sábado, 31 de mayo de 2008

Callo Malhallo

Afortunadamente, uno de los beneficios del natural avejentarse que en menos de un mes hará de mí insolvente treintañero es que la carne tiene ya más callo que otra cosa, y la sangre corre sucia, espesa y con tropezones en las venas. Lo que quiere decir que uno siente y padece cada vez menos las cosas, por ello descubro una semana después que el enamoramiento que temía padecer se ha diluido sin mayores consecuencias y con gran alivio para mi ánimo.

No es ello óbice para que yo acompañe a la envra en cuestión, por conocer a sus amigas, sobre todo, quienes resultan ser todas espléndidas jovencitas. Si hay algo que me guste de fingirme novio es el caudal de depravada perversión que subyace a todo tipo de charlas, roces y miradas con estas amigas de la interfecta. Resulta que por puro aburrimiento el otro día salí a la calle y me animé a acompañar como digo a la envra en cuestión a un evento concierto bastante lamentable, idea ésta que, debo admitirlo, me costó asimilar en un principio. Pasé el viaje en metro considerando cómo habría de comportarme en tal situación, habida cuenta de que de toda la vida, cuando me he visto en festivas coyunturas, jamás he logrado contener el alzamiento de mi labio superior, deseoso de enseñar los colmillos en señal de repulsa. Vino en mi auxilio una vez más la añosa experiencia, a la que últimamente no veo sino ventajas (salvo quizá la ya mentada flojera de miembro y mi incipiente demencia senil) y que esta vez se manifestaba en forma de psicótico delirio, pues en yendo en el vagón, aparecióseme el espectro de Hunter S. Toshiba o no sé qué (aquel escritorzuelo de Kentucky que cultivare la novela rosa) para asesorarme acerca del modo en que me habría de conducir. Al hecho de que mi inglés es harto deficiente sumábase que este señor tiene el acento francamente cerrado, y le huele el aliento a heces y aguarrás, pero aun así algo pude sacar en claro de su balbuciente perorata y para cuando por fin llegué al evento concierto, traía yo el humor en su justo temple y caminaba dotado del adminículo sombrero que el señor Toshiba me dejare en préstamo, aditamento que dábame un aspecto asaz vacilón.

Siguiendo los consejos del señor Toshiba, lo primero que hice al entrar en la sala ritual fue acodarme en la barra, ignorando absolutamente a mis acompañantes, y pedir a la camarera seis margaritas y seis cervezas. Cuando aquélla ofrecióse a llevar las bebidas a una mesa, entendiendo que el pedido era para la envra en cuestión y sus amigas, el señor Toshiba giróse sobre el taburete sobre el que, sentado, trasegaba Wild Turkeys en la barra. Susurróme al oído lo que debía decir, y yo lo repetí al punto y sin dudar:

-No creo haber mentado mesa alguna. He pedido seis margaritas y seis cervezas para bebérmelo todo aquí y ahora, y si dios quiere vomitar al poco rato en el regazo de alguna desconocida ¿Acaso le parece mal?

Al tiempo que decía todo ello me había encaramado a la barra y abofeteaba el rostro de la camarera como quien sacude una estera, esta vez sí por iniciativa propia y para agradar a mi espectro mentor, quien efectivamente prorrumpió en cazalleros bravos y carcajadas. El puñetazo que a cambio me propinare el orondo matón que hacía las veces de gorila hizo que el señor Toshiba se desvaneciera de golpe y yo cayera al mugriento y pegajoso floor, para levantarme dolorido y escupiendo colillas pisoteadas. Aun así, me pusieron la bebida.

La envra en cuestión, que a la luz de los acontecimientos parecía colegir por fin que yo no era del todo trigo limpio, me miraba tomado el gesto de espanto y horror, ponderando, ahora sí, el peligro a que se había expuesto yaciendo conmigo. Encogíme de hombros como toda deferencia y me dispuse a lanzar una moneda al aire para decidir si empezaba por una cerveza o por un margarita, porque lo que sí tenía claro es que iría alternando. Al hurgarme los bolsillos en busca del vil metal encontré que los sietes de mis pantalones que habitualmente dejan al descubierto mi ropa interior cuando no mi genitalidad habíanse expandido en avanzadilla, deshilachando la tela que mantenía a buen recaudo no sólo mi vil metal, sino también las llaves de mi casa y coche, el tabaco y el mechero y mi teléfono celular. Todas mis posesiones habíanse deslizado pernera abajo, no cabía duda alguna, porque en su momento tomé esta cosquilleante sensación como síntoma de que me estaba orinando encima.

La pérdida era así absoluta, dado que me había gastado en pagar la alcohólica docena el único billete de cincuenta que he manejado en mi vida. Debí padecer entonces un ataque de terror pánico, pero no fue así, y es que no hay que olvidar que disponía aún de cuatro margaritas y cinco cervezas para llenarme el buche mientras observaba a mi alrededor, acariciándome el palpitoso dolor de la mejilla donde el orondo matón me hiciere catacroc.

