lunes, 29 de diciembre de 2008

Metamorfósil

Un Arisaka con bayoneta.

Ah, la bayoneta.

La sangre, me gotea de la nariz, como cuando era pequeño, qué textura tan fina, la viscosidad justa, el bermellón perfecto. Pero la bala es diferente, tiene trampa. Cuando acierta una cabeza, cuando penetra un cráneo y se hunde entre los sesos, tiene lugar la detonación de un impulso electromagnético a una frecuencia concreta que expulsa la conciencia del cerebro, proyectándola, eso sí, sobre un objeto o ser al azar en cualquier punto del espacio y el tiempo.

Tus amigos creen que has muerto, pero en realidad has sido transplantado.

Ved si no:


Los tres supervivientes del batallón, agazapados en la trinchera. Ha llovido torrencialmente en el atolón, el barro les llega a los tobillos en ese pozo fangoso que les sirve de refugio, pero ahora brilla la luna llena sobre el Pacífico sur. El barro sabe a metal. Ah, no, es la sangre reseca. Famélicos y desesperados, acarician el cañón de sus rifles y se palpan las extremidades cada cierto tiempo en busca de alguna herida en la que no hayan reparado. Y agujeros no, pero uno de ellos se encuentra un paquete de tabaco que daba por acabado.

El francotirador japonés, tres días escondido en lo alto de una palmera, a la espera de un objetivo sobre el que disparar estas balas que expulsan violentamente la conciencia de los cráneos. Juguetea con ellas entre los dedos, sintiendo su peso y el frío metal, como yo cuando de pequeño resobaba mis canicas. Él no, no sabe lo que es una canica, y mucho menos se acuerda ya de cuando era pequeño. Agarrotado y recorrido por calambres tras una espera de días, acurrucado cual araña entre las hojas de palma, oteando la selva alrededor de su atalaya escondite.

Sabe lo que se trae entre manos. Es de noche y la luz de la luna lo empapa todo de un azul oscuro y empastado que no permite distinguir gran cosa. Pero les oye, entre el murmullo de la brisa que soba perezosa la vegetación.

Los tres supervivientes del batallón, agazapados en el barro de la trinchera, quizá han bajado demasiado la guardia, o a lo mejor son novatos que hasta ahora han tenido suerte. Puede incluso que ya les de lo mismo. El caso es que deberían saber, porque se aprende en casa, en la instrucción, que nunca hay que encender tres pitillos a tres personas seguidas. No desde luego en una trinchera. Pero no lo saben, porque se reparten los tres pitillos arrugados que les quedan y con un mechero oxidado se encienden el primer cigarrillo. Es entonces cuando el paciente y arácnido japonés les detecta y concentra su escrutinio en esa zona de la selva azul. Al encender el segundo cigarrillo, el japonés tiene tiempo de apuntar su Arisaka. Y al tercero, claro, aprieta el gatillo, perfectamente encuadrada en su mirilla la cabeza de uno de esos tres supervivientes del batallón, su cara sucia chupando el pitillo.

Cada vez que dispara, te destroza la cabeza. Pero no mueres.

No lo sabes, claro, hasta que te pasa, y se siente más o menos así: el golpe en el cráneo es un golpe, pero no un empujón. Una línea recta te atraviesa limpiamente, como dibujada con regla: es la trayectoria. La bala horada tu occipital y se aloja entre tus hemisferios, acogida por tus sesos, de algún modo extraño lo notas, con una especie de sentido del tacto cerebral. Pero es un relámpago, no te da tiempo a palpar con tus circunvoluciones el metal de la bala, porque apenas impacta tiene lugar el impulso magnético que decía antes. Y ya no estás en tu cabeza. Ahora eres tú la bala, eres tú el que vuela en tiro parabólico sobre la corteza terrestre para ir a parar a otro huésped. Igual que el proyectil ha ido a dar con sus plomos en tus huesos, te alojas tú en un objeto o ser al azar, en cualquier punto del tiempo y el espacio como te decía.

Quedarse solo en una trinchera, ser el último superviviente de un batallón que ha perdido a todos sus componentes en un escueto atolón del Pacífico sur, tener la certeza de que si no te mata Tojo te matará el hambre o alguna fiebre exótica, todo eso es una putada.

Pero es mucho peor ser de pronto una señora, mayor, vieja, tomando té con pastas en el Viena Capellanes, acorazada en el interior de tu abrigo de visón. La súbita reencarnación no consigue que te inmutes, porque apenas ocupas el cuerpo, ya estás pensando con los mohosos sesos de una septuagenaria del Opus Dei.

Un trastero polvoriento y mal apuntalado en lugar de corazón. Pañales. Protegiendo una rancia y canosa chocha de vieja donde antes estaba tu polla tatuada con la calavera de los marines. Tus morros surcados de arrugas, chupando lascivos un bizcocho borracho, blando, empapado de té. Manchas el bizcocho y el borde de la taza con el carmín de tus labios callosos. Hedor a laca emana de tu cabeza. Gafas grotescas, barrocas, cadenitas de oro sobre los pellejos arrugados, tus lorzas suaves, frías y blandas. Carne de momia perfumada, POLIL en los sobacos.

Odiar a todo el que use menos laca que tú, a todo el que no viva oprimido por una enorme faja color carne.

Odiar a todo el mundo al venir de misa.

Tomate Sumarísimo


jueves, 25 de diciembre de 2008

Mi pie izquierdo les desea Felicidad Navidosa

Han bastado dos días de furibundo catarro, con el absentismo laboral que dicha dolencia implica, para que me olvide completamente de lo que decía en el póstulo anterior. Se está mucho mejor en casa viendo la tele que trabajando, dónde va a parar. Le vienen a uno a las mientes ideas bonísimas, sea a causa de las poderosas fiebres que a uno le afligen, sea debido a la ociosidad que empacha el espíritu, el caso es que en yaciendo sobre mi sofá tresillo, embozado en mi albornoz y haciendo continua bocina nasal para expeler todo tipo de mucosidades y cuerpos extraños, observo que la suma de enfermedad y potente medicación provoca que en mi alma hagan fermento toda suerte de ocurrencias y dislates del todo locos y estrafalarios.

