lunes, 25 de agosto de 2008

La Voz de la Sangre

Vaya por delante que esta mugre que voy a soltar es verídica y no tiene ninguna gracia. Por eso mismo he vuelto a todo meter, asqueado, al máximo que permite el debilucho motor de mi viejo y destartalado forfiesta. En realidad es una excusa, claro, pero: Siempre digo que lo bueno de llevar un coche de mierda es que continuamente lo manejas al máximo de sus posibilidades, a punto de reventar. Y es cierto. A 140, que no alcanza más. Las revoluciones en zona roja, el volante vibrando, los retrovisores amenazando desprenderse, la carrocería entera agitándose como los cachetes de una mulata sambista, vertiginoso traqueteo sobre el cien veces remendado asfalto de la A-2. El acelerador pisado a tope durante todo el trayecto, la pata tiesa, apretando furiosa el pedal a pesar de los calambres.

Todo para volver y hundir la cabeza en la rutina cuanto antes. A olvidar. La resaca palpitando sucia en mis sienes, el seso áspero, como cargado de gravilla. Pero por más carretera que trago me vuelve a la cabeza su cara, su estúpida y perpetua sonrisa. Ya sabía yo que huir no iba a servir de nada.

Había llegado a la aldea de mis antepasados como si tal cosa, a una comida familiar, y por escapar un rato también. Ya me quedé, por curiosidad, por ver más de cerca a las jóvenes hembras de la raza. Este pueblo es una aldeúcha perdida en medio de un pinar, vacía en invierno, llena de coches en verano. Y gente con niños, claro. Un lugar de fertilidad, al que vuelvo algunos veranos como los salmones a la charca donde les desovaron. Será el campo, el sol, el aire tranquilo, la paja seca, los culos de las niñas, que todo incita a la natural coyunda, a llenar la granja de retoños. Pero ya no hay granjas, ésa es la trampa, el espejismo. Ni cerdos, ni gallinas, ni mulos. Moscas sí. Y chalés. Pero sobre todo campo, y generaciones mezcladas. Ahí está el peligro. Nada bueno puede salir de esas verbenas populares donde treintañosos y quinceañeras se emborrachan juntos hasta el amanecer, y un rato más.

Vuelve uno a verse con los otros, con esa gente que sólo se ha visto en verano, cada verano, eso sí. Con un año de por medio cada vez. Pasan muy rápido, los años, de esta manera. Quizá sea eso, por lo que me cuesta digerirlo. La prima que antes era una mocosa que jugaba a clavarme agujas, así, por hacerme rabiar, de pronto tiene veinte años. Y sigue siendo la misma cría inaguantable, no hay duda. Y sigue pinchándome. La muy zorra, sigue jugando, pero ni siquiera me pone cachondo, porque no para de rajar y rajar, descarada e insolente bocazas.

Pero no es la única. Me miran, las crías. Por algún asombroso milagro no reparan en el grosor que ha ido adueñándose de mi panza. Ni en las arrugas de los hombros ¡En los hombros, lo nunca visto! Pues ahí las tengo. Decadentes, señalando hacia abajo, allá donde toda mi carne poco a poco se va precipitando. Mis toses y mi voz cazallera y alarmantemente grave, nada de eso las disuade, una de esas golfillas me toca el culo y todo, tan fresca. Se merece unos azotes. Por qué será, que les parezco deseable vejestorio. Los genes, seguro, algún rollo incestuoso y vomitivo. Otra que ni conozco me increpa a voces indecencias y obscenidades mientras pasea con su madre. No tienen vergüenza ni la han conocido, las de ahora. No saben el peligro a que se exponen. Y yo tengo un certificado de penales que mantener intacto, y conozco a sus padres, que me han saludado con sonrisa sincera y me han invitado a cenar, hasta que me han visto cerca de sus hijas, y ya no les hago tanta gracia, con el cubata en la mano. Y así les pago yo el recibirme con los brazos abiertos: con miradas lascivas, muecas lúbricas y sórdidos tejemanejes en los que podría perfectamente enredar a sus retoñas. Serían presas fáciles, pero ¡mierda! Aquí todo el mundo me conoce. Y me juzga. Yo mismo, por qué negarlo.