El evento concierto era claramente temático, o tribal, no sé cómo definir estas cosas. Había por doquiera jóvenos y jóvenas greñudos y nada lampiños, que agitaban la cabeza en lo que pareciera ser competición por ver quién tenía la rasta más larga. El que pareciera macho dominante lo era en virtud de su acertada decisión de usar colas de gato para confeccionar el su postizo capilar. No me entretuve mucho en observar a los ellos de esta especie, como es comprensible mi analítico escrutinio volcóse en las hembras, asaz rastudas y ataviadas con pantalones a rayas y otros harapos, y bellas en gran número, y de profundo y penetrante aroma. No quisiera que se me malinterprete, no tengo nada en contra de no lavarse, y recibo con una sonrisa cualquier porro que se me pase, antes bien, parecían ser ellos los que názimente intoleraban mi aspecto avejentado y cariacontecido, y mi poco cívica costumbre de escupir a los pies de las personas. Claro que si no los llevaran descalzos…

El clímax surrealista de la noche fue sin duda el momento en que uno de los múltiples grupos que se turnaban en el escenario, concretamente una comparsa de sambistas, acometió un tema construido sobre aznárica declaración, la cual emitían en su totalidad a modo de introito, para despiezalla más adelante y usar únicamente incs, dops y lalalás sincronizados con la música. No dudo que el propósito de la tonadilla era hacer escarnio a la vez que denuncia de tan nauseabundo personaje (quien de poder oír la pieza se revolvería en su tumba) pero me pareció de pésimo gusto que se me obligare a escuchar tal voz estando como estaba pasando un buen rato, cómodamente acodado en la barra y trasegando el quinto margarita, cuarta cerveza. Estimé como medida punitiva y conveniente, a la vez que proporcionada al perjuicio causado por la escucha de aquel indigesto sonido, arrojar uno tras otro los cuatro tercios que ya había acabado, de suerte que uno de ellos alcanzó la ensombrerada cabeza del mediocre cantante, quien se desplomó sobre el escenario y sangró en abundancia.

Incomprensiblemente sólo se oyó mi risa, que merced a la cantidad de licuores espirituosos que había ingerido tenía bastante de floja. Por eso costóme componer un semblante de la gravedad apropiada cuando la turba muchedumbre se dispuso a hacerme linchamiento colgándome de una tramoya que cruzaba el techo y que, de puro herrumbrosa, vencióse resquebrajada apenas patearon el altar taburete al que me habían alzado, sin que el tirón de la soga en mi cuello me provocare más que una afonía temporal y la invaginación de la nuez.

La tramoya debía ser de carga, porque la sala empezó a derrumbarse al punto, y cayeron cascotes y se levantaron polvaredas en un estruendo inconcebible de alaridos, pétreos impactos, óseos crujidos y astillarse de guitarras.

Cuando recobré la conciencia estaba dentro de un taxi, el espumarajo secándose en la comisura del labio, tumbado sobre el regazo de la envra en cuestión, quien me acariciaba el maltrecho cráneo y se disponía a llevarme a mi casa para, previsiblemente, acometer un nuevo y vano intento de coyunda. Volvíme a desvanecer, desesperado, y es que después de eso no se me ocurría ya modo alguno en que desembarazarme de tan latosa consorte.

viernes, 30 de mayo de 2008

Folgando con el rabo blando

Hacía tiempo que no salía a beber por los sórdidos arrabales de esta urbe católica y putrefacta, pero no pude posponer por más tiempo mis deberes para con amigos de muchos años atrás que, habiéndome reclamado en infinidad de ocasiones y habiéndoles yo hecho el vacío cuántico no cogiendo sus llamadas, se veían tentados de aborrecerme de una vez por todas. Era ésta circunstancia que yo no puedo permitirme, pues si un día tiene lugar mi ansiada manumisión y me veo en la gélida y puta calle habré de recurrir a estos individuos, que son mi único contacto con la sociedad de los humanos. Jugaba así vilmente mis cartas, infectada mi conducta por el morbo mercantil de que me rodeo a diario, sin sospechar que mi ruin actitud veríase recompensada sin merecimiento ninguno.

Debí sospechar que aquella noche me deparaba sorpresas porque, en aquel lóbrego descampado donde dimos cuenta en total de seis litronas, compartiendo salivas y otras mononucleosis, y comimos de un mismo plato de plástico e indistinta cuchara, la novia de un amigo me pidió que le diera de la misma como se les da a los niños chicos, haciendo el avión, con el morboso temblor que eso produjo en mi bajo vientre, pues no era esta novia un niño chico precisamente, sino una hermosa y carnal mujer cuya exótica e incuestionable belleza no describiré, por temor de que el interfecto novio lea estas líneas y resuelva darme muerte.

Entonces no di mayor importancia a aquel augurio. Más adelante, en otro lugar y habiéndonos dejado ya la pareja, pero estando yo acompañado aún por uno de estos amigos de muchos años atrás, se nos unió otro de no menor antigüedad y peculiar carácter, quien vino acompañado de dos desconocidas. No tardó en agregarse un simpático que pasaba por allí y peroraba verborreico.

Naturalmente mi atención se centraba en las dos desconocidas, quienes despertaron mi aletargado impulso sexual, que antaño fuera mi único norte y hogaño parecía desperezarse y bostezar felino, abrir los ojos por primera vez en mucho tiempo y disponerse a retomar su posición privilegiada en mi cadena trófica particular. Una de ellas era una hermosa indígena que pilotaba una silla de ruedas, mientras que la otra, estando en disposición de utilizar todas sus extremidades, tenía también moruna la tez, y negros los ojos y el pelo.