Dislates que no he podido poner en práctica porque, si bien he tenido el buen tino de recuperarme justo en día festivo y no me veo por tanto preso de un horario todavía, la fuerza inapelable de usos y costumbres me obliga a consagrar mi día todo al gasto y al dispendio, a la adquisición de bienes que un día habrán de ser prueba evidencia del amor que profeso por mis seres queridos. Ese aciago día en que Santa Klaus Kinski ponga en una balanza nuestros regalos y en otra la cólera de dios, y se vea qué pesa más.

Deliro, como puede verse. Y este delirio me impide relatar con la necesaria sobriedad y concisión el modo en que salí a comprar regalos la misma víspera Navidosa. Es este delirio en parte secuela de las fiebres tifoideas que he sufrido, y en parte producto de la tabacalera abstinencia de cuatro días que me embarga. Peligroso cóctel en cualquier caso, toda vez que me veo atacado por súbitos vértigos al cruzar un “paso-cebra”, o siento de pronto cómo diminutos y gélidos insectos me recorren la espina dorsal en la cola del pan.

Creo tener revelaciones cuando, buscando un peluche para mi sobrino, me encuentro con un osito de ojos muertos crucificado en una caja de cartón. Según anuncia el paquete, el oso habla, y es verdad que suena una voz harto siniestra cuando se le aprieta la pezuña al simulacro de plantígrado, pero el títere ni mueve la boca ni gesticula en modo alguno. Es un momento trágico, oír esa voz implantada saliendo del cabezón exangüe del osito, sugiriendo morbosa, espectral: Hazme cosquillitas. Esa mirada plástica, distraída, patizamba. El propósito educativo de tal engendro es claro: que nuestros retoños se acostumbren a oír voces en su cabeza.

Cobardemente, lo compré. Cobardemente, sí, porque sé que el peluche es el triste substituto de un tío ausente, esto es: yo mismo. Así es. Como el buen salvaje, me siento responsable de la educación de cualquier retoño de la tribu. La pena es que los padres no me dejen ejercer mi lavado de cerebro. Además, he de confesarlo, me faltan redaños y me sobran desidias para acudir a la casa fraterna cada noche a leerle Tripas a mi sobrino, de viva voz, eso sí, con garboso sentimiento y debate posterior. Casi puedo oír el gorjeo de su risa. Lo digo muy en serio, y apuesto mi brazo derecho a que cualquier niño de un año haría mejor papel que la mayoría de los tertuliosos y opinianos que vocean por ahí. Con un año recién cumplido las palabras son de barro en la cabeza, y todo es el juego y la tontuna que nunca debería dejar de ser. De hecho habría que ceñir las molleras con fajas al cumplir el año, como los pies de las chinitas, para que no crecieran más.

Decía que en lugar de atender mis obligaciones las despaché con un regalo material carente de verdadero valor, y pasé al siguiente familiar. A los niños, peluche, a los adultos, libro o dehuvedé.

Cojo el coche. Se enciende una lucecita roja. Es la luz de freno. La luz de que algo va mal con los frenos, quiero decir. Efectivamente, previa apertura de capó descubro que el líquido de frenos está al mínimo, otra vez. Debe perder por alguna parte, pero como llevo en el maletero un frasquito lleno de la pócima en cuestión, para qué más. Un momento: en el frasco pone que no debo rellenarlo por mi cuenta. Cualquier impureza podría provocar no sólo la ineficiencia del sistema de frenado sino una severa y costosa avería en el mismo. Sí, pone “costosa” en el frasco.

Andan listos si piensan que me voy a tragar semejante engañabobos. Cualquier impureza, dice. Sé muy bien los niveles de higiene que se manejan en un taller de mecánica. Deduzco así que tanto el líquido de freno como la lucecita roja son perfectamente inútiles, mero atrezzo, burda comedia montada para mayor lucro del gremio automovilístico. Conduzco, por tanto, haciendo caso omiso de la lucecita.

Eso por la mañana. Luego, por la tarde, al centro. Cargado como un mulo porque no sólo he de comprar ofrendas con que celebrar estas fiestas del todo paganas: en mi convalecencia he consumido todo el papel higiénico de que disponía, así como otros bienes de primera necesidad, muy pesados y difíciles de cargar todos ellos. Y acabado este nuevo gasto, los regalos paternos. Los había olvidado completamente, uno nunca se acuerda de lo que ha tenido siempre gratis. Lo peliagudo de la paternidad es que ese ser al que se ha dado la vida olvide continuamente que existe uno, su Padre. Claro que habida cuenta de los aburrimientos, penas y fatigas que implica dicha vida dada, no es tan descabellado este olvido. Incluso roza lo piadoso. De todos modos, y para que quede claro, si algún día por accidente tengo retoños de mi propiedad, los educaré con puño de hierro y a la manera espartana, a fin de que en un futuro no tengan clemencia de sus enemigos y medren en la vida, no como yo.

Ya noté una pequeña molestia en el pie izquierdo bajando Bravo Murillo, pero la achaqué en su momento a una rama en el calcetín. Luego hice las adquisiciones de libros y dehuvedés que decía, y papel para envolverlo todo y dar por saldada mi cuenta con la vida un año más. Y vuelta a casa. Y al descalzarme el pie izquierdo descubro maravillado que la piel de su planta se ha agrietado como la tierra de un embalse tras años de sequía. Se ha resquebrajado. Por fuera es callo, coraza perfecta, del todo insensible, pero entre las grietas queda expuesta la carne viva.