Hay pequeñas diferencias respecto a la ciudad. Para sacar dinero hay que conducir veinte o treinta kilómetros, por ejemplo. Esto a su vez se compensa porque el güisqui es mucho más barato. Lo cual siempre es de agradecer, pero también tiene su peligro. Hay mucho alcoholismo, y muy poca vergüenza. Es lo que tiene, conocerse todos y estar como en familia. La asquerosa confianza, ya se sabe, al principio uno intenta mantener el tipo pero acaba poniéndose en ridículo, es inevitable.

Algunos, los de mi quinta, medio amigos, tendrán que serlo digo yo, aunque les vea un día o dos al año ya van muchos. Para mí lo son, y basta. Pues agachan la cabeza, cuando les cuento lo del barco hundiente. Ese sórdido agujero infestado de piratas dispuestos a apuñalarte para vender tus órganos en el puerto más cercano, ese buque putrefacto me ha empapado de su hedor, y me creen cineasta, me toman por pez gordo o algo así ¡A mí! Hasta ahí podíamos llegar. Se nota, vaya que sí, la brecha que se abre entre ellos y yo. No sé por qué se creen peores, y me canso de decirles que valen mucho más que ese puñado de reptiles venenosos que me aburren y encallecen el alma a diario.

Y las niñas se ponen todavía más tontas. Y mira que despotrico y repudio, y les digo que jamás en la vida se acerquen a ese hatajo de viciosos drogadictos, pedófilos y proxenetas que conforman la gentuza del cine, si no es para pegarles un tiro a bocajarro, en toda la cara. Pero ni con esas. Esa que es prima mía y no se calla ni debajo del agua me dice que escribe guiones, y me meto en el papel de maestro ¡Yo! Que jamás supe de nada. Abandono a mis medio amigos, y todo, me quedo solo con ésta.

Y la brecha se hace aún más grande, el abismo de crapulencia en que me hundo es cada vez más profundo, cuando descubro que estoy hecho todo un gentuzo, yo también vicioso drogadicto pedófilo y proxeneta que sólo piensa en cómo y por dónde podría metérsela, aquí a mi prima, mientras hago como que escucho. Fingimiento imposible por otra parte, qué bocazas insolente, no para de blasfemar y picarme. No tiene conversación normal, sólo pullazos, y claro, yo me revuelvo.

Luego, en la verbena, me regala un clavo que ha encontrado por la calle. No pequeño precisamente, largo como un dedo, se nota su peso al sostenerlo y probar la punta con el índice. Y yo la abronco, claro, no sé de qué otra manera tratarla, le agarro de las muñecas cuando intercepta el porro que me iban a pasar, para quitárselo, pero no se deja y me faltan huevos para hacerle daño de verdad, se ríe, la boba, pero yo voy muy en serio.

Por eso me enfado y grito, y levanto la mano, mi callosa mano de viejo. Que grande me hace parecer, ésta y sus amigas, qué ruin y miserable. Gritándole a la cara, amenazando con abofetearla si no se calla. Agarrando la piel de su culo, milagrosamente suave y terso. Follándomela entre la paja mientras con mi manaza de viejo le tapo la boca, la estúpida sonrisa, a ver si así se calla de una puta vez. La voz de la sangre, que le dicen.

Por eso a la mañana siguiente, atravesado por la resaca, lo primero que hago es meter la ropa sucia en una bolsa, echarla al maletero y salir zumbando. No puedo pararme aquí, otra vez pedal a fondo y carretera. Más lejos, lo más posible, de este terruño infame y socarrado por el sol, este imperio de la gañanidad donde quedan mis raíces mutiladas, comidas por el moho y los gusanos.

lunes, 11 de agosto de 2008

¡A Reventar!

