólo porque si fracasan les encerrarán en un sitio como aquél: es mucho más práctico fingir la propia muerte, todo el mundo pensará que estás en tus cabales si lo haces, te envidiarán incluso, habida cuenta de lo que se ahorra uno en impuestos al ser dado por muerto.
También los hay agresivos, pero el joven de la pústula sabe manejarlos con engañifas, jugando al despiste. Es la única manera de que no le sacudan a uno. En la planta de psiquiatría hay una pequeña oficina, allí se refugian las enfermeras y pasan la tarde tomando café. Tú, en cambio, tienes que estar fuera, con los locos. Vigilando que cumplan las normas y reduciendo al que se ponga violento. Reducir, algo físicamente imposible para un joven de la pústula de 21 años y 70 kilos, teniendo en cuenta que los pacientes violentos suelen ser precisamente los más grandes y musculados, ex-convictos o aspirantes a serlo. Por eso, digo, el joven de la pústula los maneja. Se finge amigo suyo. Si estás ante alguien más fuerte que tú, es mejor convencerle que intentar imponerse por la fuerza, ya que como digo el otro es más fuerte que tú, y a la hora de la verdad la autoridad del uniforme, creedme, no sirve para nada. También pudo ser cuestión de suerte por lo que no te partieron la cara entonces, joven de la pústula.
El que da miedo de verdad es uno que está muy mal. Oye voces. Y no a cualquiera: oye a Dios. Dios le dice que se arranque los dientes. Y va el tipo y se los arranca. Con los dedos. Dios tiene estos arrebatos, tan pronto te dice que mates a tu primogénito como que te saques los dientes. Son pruebas de fe. Eso es la fe. Arrancarse los dientes porque una voz en tu cabeza te lo dice. Lo cierto es que dejar que lo haga un dentista no es muy diferente. De hecho este enfermo tan grave sólo se hace daño a sí mismo. Es más de lo que el dentista puede decir.
Para evitar que se suiciden utilizando fragmentos de cristal, los espejos de sus cuartos de baño son de plástico. Luego hay cuadritos colgados de la pared de sus habitaciones, con su marco y su lámina de vidrio, ya sabeis cómo son los cuadros, y sí podrían romper ese cristal y usarlo para degollarse a sí mismos o al joven de la pústula. Pero el espejo, eso sí, es de plástico. Por seguridad. Tiene un inconveniente: el plástico no es liso y la imagen que refleja se ve bastante deformada. No soy psiquiatra, desde luego, pero ésa no me parece una idea muy brillante. Algunos pacientes se pasan horas observándose ante esos espejos de parque de atracciones, alucinados. Quizá es el modo en que se convencen de que realmente están enfermos. Un pequeño truco del doctor, para que se dejen ayudar. La pastillita de azúcar, tómela y verá qué bien le hace.
Pero los que más me gustan, con los que más hermanado me siento, son los paranoicos. Gente productiva, todo el rato elaborando hipótesis a cual más ocurrente, buscando la manera de burlar las normas que a mí me toca imponer, como joven de la pústula, celador de psiquiatría a la sazón. Es un juego, claro, polis y cacos, yo vigilo que se cumpla la norma, él busca el modo de burlarla.
Él es el tipo que se cree Star Wars, de hecho.
Si no puede fumar en su cuarto, se busca el escondite más retorcido donde ocultar tres o cuatro pitillos: desenrosca la base de la pata de la cama, y los guarda en el hueco. Podría fumar en el cuarto de juegos (hay un cuarto de juegos, con una tele y revistas, y películas. Tienen La Matanza de Texas, la buena) De hecho, los pacientes de psiquiatría apenas hacen otra cosa que juntarse los 15 o 20 que son y fumar todo el día delante de la tele. Podría fumar ahí, digo, no le hace falta esconder los pitillos en su cuarto, pero ¿dónde estaría la gracia? Luego, en la hora de visitas, delante de los familiares, finge un desmayo en medio del pasillo. Tres días después intenta escapar anudando varias sábanas y descolgándolas por la ventana. La ventana no se abre del todo, está bien pensada, caben las sábanas pero no el paranoico.
A mí me cae muy bien, pero a su compañero de cuarto le da miedo.
Y la más turbadora de todas, una rubia de ojos grandes, guapa, agresiva. No lleva bien estar en observación. Estar en observación es no poder salir del cuarto, no poder salir a fumar. Y si le da el arrebato, se le atan tobillos y muñecas a la cama, por su bien. Es el joven de la pústula quien aferra su muñeca y asegura la sujección, sintiendo un hervir muy extraño en su interior. Lleva media teta fuera del pijama, la rubia, y le mira fijamente a través de su pelo revuelto. Las enfermeras lo ven, claro, y ya no le envían más a esa planta, al joven de la pústula.