En el meñique es peor. Lo que creía una molesta rama al caminar era en realidad la piel entera de la yema, toda ello levantada, separada de la carne viva que hay debajo, unidas ambas sólo en la raíz del dedo. El problema, como digo, es que si bien el pellejo despegado es insensible y lo puede uno pellizcar como si nada, y pegar y despegar del dedo correspondiente, la carne viva que hay debajo chisporrotea de escozor, y una palabra se me viene a las mientes: Infición.

¿Cómo hacer? He intentado tomar una instantánea para ilustrar el problema, pero me tiembla mucho el pulso.

Si arranco del todo el pellejo, me veré sometido a un inmerecido suplicio durante una semana o más. Si lo dejo allí, tal vez empiecen a cultivarse hongos y todo tipo de vida aborigen entre sus licuosos intersticios, ese caldo de cultivo que ha empapado el calcetín y rezuma de entre la carne viva y el pellejo muerto.

Betadine mediante, intento un remiendo, un parche, un pacto de adhesión coyuntural. Y ahí sigue, mi piel cadáver, zurcida a mi dedo meñique, hollando caminos aún después de muerta, cual fenecida Cid. Encaja perfectamente, eso sí. Si no muevo el dedo, parece tal y como si estuviera intacto. Quién diría, de ver este meñique rampante, que un simple roce levantaría su primera capa y como en los libros de anatomía, dejaría expuesto un área de nudos nerviosos y húmedas circunvoluciones carnosas que en lugar de sangrar rezuman un liquidillo transparente, tal vez un poco amarillento. Y como en los libros, podría uno cerrar de nuevo esta tapita después de haberse enfrentado al horror interior, consiguiendo una ilusión de reparación casi, casi, casi, si no fuera por los bordes, las rebabas, que le dan ese toque áspero e inacabado.

Sea cual sea esta nueva afección epidérmica, espero que nunca me alcance la cara.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Os dije que se avecinaban cosas y no me importa repetirlo

Las prostitutas maúllan bajo mi ventana. Nieve, fina como sal precipitando desde el cielo, como si un enorme gourmet sazonara la ciudad, relamiéndose en la anticipación que precede a la ingesta, al deglute, al atracón. La comida. Es la única verdad. Y como la verdad, de ella carece esta civilización de seres pequeñitos y de andar por casa. Debo insistir: en contra de lo que a primera vista pudiera parecer, la comida escasea a nuestro alrededor. No hay bananos creciendo de las farolas, como sería lógico y deseable. No hay caza digna de tal nombre, ni mayor ni menor. No hay campos sembrados más que de torretas y cables de alta tensión. El paisaje urbano, sea el obsceno centro o el industrioso extrarradio, es del todo incomible. Porque no nos engañemos: nada de lo que se nos sirve en mercados y bufés es alimento. “Comestible” es una palabra hueca, tan de plástico como las salchichas con queso que acabo de cenar. La tierra de las macetas es comestible, un coño es comestible, pero ni uno ni otro son alimento. Un chicle es masticable. Puede morderse una y otra vez, pero jamás se deshará. Un pitillo es fumable. Un practicable no. Pero nada de esto es alimento. Intentaré explicarme mejor. No está lejano el día en que nos apetezca una uva y al echar mano della descubramos que toda la fruta que nos rodea es de miserable y ceruménico atrezzo. Llegará, ese día. Y muy pronto. Y cuando todo el mundo desespere y busque fruta debajo de las baldosas, no habrá Eva alguna para ofrecernos su manzana mientras nos hace morritos. Quede claro que hablo de comida, follar sí se podrá seguir haciendo, y será el sexo oral el más popular de todos, el único plato que podremos rebañar hasta hartarnos. Pero tampoco nos saciará. Hambrunas vienen. Lo veo, en mis fiebres. Otra guerra mundial acecha, y llegará, estoy convencido, el mismo día en que por fin y contra todo pronóstico encuentre mi lugar en esta civilización fofa y decadente de adoradores del tedio. El mismo día en que firme mi hipoteca se declararán las hostilidades. La gente me señalará por la calle, riéndose. Se avecinan tiempos duros, amigos, tiempos oscuros. Hagan acopio de palos y piedras.

Gobiernen sus haciendas con puño de hierro.

Malmetan,
bufen,
hagan el pino.

Sobre todo hagan el pino. ES DE VITAL IMPORTANCIA QUE HAGAN EL PINO.
Debo insistir en este punto, y para ello les pido que piensen en el personaje real o de ficción que les inspire mayor confianza y respetabilidad, esa figura de la que hayan aprendido las escasas verdades que sepan. El tipo de cabrón al que seguirían ciegamente en el campo de batalla.
Representen con la ayuda de un amigo cómo esta persona imaginada les coge de las solapas y les levanta en volandas, agitándoles vigorosamente al tiempo que vocifera en su cara (suya de ustedes):
ES DE VITAL IMPORTANCIA QUE HAGAN EL PINO. PERMANEZCAN EN VERTICAL, DEL REVÉS, DE PIE SOBRE SUS MANOS TODO EL TIEMPO QUE PUEDAN.
HASTA QUE SUS ÓRGANOS INTERNOS SE REAJUSTEN A LA NUEVA POSTURA.
HASTA QUE APRENDAN A BESAR CON EL ANO Y A TENER HEMORROIDES EN LA BOCA.
AQUELLOS QUE PUEDAN, HAGAN EL PINO-PUENTE.

EL DESTINO DE MILLONES DEPENDE DE USTEDES AHORA.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Mi ambición en la vida

Afrontémoslo: no puedo seguir con la alegoría náutica porque está acabada. No da más de sí, se queda corta, aunque la realidad siga y siga pudriéndose con su aroma dulzón, la metafórica imagen del barco hundiente con la que hasta ahora he representado mi lugar de esclavismo laboral no da la talla.

No hay fosa mariana tan honda y oscura, no hay tifón o tormenta cuyo rigor no palidezca ante el del atasco que de sol a sol coagula la carretera. No hay escorbuto que no fuera preferible al café de la máquina, ni capitán Acab que supere en demencia y disparate al mandamás que con pulso endeble y manirroto nos gobierna.