Llevado por el aburrimiento, asediado por el calor en este cuarto donde el aire sudado y paposo da vueltas y vueltas sobre sí mismo, empujado por un ruidoso y vago ventilador, me doy al vicio de la pereza y la inacción. Engullo, tirado sobre el colchón, mientras hago repaso de la pila de películas que acumula polvo en mis estantes. Sin parar, total para qué, me veo del tirón mad max, una noche en la ópera y la matanza de texas, todo revuelto sí señor. Comida china, otra vez, no fallan éstos, en diez minutos está el timbre sonando: tenga el billete, y las monedas. Y cuando se va el chinito, buscando como loco a la gata ¿dónde está? A ver si la ha raptado el miserable, que ya me sé yo lo que de cerdo tiene el agridulce, pero no, ahí está, agazapada debajo del armario, bien escondida. No le falla, el instinto.

Pues eso, a tragar. Al día siguiente ya no me queda otra que bajar, maldiciendo mi nevera vacía. Pero de hacer compra nada, que es domingo. No. A la tienda, a por cerveza. Dos, mínimo, para cenar. También tienen películas, purita escoria, cómo no, y bastante cara además. Es igual: a la cesta, y se paga religiosamente, sólo faltaba. Luego, cruzando la acera, dos hamburguesas y dos de patatas. Ya tengo cena. Y vuelta a tirarse al colchón, vuelta a tragar, sin parar, y a sudar ¡Así sí! Da gusto, llenarse el buche, y la cabeza, se acaban de golpe todas las penas y preocupaciones, asfixiadas por el bolo alimenticio. Así me aturdo el alma, sí señor, a golpe de carne de vacuno, o de bakunin, vaya usté a saber, pero es que me da igual, sea de rata o cabra montesa, carne es. Y sangra ketchup a cada mordisco.

Lo tengo decidido: ya no salgo más de casa. Me dedico a hincharme, sin medias tintas, hasta reventar. Y no paro, ojo. Cuando me veo repleto, que más no cabe, me revuelvo un poco, me pongo de lado haciendo crujir el somiér y los muelles del colchón, y no tarda en salir el pedo, o el eructo. ¡Ya hay sitio! Es un milagro, la anatomía. En lo que tarde en llegar el chino hago hambre y todo.

Sus empanadillas, de ésas me puedo atiborrar y aunque me caigan los lagrimones no paro. ¡Qué ricas! ¡Venga a tragar! Rollitos a puñados. El arroz no, que no sabe a nada, tallarines, pase, pero sobre todo cerdo agridulce, pollo al limón, ternera con bambú, engullo las tarrinas sin cubiertos ni nada, que eso es de maricas o afrancesados. Me chorrean las salsas por la barbilla, me pringan el pecho sudado, resbalan hasta las sábanas. ¡Es igual! Ese rollo de la higiene y el orden no son más que pamplinas, melindres de afeminado que a mí me la sudan ¡vaya que sí!

Cruje, el somiér, cada vez más. Pido un par de pizzas, qué gran invento, el celular. No tengo ni que levantarme del colchón, que cada vez chirría más, se doblan, las patas de la cama, entre los restos de basura. Tarrinas vacías, bolsas de papel arrugadas, envoltorios de hamburguesa, pero de comida ni rastro, aquí no se hace desperdicio y todo lo engullo. Y para que la dieta audiovisual esté a la altura, me expongo a una ráfaga continua de cine basura, anda que si tuviera que buscar calidad ¡iba listo! Moriría inane, no hay duda. Así que nada, habrá que hacer el cuerpo y el cerebro, amoldarlo a los tiempos que corren. Así es, la vida moderna. Los cuatro fantásticos, la guerra de los mundos, van helsing, serenity, doom, todo deuvedés que he comprado en la misma tienda donde me hice con las cervezas, a puñados los cogí y los eché a la cesta, sin respeto alguno ¡Sólo faltaba! Lo pago, luego es mío para limpiarme el culo con ello, si quiero.

Pero hay que seguir, y después de las pizzas, kebabs, que también me los traen a casa. Ya ni cierro la puerta, para que puedan entrar los repartidores directamente a mi cuarto. ¡Qué caras de susto, al verme! Y qué ataques de risa, los míos, peligrosísimos, con la panza así de llena. Pero es igual, porque el dinero lo suelto a puñados, toma billetes, lo que falte lo coges de ese bote pero acércamelo, el pollo asado, pónmelo aquí en la barriga, que me voy a poner hasta arriba ¡y quita ya esos cubiertos de plástico y servilletas de papel! Cuánta tontería...