Cuando sí debí atar cabos del todo fue en el momento en que el amigo de no menor antigüedad y peculiar carácter inclinóse sobre la silla de ruedas de la hermosa indígena y besóla en los morros. Es cierto que este amigo no es de muy elevada talla, pero aún así había de agacharse para alcanzalle la boca, y componía una sugerente imagen, apoyando las manos en los reposabrazos del asiento vehículo en síntoma de intimidad.

El caso es que bebimos durante un rato, en el que la otra desconocida hizo pedazos un folio y, utilizándolos a modo de viñeta, dibujó en ellos una historia de la que apenas retengo gran cosa. Reparába más bien yo entonces en lo aniñado de su aspecto y voz, ponderando la posibilidad de someterla a intenso fornicio. Una de mis taras personales es que tengo debilidad por aquella gente que se conduce como si jamás hubiera conocido las inmundicias humanas y consigue hacerme olvidar, por un momento, que habitualmente me muevo entre idiotas. Resultó no ser ella natural de allende los mares, sino cacereña, pero tenía el acento raro y en los tiempos que corren lo cierto es que ya no sabe uno a qué atenerse. No es que me importe, claro, y menos entonces: embriagado mi correcto razonar por garrafones y otras espirituosas heces, veía tambalearse mis votos de abstinencia y hacer aguas mi vocación de pajillero.

Resolví armarme de paciencia y esbocé en una servilleta la que de toda la vida ha sido mi estrategia para la seducción: pedir un whisky tras otro y esperar a quedarme solo con la hembra de turno, para tomarla por sorpresa y previsiblemente ebria. Milagrosamente, esta vez la táctica dio resultado y nadie se la llevó en el entretanto. Es verdad que los otros no mostraban mucho interés, uno a uno se fueron yendo, el amigo empujando la silla rodante de la otra, y aún así hube de esperar a que desapareciera de escena un tipo bangladesí de cómico acento que apareció de no se sabe dónde; pero el caso es que por fin quedamos solos, caminando por la calle, y tras un intercambio de miradas que hacía evidente lo que estaba por venir, no me costó mucho aferralla las carnes y gruñir lascivo para acabar lamiendo la lluvia de su cara.

La vuelta en el primer metro de la mañana no fue todo lo romántica y algodonosa que cabe suponer. Ya dije en otra parte que tengo a bien vivir en un barrio de negros y latinos, quienes gustan como nosotros de salir por la noche a corroerse los hígados, y que también vuelven en gran número en el primer metro de la mañana. Siendo mi partenér moruna y de pelo y ojos negros, tomábanla por compatriota suya, y encontraban en extremo afrentoso que viajara en mis rodillas y se retorciera lúbrica. El silencio en un vagón en marcha es imposible, pero aún así me parecía que los gemidos que emitía ella se propagaban hasta el último rincón, provocando unas miradas en el resto de los viajeros que nada tenían que envidiar a la estampa que ofrece un pelotón de fusilamiento.

De todos modos llegamos por fin a mi destartalado hogar, y fingiendo erótico juego, tapé sus ojos para que no viera la inmundicia en que vivo y no se espantare hasta estar ya atrapada en mi sórdida alcoba. Allí procedimos al carnal ayuntamiento, con los desastrosos resultados que a continuación enumeraré.

Bueno, en realidad se resumen en éste: me fue imposible mantener una erección digna de tal nombre. Tuve tiempo de considerar las posibles causas de esta abulia sexual mientras, para salvar los muebles, recurrí al ya manido cunilinguo y me rebajé a la altura de sus caderas para enfrentarme a la hedionda bestia que tenía por coño y sabía a puerto y metales pesados. En comiéndole el barbudo parrús, consideraba yo que tal vez habíame entregado con demasiada pasión a la pornografía, y ahora me era imposible ejecutar el acto sexual como dios manda, con todas sus humedades, chapoteos y fatigas. Divagé, sin que ello estorbara la cadencia de mis babas y lametazos ni el periódico escupir pelos retorcidos, y entre mis cavilaciones brilló esta decepcionante conclusión: mi renegar de la vida, ese refugiarme en ficciones de toda índole me ha enajenado de mi animalidad condenándome a la minusvalía sexual.

Afortunadamente la hembra en cuestión ha demostrado gran presencia de ánimo e incomprensiblemente ha repetido tan lamentable experiencia con igualmente catastróficos resultados no sólo el domingo, sino también el lunes, y el martes, y hoy miércoles también vendrá.

En la espera me entretengo haciendo esta deplorable recapitulación, pero escribo como embobado, y cuando me distraigo me golpean recuerdos de alientos abrasadores, voraces monstruos vaginales, su cara emitiendo un estruendoso alarido sin grito, su boca abierta como fauce leonina, a medio centímetro de mi ojo derecho que empañado se asoma a la garganta hambrienta, réplica de la de más abajo, la carne palpitante, violenta, el fuego de mis entrañas que no sé cómo aplacar sino es mordiendo su carne, apretando su cráneo, usando mis manos de viejo, y la lombriz pusilánime y traidora que me ha dejado en la estacada y sin estaca cuelga péndula entre mis piernas encogiéndose de hombros y diciendo a mí que me registren, yo a esta no la quiero, parece una niña. Calla idiota, le digo, pero es verdad que lo parece, y aún así yo no me puedo resistir a alguien que no sólo no repudia mis pústulas, sino que las acaricia y lame el bubón de mi ingle, y cada dos por tres me desconcierta no sé con qué.