No hay, en suma, grilletes tan mohosos como los que me atan a esta silla azul marino, adornada por si la broma fuera poca con unos inútiles ruedines al final de sus patas, sin duda dispuestos en tal lugar al efecto de hacer sarcasmo y apología del inmovilismo, habida cuenta de que esta silla y el culo que sobre ella sienta jamás van a ninguna parte.

Pero la razón más grave y principal por la que no me vale la alegoría náutica es que me he aclimatado. Ya no me siento preso galeote, aunque lo siga siendo. Pasa a menudo. Corceles más briosos que yo han sido domados y han criado panza, prefiriendo ver la tele con una mantita sobre las rodillas a pasar frío en el rigor de la trinchera.

En la oficina, el cipote substituto ha demostrado ser un afable payaso con el que no se puede estar enfadado mucho tiempo. Sólo a ratos. El facha con pluma es cada vez más facha y tiene menos pluma, pero desde que, en broma, le dije muy serio “Don Tancredo: Yo de mayor quiero ser como Usted” me mira con dulzura. Temo lo que pueda ocurrir si le saco del error.

Pero miento si doy a entender que el ambiente se ha distendido. Nada a mi alrededor ha cambiado, es sólo que ha estado en torno a mí tanto tiempo que mi yo más puro se ha desmoronado, como castillo de arena al subir la marea. Prueba de ello es este mismo símil que acabo de hacer, antes no me hubiera consentido semejante gazmoñada. Cualquier texto pasado fue mejor.

¿Dónde está, esa furia pustular? El abón de mi brazo que diera pie a este despropósito ha remitido, y ya apenas hurgo en él. Los eczemas de mi ingle, empero, siguen vigentes y a pleno rendimiento. Me los rasco furioso al llegar a casa después de todo un día censurado por las miradas ajenas, me hago surcos y me retuerzo de gozo sobre mi mugrienta moqueta morada, en un crescendo en el que el picor de mis ingles sudadas y el violento rascado a que las someto se alimentan uno a otro en constructivo diálogo, cuanto mayor y más vibrante la comezón, con más furia me araño y clavo las uñas. Llega un punto en el que el escozor de esfuma, rompe, y para no lesionarme paro.

Bien, como decía me he reformado. Creo que por fin he llegado a ser ese hombre de provecho que una vez barruntara. He redistribuido el salón de mi destartalado hogar, dando un lugar prioritario a mi butaca de orejas, en la que gusto de sentar vestido con batín y fumando en pipa mientras le acaricio el lomo a la gata. Sólo echo en falta al llegar de trabajar un modesto arsenal que desmontar, limpiar y volver a montar. Aunque sólo fuera una pequeña panoplia colgada en la pared, con un par de aceros toledanos para bruñir. No es bueno que el hombre esté solo.

Está bien ¡demonios! Lo confieso: me he vendido por una cesta de navidad. Un par de lomos revenidos, una botella de champaña barata, vino tinto y turrón duro. Todo ello en una caja grande como un ataúd.

Al final, ésa era toda mi ambición en la vida.

martes, 2 de diciembre de 2008

Abre la ventana que huele a moho

AVISO MUNDIAL















Se avecinan cosas.

martes, 18 de noviembre de 2008

Sex o no sex

He intentado reengancharme al fornicio nocturno, sin verdadera fe, y por tanto sin resultado alguno. No acaban ahí mis impotencias, pues he de confesarme también incapaz de contar con algún interés los sucesos del jueves pasado, durante cuya noche me dí al bebercio en compañía de unos. Venían amigas suyas, dos de las cuales eran víctimas potenciales. Una de ellas huesuda y presuntamente morbosa, y en efecto podría haberlo sido, pero ya digo que era huesuda y ojerosa, de murciélago el rostro, y apenas se me puso a tiro lo suficiente para cagarla, ebrio. Supongo que quien realmente me interesaba era la otra, una morenita bastante hermosa al tiempo que de aspecto opusino. Creo que era eso lo que me ponía grumoso el miembro y me daba ganas de impregnar su rostro virginal con mis pálidos mucílagos. Pero me pudo la pereza del inacabable antes y el siempre eterno después.

Ni el viernes hubo suerte, tampoco. Me junté con una lesbiana conocida de antes, la cual me acabó confesando con total naturalidad y en público que deseaba fornicar conmigo. Yo repliqué caballeroso que me era del todo imposible fornicar con una mujer prometida, pues está en efecto dicha envra prometida a una cubana cuyas fogosas represalias temo. Quién sabe, tal vez hubiérase unido la indiana a la coyunda en lúbrico triunvirato, pero sospechaba yo que aquella era más de dar navajazos para luego besar viril a su poseída.

El caso es que me ofreció hierba, lo que ha sido siempre un aliciente para mí. Tenía una amiga suya, al parecer, 300 gramos para vender, y lo decía abriendo mucho los ojos, como si fuera una cantidad imposible de colocar. Por ello quedé yo como un potentado al demandar una rebaja por comprarle todo. Así es, empiezo a parecerme a ese fenotipo tripudo y cazallero que sólo encuentra excitación en cerrar tratos cuanto más gordos, mejor.

Para formalizar tanto la compra como la propuesta de fornicio, accedí a presentarme en una fiesta temática que habían organizado, a la cual era imprescindible acudir caracterizado de estrella musical. Yo opté por disfrazarme de Dúo Dinámico, para lo cual hube de pasar la noche anterior confeccionando sendos chalecos de punto rojos y planchando con raya mis dos camisas y pantalones blancos.

Para el que sería mi partenér musical, fabriqué un sosias a base de rollos de papel higiénico habilitados sobre un armazón de alambre de percha, que iría adherido a mi hombro derecho a la manera siamesa. Llegué a practicar incluso un par de numeritos musicales frente al espejo, y acabé consiguiendo mover a mi títere compañero con alguna gracia.