La noto, la grasa, el aceite, las salsas, los tropezones de todo, atiborrándome las venas, embotándome la cabeza. A punto de llorar salsa tártara, estoy ¡sudo mayonesa! Y encima el cielo clarea. Despunta el lunes, pero eso no va a interrumpir mi gula desbocada. Ni espero a que me llamen: soy yo mismo quien advierte que hoy no voy a trabajar, que yazco inflado, aplastando el catre, cebado como un puerco, gordo como campana catedralicia, y al otro lado de la línea el jefe aplaude mi entusiasmo y decisión. ¡Todo un ejemplo! me dice que soy ¡Así se levanta el país! ¡Así se afronta una crisis! Con aplomo y valentía, gastando y gastando, que corra el dinero. Me limpio la salsa barbacoa con los billetes de a cinco y luego pago. Y siempre la misma respuesta: ¡Sí señor, y cómo no! Lo que usté mande, se lo traemos.

Se corre la voz y al rato está allí la tele, y muchedumbres que me piden autógrafos. ¡Bravo! Me aclaman, mártir de hoy en día, campeón de los tragaldabas. A mediodía viene el Rey, a ponerme una banda, y el alcalde, con la llave de la ciudad. ¡Un héroe, soy! ¡Todo lo dilapido! Que no cese, el fluir monetario, abajo la racanería y la avaricia, hay que gastar, consumirlo todo, cuanta más mierda ¡mejor! Si entra basura, menos ha de trabajar el organismo para producir excrementos. Ergo: vivir así ha de ser sano ¡A la fuerza!

El Rey me ha traído torreznos, los cuales al parecer ha elaborado su mismísima señora, reina mía a la sazón, y tienen una pinta aceitosa que da gloria verlos, ya ni están crujientes de puro churretoso, las pompas que hace la piel del marrano frito están rellenas de grasa líquida, y es morderlo y ¡chof! en la cara de su majestad, todas las cámaras retratan el saber estar y la campechanía con que se limpia la faz.

En este apogeo estoy cuando un tremor inenarrable, que parece proceder del mismo centro de la Tierra, invade mi intestinidad. Un vértigo místico me arrebola las mejillas de cerúlea palidez, gorgorismos y tribulaciones estomacales resuenan por la mi casa y mi barrio, silenciando como en misa a la multitud al efecto congregada.

Ay, que me viene…

Y se me va. Por la patilla, por arriba, por abajo, madre mía, el odre se vacía sobre las eminencias que me hacen consorte ¡Qué experiencia anatómica inigualable, el desinflarse! Magnífica pedorrera, vomitona hercúlea, épica cagalera, todo ello aspersión de bituminosos mucílagos, unicidad multicultural donde el kebab, el rollito, la chisbúrguer, la pizza y el falafel se han fusionado y se expanden, hermanados, por todas las direcciones del espacio.

Escuálido de nuevo, vaciado, fláccidos y estriados los pellejos, recibo la llamada del jefe, que mañana sin falta, y es su voz agria. Ya no me aman. Ya no soy el glotón mastodonte que admiraban, la fuerza de la naturaleza que les dejaba el plato, las huertas y los ranchos limpios, expeditos, vacíos de toda cosa.

Los ecos de un postrer y enorme pedo resuenan por todo Madrid, desgarrador y magnífico aullido del héroe que pudo ser y no fue.

A partir de mañana, a consomés.

viernes, 8 de agosto de 2008

Una y no más


El aburrimiento canicular ha alcanzado su punto álgido del todo. Revolviendo con el cucharón en la sopa bullente que cuece bajo la tapa de mis sesos, he visto aflorar algo que jamás había pretendido hacer: un “post” al uso, normal e inteligible, con un sentido. No sé siquiera si soy capaz de tal cosa.

Era “post” término abominable que hasta ahora me había negado a utilizar y que traducía, muy acertadamente en mi opinión, como “sandez”. Pero ya no puedo negar la evidencia: mi ocurrente ingenio y verbal desfachatez se han evaporado como el agua de mi retrete, que ahora tose polvoriento al tirar de la cadena, y en su lugar sólo quedan cubos y cubos de oprobio y mal hacer.