El diagnóstico es claro: me hallo en plena embriaguez erótica, atestadas las venas con el antidepresivo más antiguo y que peor resaca deja. Esto va a acabar muy mal.

jueves, 22 de mayo de 2008

Limpiezas Madrileñas

Volviendo de mi esclavismo he tenido un encuentro que me ha llenado de gozo: ya cogida la M-40, a la altura del paso elevado donde suele haber un par de chiquillos que con gran leticia se dedican a arrojar gruesos peñascos a los coches que bajo ellos pasan, y habiendo sorteado con gran agilidad el gravoso adoquín que a mí me dedicaron, di de bruces contra el culo de una furgoneta decorada de modo asaz peculiar:

En la portezuela trasera izquierda rezaba: INSPECCIÓN DE TUBULARES POR CIRCUITO CERRADO DE TELEVISIÓN mientras que en la derecha había a modo de ilustración una sobrecogedora imagen: el interior de una inmunda cloaca, que a lo lejos adivinábase reventada, y que en su fondo albergaba el fluir de lo que parecía ser un viscoso y sanguinolento mucílago. Maravillado por lo atrevido de semejante publicidad, me vi en la obligación de apretar el acelerador para ponerme a su altura, y así leer el rótulo que adornaba el furgonetesco lateral: Limpiezas Madrileñas S. L. Y bajo ello un teléfono que con gran peligro para mi vida y la de otros logré apuntar en uno de los klínex que llevo en mi churretoso salpicadero. Llevóme varios minutos colegir que la actividad desta organización, seguramente gobernada por hampones, no era otra que la bella arte de la pocería. Ahora, naturalmente, no sé qué hacer, puesto que en mi destartalado hogar no hay que yo sepa tubular alguno que inspeccionar y me es necesario ver en acción a estos profesionales del hozar en fangos y estercoleros, cuyo fetichismo escatológico y audiovisual es sin duda digno de pública exhibición. ¿Cuántas sorpresas y maravillas no habrá por descubrir en dentro de cañerías atascadas, cloacas inundadas, turbios túneles y galerismos en general?

Las mismas que no siendo aceptadas a ras de suelo se ven obligadas a esconder su prodigiosa naturaleza y grotesca aberrancía donde nunca da el sol y siempre huele raro. Si yo mismo sufro al tener que disfrazarme de ciudadano cuando salgo a la calle, y se me tilda de insensato cada vez que muestro mi miembro en público ¿cuántos grotescos y bastardos prodigios no se habrán visto obligados a exiliarse en el subsuelo? No hay que olvidar que Naturaleza repudia la normalidad y la homogenia y, lo prueban las cifras, engendra cada vez mayor número de inadaptados llamados a luchar por su vida en las calles de este mohoso Leviatán, infección del espíritu llamada ciudad.

Descolgué el teléfono de mi mesa de esclavo, aprovechando que la mi jefa sigue aparcada en el mercado francés, ya sin voz de tanto berrear las bondades de su producto. Dicho sea de paso que esta coyuntura me es en extremo propicia, por cuanto siempre he gustado de sobarme los bubones y no hacer cosa productiva alguna. Tan es así que el porcentaje de mi jornada que dedico a ver blogs y hurgar por internet ha alcanzado niveles bochornosos, sin que ello haya tenido consecuencia alguna ni escarmiento sobre mi persona. Lo cual no es sino señal inequívoca de que el Altísimo respalda mi actitud y mi desprecio por Su obra en general y por el pitorreo que es mi vida en particular.

El caso es que he marcado el número de Limpiezas Madrileñas S. L. y he dado la dirección de mi lugar de esclavismo. Cargué todo a nombre de uno de los miembros de la tripulación de quien no sé si he hablado, un alcóholico y cargante facha bastante amariconado.

El plumífero patriota gusta de trasegar pacharanes después de cada comida, y es gran amigo de dar voces cazalleras e impertinentes. Es individuo por lo general molesto y de incómodo trato, pernicioso ejemplo para una mente fácilmente manipulable como la mía. No sé si me tiene por amigo o alberga sórdidas intenciones, nunca se sabe con esta gente del cine.

El caso es que sólo se enterará del mochuelo que le he cargado cuando alguien le exija que explique un gasto fechado el 22 de Mayo de 2008, bajo el concepto Inspección de Tubulares por Circuito Cerrado de Televisión. Tuve la prudencia de organizarlo de forma que cuando por fin llegó la misma furgoneta que yo viera el día anterior, los tres individuos y los artefactos que de ella salieron se ofrecían cómodamente a mi vista, por lo que me dediqué a observalles, apretadas las fosas nasales contra el cristal de la ventana.

Tomaron la tapa de alcantarilla que había en medio de la calzada, precintando la zona, abrieron la trasera de la furgoneta y desplegaron un curioso artefacto, un “Robot acuatico con inclinometro, zoom y cabezal giratorio de 120 grados”, autómata con ruedas que demostró ser ágil y de gráciles derrapes cuando sirviéndose de un mando a distancia lo corrieron por la calle haciendo ochos entre las farolas. No tardaron en recobrar la cordura y con grave semblante se calzaron unos monos de grueso plástico amarillo y máscaras antigás, para proceder al descuelgue del robot cloaca abajo.