Lamentablemente, en la fiesta todas se fijaban en mi hermano cartoniano. Llegó incluso a darse el lote con una morena de ojos rasgados y rollizo bullarengue, mientras una pecosa amiga suya le tocaba obscenamente el paquete, aferrando viciosa la bratwurst con la cual, en un alarde de insensatez, había dotado a mi afortunado e inerte amigo, sin parar mientes en el agravio comparativo que su morcillón habría de suponer para con mi escueta entrepierna.

Corroído por la envidia, aproveché una visita al cuarto de baño y la emprendí a golpes con mi muñeco partenér, destrozándole el su cuello de papel, estallando su cabeza globo, machacando su torso contra el lavabo y en general desmembrándole entero.

Salí del baño rabioso, deshaciéndome a grandes manotazos de los restos de aquel otro que sin ser siquiera demostraba mayor habilidad y pericia que yo para la caza coyunda, dejándome en el peor de los lugares.

A la mañana siguiente, resaca febril, y mal olor. Ropa tirada por el suelo de mi alcoba, junto con tres o cuatro carteras de desconocidos. El empaste cerebral que me atormentaba no me impidió colegir que había obtenido aquel botín la noche anterior, al final de la fiesta, muy borracho, sí, pero lo bastante lúcido como para sustraer aquellas billeteras con prestidigital soltura y oportuna desmemoria.

En efecto, soy cleptómano.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Barruntos

Nunca en la vida me he tomado en serio a nadie que se pretendiera pitoniso, augur u ocurrente en general, lo cual no quiere decir que no crea en la posibilidad de adivinar el porvenir, incluso de casualidad. Siempre he tenido el buen tino de mantenerme en un agnosticismo cobarde y oportunista, sabedor de que aquél que defiende cualquier hipótesis ha de recibir antes o después una lección de humildad en forma de lluvia de excrementos más o menos sutil, con la que la realidad se impone a cualquier intento por comprenderla.

En efecto, no comparto esa fe en la omnipotencia de la razón humana, por el contrario, tengo por mucho más poderosa a la ignorancia. Nótese bien, aborrezco la fe, no la razón.

Por ello se comprende que al no atarme a convicción alguna vivo libre, y tan pronto hago apalear al buhonero que llama a mi puerta ofreciéndose a leer la buenaventura, como me erijo yo mismo en oráculo agorero. Es el caso que de esta manera tan rocambolesca e improcedente pretendo introducir.

Dos veces en mi vida he tenido sueños premonitorios. No es lo que se dice un don sobrenatural, habida cuenta de que en mis treinta monos chorongos he tenido más de once mil ocasiones para la clarividencia onírica (sin contar las siestas) Es más, seguramente exista una explicación estadística a estos aciertos, e incluso puede que me encuentre por debajo de la media, pero nada de esto me importa, pues el poder ver o no el futuro me es indiferente en realidad. Lo que me abruma es el supremo vértigo que le invade a uno en el momento de constatar que el sueño que se acaba de tener coincide asombrosamente con el suceso de la mañana siguiente.

La primera vez fue siendo muy chico. Soñé con un cuarto de paredes, suelo y techo metálicos, fríos, color azul oscuro. Sólo la puerta de un ascensor, y sobre ella un rótulo de neón: “El programa de Pi”. Había, eso sí, alguien más junto a mí. Una persona que ya no recuerdo, y que era introducida en el ascensor para bajar, imagino ahora, al plató del programa en cuestión. En realidad lo único que recuerdo claramente es el momento en que vi descender el ascensor por su vano para quedarse atascado en el nivel inferior. Entonces, un desgarrador alarido procedente del interior del elevador helóme los huesos.

Desperté conturbado y mientras me desayunaba en la cocina materna, la radio comunicaba que en Barcelona una o varias personas habían muerto al caerse un ascensor. Le conté entonces el sueño a mi madre, quien sin darle mayor importancia me aclaró que Pi era, efectivamente, un apellido catalán.

Una y no más, hasta esta mañana. Un sueño turbio y desolador, en el que un grupo de personas, en una casa de campo, metíamos a nuestros mayores en una furgoneta, camino supongo del asilo, pero como si fuera el tren a Auschwitz. Allí andaba mi abuelo, mayor como está, con su bastón y varios viejos más, entre ellos otros dos, uno que mascullaba hoscamente, y un tercero para mí desconocido, cuya mirada antes de cerrar las portezuelas de la furgoneta hizo que se me viniera el alma abajo. Sonreía, el vejete, con sus ojos de perro lloroso clavados en los míos. Pero sonreía sincero.

Me he levantado con unas ganas locas de fumarme un cigarro. Un purazo, digo, no un pitillín de esos a los que estoy acostumbrado. Nervioso, vaya. Luego he oído por la radio que un señor mayor del que jamás había oído hablar y al que no me une absolutamente nada ha muerto esta noche. Por curiosidad he buscado su foto y hay que ver lo que se parece a ese anciano que me miraba desde el interior de la furgoneta.

Deploro profundamente el tono lastimoso y poco risible de estas líneas. Pero más deploro la certeza de que un buen día será mi culo pellejudo el que esté camino del asilo, vestíbulo de la tumba, y aún más lamento saber que la única manera de escapar a ese sórdido destino es buscarse una muerte violenta, excitante, sí, pero harto incómoda y aparatosa.