Es por ello que me resigno a redactar una banal reseña cinematográfica. Pero antes, unas cuantas excusas más.

Históricamente, a la gente que como yo carece de erudición, habilidad o pericia, y se desenvuelve con total ineptitud en sociedad, sólo le ha quedado una opción: exiliarse allí donde ningún ser humano haya ido antes, alejarse de toda fuente de criterio, sobriedad o juicio cabal, esto es: convertirse en pionero.

Pioneros fueron los colonos americanos y australianos, todos ellos gentuza exconvicta, como prueba la experiencia. O lo que es peor, puritanos. Pues como ellos me lío yo la manta a la cabeza y me encamino allá donde no haya nadie que haga por comparación evidente mi idiocia y mediocridad.

¿Es acaso el páramo de la crítica cinematográfica este erial olvidado de la civilización que ando buscando? ¡De ninguna de las maneras! Se trata de una selva frondosa e intransitable habitada por todo tipo de tarántulas y ofidios que al menor descuido inoculan, sañudos, su ponzoña. Durante largos meses he recorrido esta jungla febril y antropófaga sin hallar claro alguno entre sus barros y lianas, cuando no esquivando los virulentos ataques de loros, cacatúas y cuadrúmanos de toda clase y pelaje, que con gran vesania pretendían arrancarme el pellejo, las gónadas o los globos oculares.

Largos meses como digo hasta que, febril, exangüe y demacrado, ya sólo esqueleto envuelto en apergaminada piel, logré por fin dar con una tierra yerma y abandonada, en la que no había rastro de vida ni por tanto mirada suspicaz alguna. Y allí, encima de un peñasco, me senté. Cavilé un buen rato, dejando que el nuboso viento me inspirase, y en viendo que pasaban las horas sin que ninguna idea hiciera acto de presencia en mi cabeza, me resigné como ya digo a hacer una reseña cinematográfica del único título que he visto y carece, que yo sepa, de comentario castellanófono en estos éteres virtuales.
Efectivamente, éste ha sido el único reducto de pionereidad que he podido encontrar. Triste, pero comprensible en un mundo donde ya ha habido hasta un español cosmonauta, el cual sin duda no ha desaprovechado la ocasión de extender por los espacios astrónomos nuestra fama de gañanes, y de paso robar uno de esos bolígrafos que escriben con gravedad cero.

Hablaba de una reseña que no me animo a empezar, porque el sólo nombre me es vomitivo: Crítica. No. ¡Elogio! ¡Eso es!






¡Lean y Conozcan el presente Elogio!
El cual no ha Razón de Ser, siendo como es Gratuito y Del Todo Insolvente

De “EL PARAÍSO DE HAFFNER”

-o-

Siendo el susodicho HAFFNER’S PARADISE (en adelante LA PELÍCULA) un largometraje en formato documental con cierto número de minutos de duración y dirigido por un individuo en concreto, se establece que:

A pesar de que el género documental tiene, con gran justicia, fama de gustar a gente rara y dotada de bufanda, nos hallamos ante uno de esos raros ejemplos que no teme poner un pie en lo pedante y otro en lo casposo, para gran dolor de su descoyuntada ingle, que se desangra sobre lo trágico. Tan cómico como lamentable es aquello que relata, tan absurda e incoherente es la realidad que capta el objetivo, que al espectador se le atropellan la náusea y la risa en la garganta, con turbadores y antihigiénicos resultados.

El protagonista es un octogenario, antiguo coronel de las SS, que se llama Haffner y vive en Madrid desde que, después de perder la Segunda Guerra Mundial, el régimen de Franco le recibiera con sus autárquicos brazos abiertos. Se jacta de que siempre ha presumido de ser nazi y de que jamás nadie le miró mal por ello, mientras come una hamburguesa en un MacDonalds, al lado de una familia con niños.

