Esta búsqueda de emociones feas y repugnantes se debe, como es lógico, a la ausencia total de sucesos significativos o interesantes en mi vida cotidiana. Ya de muchacho, aburrido de la vida en superficie, me internaba por las cloacas armado tan sólo con una linterna, por eso se comprende que ahora, hombre hecho y desecho, me infiltre en estas sórdidas expendedurías.
Me infiltro, sí. La sensación es comparable a entrar en comisaría vestido con un uniforme, previamente robado a un policía cuyo cuerpo en calzoncillos y camiseta de tirantes hubiera abandonado en una cuneta al azar. Saludar a sus compañeros con una sonrisa de falsa franqueza, entrar en el cuarto de fumar y ponerme un café como si tal cosa, entablando conversación con los agentes que allí estuvieren.
Naturalmente entrar en la hamburguesería es menos arriesgado, pero igualmente el pulso se me acelera, me pongo en guardia y quieto como una estatua observo a mi alrededor para recabar el máximo de información posible, procurando no ser detectado como el elemento intruso que soy. Descubro que el tipo de clientela que allí acude es mucho más variado de lo que cabría suponer. Papá y mamá se besan con labios brillantes de mayonesa en la misma mesa donde sus retoños de entre dos y cuatro años engullen, digieren y metabolizan esta carne de dudosa procedencia, que así y todo será la materia prima de su crecimiento. Sus huesos, venas y cerebros estarán hechos de la misma carne de horca que ahora comen.
Acné. Mucho acné. Si algo es común a todos los clientes de este local es su aspecto aceitoso y granujiento. Pero no sólo jóvenes de físico desgarbado y bigotes de pelusa, también señores de traje. No muy mayores, es verdad, pero con el maletín al lado del papel arrugado que les sirve de plato. De alguna manera se descubre así el engaño, la ilusión de éxito que emana de su corbata se desvanece, revelándose como por ensalmo su indigencia vital.
También parejas adolescentes, el novio dotado de una ridícula y ostentosa gorra-visera trufada de baratijas y tachuelas, ella en el apogeo de su vida, los buenos tiempos que añorará más adelante. Catorce, quince, dieciséis años todo lo más, flaca, probablemente guapa si se quitara el maquillaje, abrigo de leopardo, tacones de putilla fina. El tipo de chica que antes de marcharse pasa por el baño y lo vomita todo. O que sólo come media hamburguesa, y deja el resto, orgullosa de sí misma, ignorante de que la alquimia intestinal ya ha empezado a funcionar y no habrá chanel en el mundo que camufle el hedor de los gases producidos en la digestión de esta blasfemia pseudocárnica. Es el hallazgo del día, esta chica, no le quito ojo, le miro las piernas, no parecen humanas sino de maniquí, estoy seguro de que podría cortárselas y venderlas a una mercería para que las expusieran en el escaparate, calzando una media distinta cada día. Seguro que esta idea le encanta, a ella, se sentiría halagada aunque se lo propusiera serrucho en mano.
Por supuesto le miro el culo, imbuido del espíritu carnicero y matachín que empaña los cristales del local, la despiezo con la mirada. Esos culos perfectos que se tienen antes de los veinte y ya nunca más. Esos cachetes tersos que vibrarán dentro de un par de horas al ritmo de una andanada de incontenible y nauseabunda flatulencia. Piel de plástico color carne nº 5 (extra de rosa) envolviendo un marasmo de vísceras podridas e inconexas, amontonadas en su interior como en un trastero. Una barbie rellena de morcilla.
Pero ya estoy en el mostrador. En estos tugurios infames le cobran a uno por adelantado, costumbre digna de puta curtida, y entonces toca esperar a que te hagan entrega de la bolsa de papel reglamentaria. Luego, sin mirar lo que te han servido, abandonas ileso el local.
Pienso en tirar el paquete en la primera papelera que encuentre, pero no, he de ser consecuente. Se trata de experimentar a fondo y hasta el final la epifanía del sueño americano, así que me lo subo a casa, lo deposito sobre la mesa y me arremango.
Verdaderamente sabe como aquel coño del verano, a puerto y metales pesados, todo mezclado con mayonesa, salsa barbacoa y algo que podría ser ceniza, o una colilla pisada. Pero no puede quedar nada. Ni una mísera patata, ni un pepinillo, ni un grumo del ketchup de las bolsitas.
La digestión me hace pensar en lo que siente un licántropo al transformarse en lobo. Todo dolor orgánico, nervios y tendones llevados al límite. Pero sobrevivo, y no tardo en evacuar lo engullido en forma de zurullo peculiar. Larguísimo, lo menos treinta centímetros de cilindro arcilloso, de acabado impecable, inusitado fruto de mis entrañas. Maravillado observo cómo el mondongo se desliza por el tobogán de porcelana, etéreo, sin dejar rastro ninguno, y cuando me quiero dar cuenta ha desaparecido, como si nunca hubiera estado allí.
Sólo la bolsa de papel arrugado, las servilletas churretosas y las bolsas de ketchup reventadas evidencian que todo ha pasado realmente, y no ha sido un sueño extraño e inquietante. Pero no puedo negar la evidencia: en su inmersión he visto claramente cómo el chorongo daba un coletazo para impulsarse y culebrear desagüe abajo. Estaba vivo y consciente, y lo que es peor: adiestrado para remontar la cloaca como los salmones y aparecer de nuevo en la cocina de la hamburguesería, listo para ser otra vez frito, bañado en salsa barbacoa y finalmente servido a un cliente satisfecho y reincidente, en un bucle sin fin que gira y gira sobre sí mismo.
Esa es la conclusión:
Ronald MacDonald amaestrando caca.
Demos gracias porque aún no ha encontrado el modo en que la hamburguesa te digiera por dentro, escape a través de tu culo y vuelva al hogar cada vez más gorda, quedando el cliente cada vez más desnutrido.