Para no dejar este empalagoso a la par que ceniciento sabor de boca, vaya una nueva ración de esas despropósitas búsquedas en gúguel con las que me encuentran, buitres volando en círculo sobre la mi cabeza.

soñar con pústula
tetas jaguayanas
pustular a trabajo fuera del pais
hombres haciendoce la paja
hoja de vida baraco bama
tete los serrano masturbándose
el fiero herodes
un hombre sin cable
indigena banzai desnudo
hombre guay
la perícula de asia
cañerias atascadas por hongos
extincion de los monos chorongos
pustulas de pollo
versos del pitorro
piropos con rima consonante
me cogio un mono
inficción
singularidad espaciotemporal
video de hombre con la cabeza agusanada


Mucho me temo que ni siquiera al último puedo satisfacer, pues no muestro imágenes de mi gruyeresca sesera, efectivamente repleta de agujeros de gusano y otras singularidades espaciotemporales. Será la premonición-coincidencia, pero llevo todo el día en un continuo deja-vú, con la misma cara de lelo que Mel Gibson al final de “Señales”, e igual desazón que el correspondiente espectador.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La Leyenda de O'Bama

El buque hundiente se hundió. No sabría decir cómo ni cuándo, de tan gradual que fue la inmersión. El caso es que aquí estoy, en este barco, por fin puedo decirlo: hundido. Asentado su casco sobre la arena del fondo, a bastante profundidad, yo diría, por lo fina que se ve esa telaraña nerviosa y oscilante que es la superficie del agua, vista desde abajo. Muy abajo. En una penumbra gris y casi perpetua, que sólo cambia para tornarse acuosa tiniebla, mar de tinta, por las noches.

Digo que este cascarón cochambroso yace semienterrado a bastante profundidad, porque no otra cosa sino la presión que el agua ejerce podría explicar lo estanco de su interior, que mientras el buque navegaba no paraba de inundarse y chorrear por entre mil grietas y boquetes. Hay una diferencia fundamental entre ese antes y el opresivo ahora que me rodea y es el silencio, este silencio grave y palpitante que hay a ras de fondo abisal. Nada chapotea, ya, no hay viento que aúlle y corte el rostro, ni graznidos de famélicas gaviotas perdidas en alta mar. Aún cruje, eso sí, la madera del casco. Menos que antes, y en lo que espero sean reajustes o acomodamientos a esta su nueva función de bóveda. Lo espero porque son toneladas de agua lo que ha de soportar, y si cediera, no habría de ser el líquido elemento clemente para con mi carne y huesos, que también serían aplastados y quebrados contra el fondo, dejando mi cuerpo plano como lenguado, y mi vida historia inconclusa y sin sentido.

Por suerte he podido rescatar algunos artefactos de esos que hacen más llevaderos la soledad y el aislamiento en espacios cerrados. A saber: una computadora capaz de transmitir, con la que ahora mismo escribo, y una radio. Poco más. Así es como he descubierto que bajo el agua se puede llevar una vida perfectamente normal, no muy distinta de la que pueda vivir cualquier ciudadano, preso en su colmena de hormigón y alambre.

El problema es la radio. No recibe muy bien aquí debajo, seguramente la amplia capa de agua absorbe y distorsiona las débiles ondas hercianas que alcanzan el fondo. Los locutores hablan con voces extrañas, como de besugo o lucio. Cuentan historias más estrafalarias de lo habitual, y por eso me pregunto a veces si no estaré sintonizando la conversación telepática de algún pez abisal.

Me hablan de un tal O’Bama. Un ser mestizo, mitad humano, mitad ogro, y es que al parecer su madre fue violada en una caverna por un monstruo tripudo y verrugoso que allí habitaba. La mujer, contrita y abochornada, calló la afrenta y ocultó mientras pudo las bulbosas consecuencias de aquel asalto carnal. Bulbosas, sí, pues su panza de preñada no tenía forma esférica o de balón, como viene siendo habitual entre las hembras de la especie, sino más bien de patata. Tal era el engendro que dicha cueva carnosa albergaba.

Cuando el alumbramiento tuvo lugar ya no hubo forma de ocultar la existencia del aberrante vástago. Púsole nombre la mujer, pero uno que jamás será pronunciado pues el padre de la misma, abuelo del retoño a la sazón, la apuñaló herido en su honra irlandesa, y maldijo al neonato con el apelativo de Varak O’Bama, que en gaélico significa Nefando Oprobio.

Nuestro amigo Nefando fue expulsado de la aldea de manera harto dolosa, esto es, siendo arrojado por un risco. Sobrevivió así y todo a la caída, e hizo vida en los bosques, alimentándose de raíces y agujas de pino, aprendiendo de los pájaros el arte de extraer gusanos de la corteza de los árboles, y de las musarañas el modo en que puede uno encontrar escarabajos entre el musgo.

Aullaba Varak a la luna por las noches, quejumbroso y desnudo, preguntándose si tal vez allá arriba, en aquella pelota blanca, fría y muerta, vivía quizás alguna especie de cangrejo albino con la que pudiera trabar amistad. Sus esperanzas, como cabe colegir, eran vanas.

Sí consiguió en cambio interactuar con otra especie de artrópodo, pues hízose amigo de un enjambre de langostas que asoló cierto verano la campiña irlandesa. Mientras la plaga devastaba los trigales, él cazaba al rececho los ratones de campo que del sembrado escapaban, dándose gran festín con las piezas que así obtenía. Cogiéronle confianza las langostas, y a menudo se posaban sobre él en marabunta, cubriendo su cuerpo todo, enredándose sus finas patas de insecto entre los ricillos que alfombraban su testa ahuevada, y dándole en general un aspecto horripilante.

Transcurría así la vida para el desdichado O’Bama, quien no conocía el lenguaje ni forma alguna de protocolo, y se expresaba con torpes vagidos y berreas cada vez que sentía algún impulso. Tan pronto echaba a correr haciendo molinetes con los brazos como se acurrucaba en el hueco de un viejo roble e imitaba el ulular de un búho. Puede que parezca extraño, grotesco o incluso contrario a derecho, pero tal hubiera sido el destino de cualquiera de nosotros de haber padecido sus mismas tribulaciones y haber sido privados de educación.