Luego nos lleva a su granja de cerdos, y nos presenta ufano al mamporrero, a quien da la mano repetidas veces. Más tarde, en un aparte, relata henchido de orgullo un recuerdo de su niñez que intentaré destripar con la mayor fidelidad:

“Siendo yo muy pequeño, había en la granja de mi padre un mozo alemán. Rubio. Alto, fornido, musculoso el torso” declama mientras se le hace la boca agua, despertando las lógicas sospechas en el espectador. “Que una vez se masturbó ante mí, mientras me miraba
sonriente” continúa sin perder la sonrisa “Para luego metérsela a un ternero que pacía por allí. No me pareció que al ternero ésto le
disgustara”

Cuando aún no hemos digerido ésta escena, se nos muestra la casa del afable genocida, plagada de retratos de altos mandos del ejército Nazi, amén de diversa parafernalia fascista, de la que sólo recuerdo un
llavero con esvástica, que también colgaba de la pared. Pero con lo que más se rió la gente en el cine fue cuando, al acompañar a Haffner en su día a día, descubrimos que se desayuna en una mesa camilla presidida por un retrato de la Marquesa de Madríd, Esperanza Aguirre. Ah, la democracia, ese régimen fabuloso, capaz de transitar alegremente de la dictadura militar a la boda homosexual (y viceversa) sin que nada cambie realmente por el camino.

Después, a petición del cineasta, viajan a algún lugar de la costa este, no sé si Benidorm, en busca de un amigo del vejete, que también fue nazi. Tras pasar dos días hospedado en un hotel, donde le vemos desnudarse sin empacho alguno ante la cámara, y después de haber telefoneado repetidas veces a dicho amigo, quien niega conocerle, vuelven a hollar suelo capitalino.

En este momento crucial el cineasta hace gala de su vocación de guionista de realiti-sous, y convoca a un antiguo preso de un campo de concentración, consiguiendo uno de los momentos de mayor tensión geriátrica que hayan presenciado estos ojos en una pantalla de cine. Porque uno ha visto a todo tipo de actores, afeminados y faranduleros haciéndose pasar por soldados en cientos de películas que han servido para cubrir con un halo mitológico los hechos históricos, alejándolos así de la realidad, enajenándolos. Por eso digo, se hace raro ver a dos vejetes que podrían ser mi abuelo, o sus compañeros de petanca, y notar en sus miradas fulminantes que hubo un tiempo en que uno vestía de rayas y sobrevivía de milagro, mientras que el otro paseaba en coche y cultivaba el buen humor.

Al final, un rótulo indica que gracias a la insensatez de este individuo, su amigo de Benidorm ha sido localizado y deportado a Bélgica, donde, éste sí, será juzgado por crímenes contra la humanidad.

Bueno, no sé si era Bélgica.

-o-


Una y no más ¡lo juro!


martes, 5 de agosto de 2008

Plomo Fundido

La putada de que mi destartalado carrucho tenga rojos los colores es que no hay modo de saber cuándo está incandescente. Porque lo está, en verano, y no pocas veces. Cuando acabo la jornada y lleva al sol todo el bendito día, vaya si se ha puesto al rojo, naranja casi. Un horno. Es abrir la portezuela y recibir en plena jeta esa vaharada como salida de una caldera, peste de fundición. Pensar que hay que meterse dentro derrite la poca ilusión que hace salir de trabajar. Pero hay que entrar, y escupirse las manos para poder agarrar el volante, quema y si no no hay modo. Esputarse los callos y frotarlos entre sí, para no hacerse ampolla. Como aquel otro verano hace ya la tira de años, ése que mi padre me puso a hacer un muro, allá en su pueblo.

Tarea boba donde las haya, pero era más por darme faena que otra cosa, como queriéndome meter en cintura “este chico, no hay modo de hacer carrera dél” así que a picar piedra, a cavar zanjas como yo digo, como al indomable ése que se hinchaba a huevos duros, y es bien cierto que se te quita la tontería. Pero para ponerse la idiotez. Porque anda que no me lo pasé bien, rompiendo piedras y poniéndole puertas al campo. Muro tonto, como ya digo, rodeando una escueta parcela de tierra, paja y cardos. Sobre todo era por envidia, la que a mi padre le daba el chalé que al lado estaba mandando construir un primo suyo, también de pueblo, pero con dinero, que no es lo mismo.