Cuando ya estaba convencido de que aquel espectáculo era un fraude, el cable y el cabo que les unían con el explorador autómata dieron tirón harto sospechoso, a causa del cual el operario que sujetare este cordón fue arrastrado cloaca abajo. El espanto de sus compañeros era comprensible, toda vez que un enorme y viscoso tentáculo negro emergió garrudo y constrictor para llevarse consigo a los otros dos, por más que se resistieron al atascarse tanta masa cárnica en el orificio de la alcantarilla.

Me detuve a considerar que quizá estaba empezando a pagar la factura de las drogas, y para cerciorarme volví a mi mesa, dudé un rato, y por fin descolgué el teléfono para pedir una romana con anchoas y una cerveza, que me saldrán gratis si el repartidor no tarda más de treinta minutos en caer en la trampa.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Calma chicha

Mi comportamiento suicida del día ha sido conducir escuchando una selección de temas de la banda sonora de James Bond contra el Dr. No (de entre los que me gustaría destacar el que hace número 32) Pudiera parecer al ojo inexperto que esta conducta difícilmente resultará en muerte, pero a continuación demostraré que es sólo una cuestión de grado. Como quizá sepan, soy gran amigo de llevar las cosas a su extremo y reducirlas al absurdo, y encuentro esta afición reveladora por cuanto que pone al descubierto las ridiculeces y sinsentidos de la vida. Tengo, he de admitirlo, el hábito de realizar experimentos de este tipo, cuando olisqueo la demencia en alguna conducta o hábito socialmente aceptado, sigo el rastro y escarbo perruno la tierra que han puesto de por medio. Y el suelo destripado nunca defrauda, todo lo contrario, el asomo de locura insensata que brotaba dél y agitábase cual culebrilla resulta ser la punta del tentáculo de todo un Cthulhu soterrado.

Decía que es cuestión de grado porque es indispensable que el volumen a que se reproduce la canción sea tal que los altavoces amenacen con ajarse y reventar. Efectivamente, los tambores de guerra y ominosas fanfarrias de hermosísimos temas como el que decía más arriba provocan en el conductor una suerte de euforia berserk que supone un peligro infinitamente superior a una borrachera o fumada, por severas que éstas sean. Así, he podido constatar que, bajo el influjo de la música adecuada, mi proverbial observancia de la ley se desvanece como el humo y hago de mi vehículo misil que pone en evidencia a los demás conductores, endebles manirrotos que sueltan el volante y se cubren la cara al verse rebasados por mi atronadora cafetera. Atronadora por la música, se entiende, no por un motor que suena a tos de octogenario. Es cierto que a más de 110 km/h este mi carro deleznable vibra sobremanera, le bailan todas las juntas y amenaza con desguazarse en plena marcha, pero todo ello no hace sino retroalimentar el vértigo psicópata que provoca la tonadilla bondiana, vértigo que a su vez me impele a mantener el pedal pisado a fondo mientras profiero risotadas dignas de demente.

Pero cuando llego a la nave hundiente donde se ejecuta mi esclavismo, el épico ardor guerrero que corría por mis venas se disuelve envenenado por el olor a oficina que desprende la cubierta del navío. Éste se encuentra amarrado en un sucio y ruidoso puerto francés, sito junto a un mercado do hemos facturado a la indeseable de mi deseable jefa y al comodoro timorato, quien al parecer se dedica a recorrer coqueto el paseo marítimo dotado de una grotesca pamela y sosteniendo en brazos un perrillo repugnante. Mientras, la mi jefa vocea verdulera detrás del astroso tenderete donde se exponen varias de las pinículas que viajaban en la bodega y que ahora se cuecen al sol de Niza. Copias que por cierto me tocó a mí descargar al más puro estilo estibatorio: despotricaba y arrugaba yo entonces el gesto, asqueado por el inmundo hedor que despedían estas herrumbrosas latas, tomadas de orín y moho de tanto esperar amontonadas en las tripas a medio inundar del barco. Consolábame a mí mismo como conviene a mi carácter de natural pajillero, recordando que invitafantas más nobles que yo hánse visto en semejante circunstancia.

Sobre la cubierta, al no haber capitán, los miembros de la tripulación huelgan y se entregan al tedio, y yo encuentro que es buen momento para escribir a la familia.


"Estimada Sancta Mater,

Los días transcurren podridos de molicie en esta prisión náutica en la que por tu culpa me veo recluido. He estado leyendo y documentándome, y me encuentro en posesión algunos datos reveladores que creo debes saber.

He descubierto que la causa de mi afición al fracaso y mi tendencia a la inadaptación se deben a ciertos sucesos acaecidos durante mis primeros días sobre este perro mundo. Y es que he sabido recientemente (porque al final todo se sabe, por más que se intente esconder) he sabido recientemente digo que cuando tuve a bien nacer estaba vigente una moda entre los médicos, a saber: no alimentar al neonato con sustancia ninguna hasta transcurridas 24 horas desde el exilio uterino. Así, lo que debió haber sido una entrada triunfal por la puerta grande de la vida, evento digno de celebración con todo tipo de viandas e hidromieles, convirtióse en penoso ayuno que consistió a la postre en mi primera y más importante lección: no fiarse de nada ni de nadie, y no esperar de la vida más que decepciones, hambrunas y otros chascos. Es obvio para cualquiera que éste y no otro es el origen de mi carácter abstinente y pajillero, y de mi enfermiza tendencia al ya mencionado fracaso, que la R. A. E. tiene a bien definir como:

1. m. Malogro, resultado adverso de una empresa o negocio.
2. m. Suceso lastimoso, inopinado y funesto.
3. m. Caída o ruina de algo con estrépito y rompimiento.
4. m. Med. Disfunción brusca de un órgano.