Corría pues entre los aldeanos de aquellos valles la leyenda de un ser bípedo y cetrino, que vivía del aire y no trabajaba. Susurraban las viejas en torno al fuego del hogar que este monstruo bebesangres acechaba por los tejados y se colaba en los dormitorios de las doncellas para masturbarse sobre sus enaguas. Una vez más la ceguera humana proyectaba en los demás los deseos propios, pues el pobre O’Bama jamás se encontró ni se encontraría nunca con otra hembra de su misma bastarda especie, y de hacerlo tampoco sabría qué hacer con ella, pues habíase amputado el miembro viril para usarlo a modo de cachiporra, con la cual remataba aquellas comadrejas, armiños u otros pequeños mamíferos que constituían su dieta.

Un buen día el desdichado O’Bama tuvo la mala fortuna de pisar un cepo para osos. Durante tres semanas desangróse por el tobillo mordido, hasta morir. De tal guisa lo encontró el zafio trampero que con tan poca gallardía se ganaba la vida, quien creyendo haber capturado al maleante vago de que hablaban las leyendas, cargó con el cuerpo hasta la aldea, y allí lo expuso, tendido en el centro de la plaza.

Los villanos congregáronse en torno al cadáver, admirando sus grotescas malformaciones contra natura. “O’Bama… O’Bama…” murmuraban santiguándose. El cura párroco del pueblo, vociferando, ordenó que el cuerpo fuera incinerado para que así el espíritu del endemoniado no volviera jamás en forma alguna. Y cuando ya tenían al infortunado y cuerpipresente O’Bama yaciendo sobre una pira de ramas y ungido en todo tipo de aceites inflamables, vino una penumbra nebulosa a oscurecer el sol. Los aldeanos giraron sus toscas cabezas hacia el cielo, a tiempo para contemplar una zumbante y ominosa nube de langostas, que se abalanzaba al rescate del cadáver de quien había sido su soporte en tantas ocasiones. De nuevo sus patas se posaron sobre la carne muerta, y a fin de poder alzarle en volandas se hundieron en ella, una por una, miríadas de langostas, para lentamente hacer levitar el cuerpo de Varak, y alzarlo varios metros sobre las espantadas y sobrecogidas testas de los aldeanos, en la postura del cristo.

Las langostas, cayendo en la cuenta del efecto que en los villanos habían producido, hicieron sobrevolar el títere cadáver de O’Bama por toda Irlanda, proyectando una enorme y siniestra forma de cruz sobre la isla esmeralda. Vieron enseguida la posibilidad de llevar a cabo sus anhelos de venganza y dominación sobre la raza humana, y se dirigieron al castillo del rey, a quien atormentaron con su espantosa visión hasta hacerle abdicar en favor del finado Varak, O’Bama, Nefando Oprobio.

Aquél cuyo verdadero nombre jamás será pronunciado, y que desde entonces reina en Irlanda con puño de hierro, escupiendo vaharadas de langostas cada vez que promulga alguna ley, fuero o edicto.




Esto dice mi radio. Vivo, como comprenderán, preocupado por que tal historia pueda ser cierta, y por ello ruego me confirmen si sus transistores profieren desatinos semejantes, u otros dislates igualmente inconexos y sin relación alguna, ni tan siquiera metafórica, con la realidad del mundo.

martes, 28 de octubre de 2008

Lucidez, Contrición, Cocido.

Tengo un amigo chiquitito que se va a vivir a Perú, de misionero. No es especialmente religioso y sí bastante drogadicto, empero, tiene un enchufe en la orden de los jesuitas. El Obispo de Lima en persona ha firmado y lacrado un salvoconducto por el cual este mi amigo puede viajar sin dar explicaciones aduaneras de ningún tipo. Decía lo de chiquitito por longitud, que no por edad, pues sácame unos cuantos meses el interfecto. Se operó hace unos años de estatura, sometiéndose a un trauma curioso cuando menos y consistente en el serrado y posterior elongación de sus huesos fémures. Dicho alargamiento se conseguía merced a sendos artefactos mecánicos que hacían de puente entre los dos fragmentos de hueso demediado, de tal suerte que sus engranajes asomaban por encima de la carne. Estaba así dispuesto el mecanismo al efecto de poder manipular un eje dentado, lento gnomon que era girado a razón de un grado o dos cada día, ensanchando el puente y haciendo así tenaza inversa para separar milimétricamente los fragmentos de hueso, que así se veían obligados a estirarse para conseguir cicatrizar. Sé que para describir el funcionamiento de aqueste ingenio artefacto convendría ofrecer alguna imagen, pero sólo he encontrado documentos del tipo dantesco y horripilante que seguro atrae a esos lectores que preguntan ¿es normal lamerle el culo a un hombre? para llegar a esta miserable tronera desde la que arrojo mis heces y esputos contra una humanidad cetrina que agoniza a ritmo de “blues”.

El caso es que huye este amigo remendado de la urbe católica y asaz puta en la que ha vivido siempre. Emprende viaje de muy incierto resultado en pos de siniestros y depravados fines, de los cuales no puedo hablar. Hago aún así público el hecho para que conste y sirva de acicate o admonición, pues seguramente el grueso de los misioneros que esparcimos por el mundo son roñosa carne de presidio, pero lo digo también desde el cariño que me produce saber que los demás son como yo seres sumidos en una atroz desesperación y resaca, y nadie en realidad encuentra solidez o coherencia en fe alguna.

Pero quería hablar de la noche del sábado, en que para despedir a este individuo se juntaron varios que hacía mucho que no se juntaban. La noche exudaba un ambiente frankensteniano, la memoria se descubría tullida, incapaz de recomponer las esquirlas de una vida que al presentarse así, toda junta, se revela desatinada y chusca. Y pronto a beber, y a hacer el ridículo con ganas, con vicio y gran fruición. A consumir, a darlo todo, y a lo que fuera. Desperdigando torpemente los valiosos polvos, comprando más, mezclando cosas y sabores amargos, con más humo, y cada vez más borrachos.