Así que hala, a amasar cemento, y bien de mañana, que luego cae fuego del cielo. ¡Fuego! Y no exagero. La resaca, claro, no me la quitaba nadie, a ver, con veinte años. Pero ahí estaba el bidón lleno de agua, bien fresquita, con sus larvas de mosquito y todo, metía los brazos y la cabeza y salía resucitado, chorreando que era un gusto. Luego vuelta a la carretilla, arriba y abajo, cargada de peñascos, venga a amasar cemento guijarrero, ya no me acuerdo la mezcla qué llevaba, pero olía a tierra y herrumbre, ese barro gris. Era una lata, apilar pedruscos, pero lo del mazo lo compensaba todo. Un mazo gordo, el mango como un brazo de largo, ensartando ese bloque de hierro sucio y pesado de cojones, suavecito y bien pulido, de tanto dar y recibir. Había que hacer fuerza para levantarlo sobre la cabeza y acabé con el hombro jodido, pero qué gusto, dejarlo caer, a mala leche ¡CATACROC! Se quebraba la piedra, ese peñasco tremendo, resquebrajado, vencido en tres o cuatro pedazos que, ahora sí, podía cargar en la carretilla. Una gozada, ya digo.

Pues igual que antes de coger el mazo me escupía los callos de la mano, pero ahora para agarrar el volante y no abrasarme. Lo del aire acondicionado ni en sueños, además que me parece mal, los coches tienen que ser viejos y hacer mucho ruido y humo, y tirar muy poco. Les tienen que bailar las piezas, y ser pródigos en óxidos y abolladuras, lo otro es para mariquitas. Lo viejo es lo bueno, de toda la vida. No dura, lo joven, es un engaño. No hay más que vernos, a todos. Ochenta y tantos años de vida y sólo veinte (treinta ya es pasarse) de juventú. Se mire como se mire no salen las cuentas. Hay que ser viejo y carraspear todo el rato, leñe.

Porque las muchachitas, no digo que no esté bien mirarlas, tomando café, pero qué lata de conversación. No, lata es poco. ¿Qué nombre se le pone a una charla sobre tamagochis? Hasta de ver tetas se aburre uno, si para mirar hay que aguantar esa cháchara infumable sobre su nuevo móvil o no sé qué conciertos a los que van en rebaños.

Eso hace la juventú. Nada. Pasar el rato que se tarda en ser viejo.

¿Y esa vejez? Lo mismo. O peor, porque encima son feos. Otro café, ya después de comer, a mi izquierda el facha con pluma, a mi derecha el cipote substituto. Y venga a hablar del madrí y del bernabéu, que por qué les han dado las olimpiadas a los chinos y no a ellos (a “ellos”, claro, yo me evado de cualquier “nosotros” en cuanto veo la puerta) y venga a decir bobadas. ¿No se darán cuenta? O es que no soportan estar en silencio. Sí, en silencio no hay más narices que mirarse uno mismo a la cara. Y no hay huevos para eso. Se tienen miedo, a sí mismos. Y tampoco es para tanto. ¿Sacos de mierda? ¡Pues claro! Como todo quisque. Y yo el primero, eh, no se vaya a pensar nadie que me las doy de listo. Pero a las cosas hay que llamarlas por su nombre, y por escrito. A algunos no nos queda otra, si no, la cabeza acaba mal.

Pues eso, a pasar calor ¿No es verano? ¡Pues a cocerse! Eso del aire acondicionado no es más que achicar la caló, echarla a cubos por la borda y sí, dentro se esta fresquito, pero es que luego hay que salir y ahí está todo el bochorno, no ha ido a ninguna parte, se ha desparramado sobre la acera y la tierra calcinada, paja pidiendo a gritos una chispa. No hay nada gratis, acaba llegando siempre, la factura, y cuanto más tarde, más intereses.

Le piso a tope, que corra el aire por lo menos, pero es inútil. Las dos ventanillas bajadas, y ventolera toda la que se quiera, bien caldosa, eso sí, fuego seco, plomo fundido goteando pesado desde lo alto. A los lados de la carretera, campo negro, achicharrado por el incendio de turno.