Hermoso cuarteto que te dedico a tí, mi sancta mater, por haber hecho caso de médicos y otros ineptos orates que no teniendo ni puta idea se creen dueños de insondables saberes y viven imbuidos en una aureola de moderno chamán que a su entender les da derecho a pastorear los humanos rebaños como les parezca. Debiste echarte al monte y parirme en una sórdida ladera, asistida como mucho por un cónclave de brujas y sátiros.

Retirándote el saludo,

El tu hijo"

Contento con la epístola resultante doblé el pliego varias veces sobre sí mismo, lacrándolo después y entregándoselo al grumete correveidile, quien lo hará llegar a destino por los canales pertinentes. Me desperecé entonces y anduve hacia la borda, sobre la que me apoyé para vomitar con la satisfacción del deber cumplido.

viernes, 9 de mayo de 2008

Maraña de sábanas

La noche era ventosa, y puesto que las ventanas de mi casa son viejas y de postigos extravagantes, cada uno de una forma y ninguno con la del vano en el que ha de encajar, es por esto que entra el viento y bate puertas y cortinas. Parecía realmente como si intentare dormir en frágil esquife, perdido en alta mar, como si en lugar de cimientos la mi casa tuviera quilla y fuera juguete de las olas. Parecióme hasta que salpicaba el agua de mar por las ventanas.

En esto que oí crujidos y golpes viniendo de mi salón. Yo, que acostumbro a dormir desnudo porque todo pijama que he probado me irrita pústulas y bubones, me puse en guardia, extrañado por la atmósfera sobrenatural de que estaba preñada la noche.

Lo que no pude asimilar del todo fue ver abrirse la puerta de mi dormitorio, que como todas chirría, empujada por la alegoría náutica. Sin duda era ella, hecha toda de mástiles y arboladuras, enredada de cabos y arrebujada en velas cuyos flecos aleteaban al viento. A cada movimiento crujían sus cuadernas, parecía oler a mar, y tenía percebes y lapas parásitos de sus húmedas maderas. Con voz grave y ominosa me propuso obscenidades:

-YACE CONMIGO…

No sabiendo yo exactamente cómo conducirme ante tan epatante aparición, puse cara rara. Desnudo, en pie sobre la cama, la observé de arriba abajo, cuan larga era (y lo era mucho) para concluir:

-Aparatosa coyunda la que usté me propone. Sepa que yo soy muy decente, y poco amigo de experimentos. Por no hablar de que no parece adivinarse en su calafateada anatomía orificio alguno que yo pudiere penetrar…

A lo que el ser ente contestó:

-YACE CONMIGO… Y YA VEREMOS QUIÉN PENETRA A QUIÉN…

-¡Ah, no! ¿Sodomita, yo? ¡JAMÁS!

Empezó entonces épico enfrentamiento, a cara de perro y mano desnuda. Quien en alguna ocasión haya combatido contra un bípedo constituido de fragmentos de mástiles y maromas sin duda guardará recuerdo de semejante experiencia y no me dejará mentir: no es en absoluto tarea fácil doblegalle.

Por suerte que soy hombre precavido, y así como llevo el maletero bien provisto de pistolas de clavos, sierras, martillos y otros útiles, tengo el juicioso hábito de guardar hachuelas bajo el colchón, por si se declarare algún incendio. Sirvióme así este utensilio para plantar cara a la alegoría náutica, que de todos modos mostrábase fiera y agitaba su botavara con gran peligro para mi cabeza.

La luna llena iluminaba la escena, peligrosa a más no poder: la alegoría y yo batallábamos con crueleza y sin piedá, mordiéndonos y golpeándonos, rugiendo sobre el precario tejado de la mi casa.

Yo tengo a bien vivir en un barrio de negros, los cuales no tardaron en arremolinarse en torno a mi morada, que es baja y vieja, como de pueblo, de modo que su tejado hace perfecto escenario del combate. Cuando finalmente logré desequilibrar al ser, que cayó al vacío de mi patio y estrellóse en mil astillas contra el suelo, quedó el moreno público gratamente impresionado, y comentaban entre sí lo pequeño que era mi miembro en comparación con los suyos, y lo antihigiénico que encontraban el pellejo de este mi pene incircunciso.

Desperté al volante, yendo al trabajo. La ley no permite superar los cien por hora en la M-607, por eso reduje un poco la velocidad. Circulaba por el carril izquierdo, el que normalmente transita gente propensa a la prisa y otras úlceras, conductores éstos que encontraron mi observancia estricta de la ley contraria a sus intereses. Pitaba un grueso todoterreno tras de mí, y amenazaba con su gordo morro. Como yo no me amilano ante bravatas de este estilo, aminoré un poco más la marcha, provocando la furia de los que tras de mí circulaban. Uno de ellos rebasóme por la derecha en un claro atentado contra el reglamento, con tal mala suerte que tras la curva siguiente provocó un estruendoso choque en cadena al impactar con una acumulación de vehículos que hacían retención. Volaron todos por los aires al explotar, y sólo mi coche cruzó incólume entre la masacre de hierrajos negruzcos y retorcidos, dejando una estela de fuego y humo.