Es mentira eso de que en agosto madrí se queda vacía. Es un bulo, una excusa que se inventan para liarse a hacer obras. ¿Que no hay tráfico? ¡Los cojones! Ahí está el volquete para estorbar la circulación, cagando asfalto, que con este bochorno no hay ni que cocerlo, sale derretido ya, chapapote negro, apestándonos las narices con su alquitrán. Luego que no fume. Será que ya fuma, la ciudad, por mí y por todos. Se hincha, a puros baratos y tubos de escape.

Plomo fundido, lentamente derramado sobre la cabeza. Resbalando pesado, escaldándome el cuero cabelludo, y la frente. Esa fogata nuclear que otros llaman sol, marcando territorio, diciendo: ojito conmigo. Que el día menos pensado os barro de un plumazo y de vosotros no queda ni huella.

Ya ni al intenso fornicio le veo la gracia. No tiene mérito. Cualquier idiota puede hacerlo. Hasta los marranos, lo hacen, gruñendo y rebozándose en estiércol. Bah. Además, hablar de eso es como hacerse pajas con el órgano equivocado. Para mí, al menos, cada cual tiene su truco. El follar se hace olisqueando, dando cabezazos, como mucho. Pero pensando ¡nunca! No, el único impulso que le queda a mi alma de macaco es este acelerón cerebral, motor viejo y recalentado. Hay que echar tragos de refrigerante de vez en cuando, que si no se le gripa a uno la mollera. ¡Palante! Es difícil, sin carretera. Pero igual trepo a esta garita, a pegar tiros, sale aire hacia atrás en cada disparo y te escuece los ojos. Pegar tiros, con este viejo rifle que le he tomado prestado a uno que sí tuvo talento. Y es que es la leche, eh ¡Pun! El olor a pólvora. Ya se lo devolveré cuando reclame.

Y el camión lleno de cerdos “Transporte de animales” dice, y si no lo pusiera no habría modo de distinguir al hombre del gorrino. Luego me llama una amiga, ya en mi casa, interrumpe mis disparos. Le tengo más respeto, a ésta, que a la mayoría. Porque sé la guerra que libra cada día, batallas que harían aflorar el llorica que lleva dentro ese macarra cotidiano que sin falta te sale al paso, apenas cruzas el umbral de casa y pisas la acera.

Allí en la calle, dos tipos en un coche, han roto todas las ventanillas, para que corra el aire y nos enteremos todos de que les gusta el rapeo. Me parece muy bien. Cada cual aguanta el tirón como buenamente puede. A palos y piedras, si hace falta. De las ventanas también sale música a tropezones, y miradas, ojos húmedos en su madriguera a ras de calle. Los negros, unos huesudos y larguiruchos, con su cabeza redonda, sus hombros flacos, otros mamotretos con muros por espalda, carne rechoncha e imponente, sudada. Moros cetrinos, algún guiri acalorao, rojo e hinchado, el pelo pegado a la frente, las chanclas pegajosas, haciendo chuic al caminar la acera. Un gitano con melena de león y camisa floreada vendiendo fruta podrida junto al quiosco, se le va la vista tras unos rollizos culos ya no sé de dónde. Todos mezclados, hasta los chinos, hablando entre ellos ese idioma suyo resbaladizo. Y blancos paliduchos como yo, claro, pero la mayoría son viejos. Uno nunca aprecia aquello que tiene en abundancia, y aquí en la ciudá la gente abunda hasta sobrar, no vale un pimiento, la vida. Además la carne es blanda y cualquier día se te cruza un coche o un autobús, por decir algo, y ¡plas! se te lleva. Cada selva tiene sus tigres, y en la ciudad hay tantos que hacen atasco, y hay que dar gracias si respetan los semáforos.

Y en aquella terraza, una conocida, qué pereza, miro hacia otro lado, temiendo que me llamará a voces, pero por suerte también se hace la sueca. Me ha cortado el rollo. De todo se encuentra uno, por estas calles. Como en un vertedero, la gente tira cualquier cosa.