Bueno, eso es lo que hubiera pasado en un mundo mejor, donde reinare la justicia, pero como está claro no es el caso. Si yo gobernare el universo tal como mando en mis sueños, hace años que habría sublimado y como buen señor todopoderoso, me dedicaría a jugar al gua con los planetas. De momento me tengo que conformar con dar bocinazos y cagarme en familiares a través de la ventanilla.

jueves, 8 de mayo de 2008

No es oro todo lo que reluce, pero lo que huele a mierda, apesta.

Vengo de recibir la zancadilla del novato. Los miembros de la tripulación de la nave hundiente teníamos esta tarde deber de acudir a una proyección del último tostón de un vetusto cineasta apoltronado y gagá a quien por desprecio no nombraré. No sabía yo que al salir de tal pase nos esperaba acechando el productor, pez gordo señor del puro que teje y maneje desde las sombras, emboscado en un despacho algo alejado de la sala de proyección. A este cuarto nos aproximábamos por un pasillo los marineros de la nave hundiente, ya vista la infame película. Ignaro yo de que había encerrona, caí en el ardid que me tendió uno de los marineros, especialmente hideputa: un barbudo y corpulento mozarrón que me había cogido tirria. Preguntóme él mi parecer acerca de la aburrida y sin sal historia, y tomando yo la pregunta como gesto amistoso, no dudé en explayarme a voz en grito acerca de lo puta mierda que me había resultado el flim, y que a ratos había padecido crisis de ansiedad al verme confinado en la sala de proyección, de manera que verdaderamente me había sentido como el héroe drugo de la naranja mecánica al ser reeducado, pues no otra cosa sino arcadas y accesos de vómito cabía padecer ante lo que no era sino otro ñordo ambientado en la guerra civil, Maribel Verdú haciendo de escuálida afligida, final grotesco, dramón, en suma: más estafa que película.

Vociferaba yo de esta guisa cuando del despacho emergió el pez gordo señor del puro, arrastrando sus lorzas verrugosas por el suelo. Su mirada matóme, pues como todo el mundo sabe los poderosos no gustan nada de oír opiniones disidentes o críticas con sus proyectos. Casi oí reír a mi vera al marinero hideputa que habíame tirado de la lengua, pues pagaba conmigo, grumete recién llegado, lo que había recibido él cuando el vetusto cineasta apoltronado, director del tal film, le humilló y apaleó públicamente tiempo atrás, por no hacerle la pelota. No es ello coartada que le exima de mi venganza, claro, pero como mi lista negra siga aumentando a este ritmo, no habrá balas suficientes y habré de emplear mi famoso brazo ejecutor.

Cuando me despedí de la tripulación el gusano especialmente hideputa, vil como él solo, lanzóme una sonrisa, y yo se la devolví porque aún no había atado cabos. Sólo volviendo en el coche, en el atasco, entre el humo y los hierros de esta ciudad estruendosa, se ha hecho la luz en mi cabeza y he descubierto el ardid. La he emprendido a golpes con guantera, volante y claxon, y hablaba como de Niro, increpando a un enemigo imaginario hecho de aire.

¿Qué se supone que he de hacer ahora con este instinto asesino? ¿Jugársela a su estilo de cortesano marica y tramposo? ¿Es más digno eso que agredirle y estrangularle con su propio cinturón? Si me comportare de tan caballerosa manera, sin duda acabaría preso, y es que aquí no se valora la verdad incontestable del fierro, ante la cual palidecen cotorreos y blablablás. ¡País de gañanes!

Al llegar a casa fuméme un porro que robé a un niño, de camino, y es cierto que me costó conciliar el sueño y me revolví por largas horas en una maraña de sábanas.

lunes, 5 de mayo de 2008

Brevas Caídas

Apenas entré en el coche busqué desesperado el emepetrés, que así escrito suena a saltapatrás, a abrazafarolas, a quíteme allá esas pajas. Conectélo a mi aparato radio con precario cablerío, que a ratos rompe el sonido con chasquidos y carraspeos, y palpé los botones a tientas al tiempo que arrancaba el motor, para hacer sonar el bello tema principal de El Resplandor. Sus ominosos y atenazantes gemidos inundaron mi vehículo y distribuyeron calma por mis venas pustuladas, pude por fin respirar, volver a mi tormentoso ser, el cual me había visto obligado a castigar al rincón de mi cabeza.

Venía de la que hasta ahora ha sido mi primera experiencia comercial, corrupto simulacro de la interacción humana. Una reunión entre mi lúbrica y carnal jefa y otra envra que venía a vendernos espacio publicitario en una revista, y era de sensualidad algo más basta, pero igualmente viva y follable, al menos en mi tarada cabeza de abstinente y pajillero. Se confesaba madre reciente, condición que siempre me hace pensar en placentas desgarradas, licuores vitales desparramados, presas rotas y mareas desbocadas en cuyas aguas van arrastrados pequeños y arrugados seres que chillando demuestran justísima indignación por haber sido convocados sin previa consulta a esta aburrida vida de humano. Pero no traía al hijo, por motivos obvios habíalo abandonado a su suerte en alguna guardería que como nos contó consumía gran parte de su sueldo y la obligaba a emplearse con aún más ahínco y sacrificios, en lo que no dejaba de ser un magnífico ejemplo de la habitual esquizofrenia urbana.

Yendo para allá tuve ocasión de hacer de chófer de mi jefa, la cual no ocultó su escándalo al ver una imponente hez aviar en el centro mismo de mi capó. Era éste truño monumental, digno de cóndor, qué digo cóndor, ave Roc o incluso pterodáctilo; desaprensivo plumífero en cualquier caso que tuvo a bien la noche anterior posarse sobre la farola que hacía sombra sobre mi coche, para descargar sobre él el fruto de sus entrañas, fruto que, una vez petrificado, dio en arraigar sobre la pintura convirtiéndose en un magnífico coprolito que no había forma humana de limpiar. No es que me esfuerce sobremanera en la higiene de mi vehículo, pues pienso que el polvo del camino honra a la bota que lo ha hollado, pero viendo el gesto de repulsión que agarrotó la cara de mi jefa, me avergoncé, debo decirlo. El caso es que de camino tuvimos una serie de confidencias, por las que me enteré que mi jefa planeaba abandonar el buque hundiente, decisión ésta de lo más juicioso, considerando lo dudoso de su futuro. La adulé sin asomo alguno de escrúpulo, asegurando que se la echaría en falta por su ingenio y saber estar. Pero en mi ínterin atesoré esta información, pues parecióme valiosa y útil. No sé aún cómo, pero seguro habría de servirme para urdir la treta que andaba planeando, ardid éste por el que el Comodoro Timorato sería pasado por la quilla y que me serviría para lograr manumisión.

Una vez aparcados y llegados a la reunión apenas hablé. El grueso de mis energías concentrábanse en componer gesto amable y comprensivo, apuntalar la sonrisa y asentir maquinalmente con la cabeza a un ritmo que casi cronometraba, mientras bajo la mesa, a salvo de miradas indiscretas, me toqueteaba el bubón de la ingle, ponderando un hipotético cambio en su tamaño. La mi jefa llevaba la voz cantante y hábilmente guiaba la conversación hacia su meta: conseguir de la madre reciente un favor que nada tenía que ver con el supuesto propósito de la reunión, la presunta compra de espacios publicitarios en una revista para cineastas y otros afeminados. Venía así la madre engañada, y compadecíme de ella, pues además había equivocado la dirección, llegaba tarde y escasa de aliento, y veíase obligada a hablar en un idioma extranjero. Parecióme además que realmente nos tenía por amigos, ignorante de que teníamos órdenes expresas de no aceptar ninguna de sus ofertas y en cambio conseguir mediante ardides y engañifas que nos hiciera una determinada gestión.

Bien pensado, esta situación erizada de dobleces debería ser el sueño de un paranoico como yo, que acostumbro a manifestarme de una manera contraria a mi carácter de natural aberrante, sirviéndome de pantomimas y simulaciones por las que finjo normalidad y solvencia. Pero odio que lo hagan los demás. Tengo gran estima a la mentira, y es éste afecto sincero y de toda la vida, por eso me incendian los celos cuando veo a otros servirse ocasionalmente de mi amada como cruel herramienta con la que hurgar en el alma humana y extirpar cosas della.

Debo admitir además que me invadía una cierta frustración. Yendo a esa reunión habíame asaltado el temor de que mi jefa me insinuara algo con perfidia, desde el asiento del copiloto: Mostrarme seductor, ofrecerme carnalmente a la otra en sórdido mercadeo. Y si llegara el caso: Satisfacer por tanto a esta madre en cualesquiera forma que tuviera a bien desear, por depravada y blasfema que fuere. Estas esperanzas fueron como digo frustradas, pues el encuentro se resolvió con medias tintas y descafeines de lo más civilizado. ¿Era aquella la pecaminosa bohemia de que la farándula presume? Yo que me esperaba un pandemonio de vicioso y truculento desenfreno, me encuentro tomando café a media tarde frente a una sancta mater de brevas caídas. Vivo convencido, y cada vez más, de que poco se puede esperar de este mundo de mediocres y timoratos, ignorantes de la gravedad de la vida. La prudencia no es más que un ir tirando, es en la desmesura donde se encuentra el genio verdadero: he aquí por qué Tejero fue y será un ridículo, mientras que el Coronel Kurtz es ya una leyenda intemporal.

Luego, ya aparcado el coche, calmado el espíritu merced a la tonadilla antes mencionada, de vuelta en suma a mi cabeza; me descubrí siguiendo un portentoso culo de jóvena que caminaba sostenido por piernas dignas de gacela, animalesca imagen que venía subrayada por el pelo ocre de sus botas de corte medieval, y rematada por una coleta rubia y respingona que saltaba con donosura al ritmo de su trote juvenil. Conjunto éste que como cabe suponer produjo fuego devastador en mis entrañas. Invadido el bajo vientre por el impulso bárbaro de tomarla al asalto, recorrí empero el camino habitual de vuelta a casa y la perdí de vista en una esquina, mediocre ciudadano yo también.