El polvo pendiente de juventú, aún atractiva, rotunda en su físico y facciones de poblada ceja. Pero con un novio ridículo, también conocido de hace tiempo, y ahora metamorfoseado en réplica bisbal, la melena trufada de mechas, la barba recortada, pero el mismo gesto de roedor. Y ella allí, mirándome fúrcica, muy consciente de lo del polvo pendiente. Y otra y más gente, un gorila señalándome con el dedo y pasándose la mano por el cuello en homicida pose. Otro sitio, amaneciendo y esnifando espíz sobre la tapa de un cubo de basura, sacando dinero mugriento, perdiendo toda suerte de llaves y tarjetas.

La mañana siguiente el fraude se destapa, abro unos ojos de corcho picante y me descubro invadido por la desazón. Qué espejismo atroz, subrayado por varias sustancias tóxicas, sí, pero así y todo de naturaleza perversa. Un súbito relámpago de lucidez ha iluminado cuatro o cinco cimas de mi vida anterior, la única que tengo, y ha mostrado su decadencia inexorable. La certeza de la muerte, en cada pata de gallo, en cada ubre fofa y pellejuda, en cada retorcida cana y cada voz cazallera. Todo cae, vencido, yo mismo apenas puedo sostenerme en pie ni enfrentarme a la visión del escaso sentido que tiene esta vida disoluta y criminal, podrida de contrición.

Nada en cualquier caso que no se pueda arreglar con un humeante caldo garbancero, cocido en jugo de tocino, chorizo, morcilla, otra carne que no sé qué es y eso sí, el hueso de jamón, que hasta el tuétano le chupo a este cocido resacoso, cuya materia pedestre y soez me calma el espíritu, reconciliándome de nuevo con esta simplona naturaleza de bruto descerebrado de la que jamás debí renegar.

jueves, 23 de octubre de 2008

El hombre que sudaba gasolina

El otro día volví a la Facultad un sábado, a beber. Había cuatro antiguos conocidos de entonces con los que había quedado. Ese día, por cierto, había comido macarrones. El caso es que apenas empezaba a retrotraerme al estadío anterior al que estos nostálgicos conocidos habían corrido a refugiarse, espantados por lo inhumano y prosaico del mundo real, entonces digo la desazón vino a reconquistar lo que tan fugazmente se le había escapado, a saber, nuestros maltrechos espíritus.

Quiso la miserable penuria tomar forma de macarra triunvirato que se presentó intruso, a bordo de un estruendoso coche, haciendo gala de malos modos y basta personalidad al apearse del auto. Pidieron entonces papel, para fumar, se entiende, que aparte de ese uso los macarras de esta clase sólo le conocen el de rebañar esfínteres. Al rato estaban sacudiéndose de lo lindo y entre sí, por pasar el rato, incomodándome en extremo y, debo decirlo, infectando de terror mis putrefactas entrañas.

Por suerte se fueron y siguió la cháchara insulsa por la que estos conocidos escupían sus respectivos rencores, fermentados al paso de los meses y en el fértil, ubérrimo estiércol con que se engrasa esta Humana Máquina de la que somos tuerca, tornillo, biela todo lo más. Asqueado por los barrotes y pistones con que este leviatán le apresaba y sondaba, uno de los conocidos imploró volver a lúdicas actividades del pasado, como grabar un corto, uno de esos abortos narrativos, grotescos monstruos de frankenstein audiovisuales, aberrantes creaciones que si verdaderamente fueran hijos sufrirían indecibles tormentos y paraplejias.

Perplejias fue lo que sentimos cuando ya de noche y aún allí se acercó un todoterreno para aparcar junto a nosotros, sin apagar las luces. Cuatro individuos observaban desde el interior en tiniebla. Sus siluetas, inmóviles, sus rostros en sombra fijos en nosotros. Dieron las largas un par de veces, provocando risitas nerviosas entre las féminas que allí había, y un estado casi animal de alerta en mí.

Se fueron sin más, pero no sin dejarme sumido en la más profunda ira, pues si yo tuviera el derecho a tener y portar armas de fuego, aquellos siniestros merodeadores se hubieran llevado su merecida metralla.

Aproveché la primera ocasión para largarme de tan inseguro espacio, pero seguí dando vueltas a aquella propuesta del conocido, picado por la idea de repetir torpezas pasadas en el vano intento de contar una historia, audiovisual por añadidura. Si ya me cuesta expresarme con palabras y tartamudeo furiosamente al hablar en público, ceñirme a un estilo descriptivo y pedestre como el de un guión me resulta irritante, y de hecho los escasos intentos que he terminado son harto fétidos.

Soy asaz manirroto en el manejo de las estructuras narrativas, incluso de las más sencillas, y enseguida me disperso para acabar indignado y maldiciendo a dios. Me obceco con alguna palabra y la repito como un orate, y lo dejo ya del todo cuando caigo en la cuenta de que el susodicho verbo no se va a ver en la pantalla. Entonces busco inspiración en el plagio, y me veo algo como “El almuerzo desnudo” para acabar más confuso y espantado que antes si cabe.

Y ahora, me parece que la lavadora hace ruidos extraños, como de insecto. Por eso, y a falta de pestillo, calzo la puerta y me concentro en el teclado. Emprendo animoso el aporreo digital, pero no sale nada coherente y sujeto furioso el monitor por las solapas, lo abofeteo, no dudando en coaccionarle físicamente para que me de lo que quiero. En vano, la máquina sólo musita daisy mientras sus cristales rotos chisporrotean de dolor y mueren.

Desnudo, en el centro de un pentáculo, acariciando mi cráneo de ciervo, conjuro a las furcias inspiraciones. Y una de esas putas de Lucifer flota hasta mi oreja y susurra ahí un titular:



EL HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA



SECUENCIA 1
Mazmorra



El HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA está atado a una silla, una PROSTITUTA ASIÁTICA vestida de cuero, antifaz y gorra-visera de coronel nazi, le está lamiendo por todo el cuerpo. El hombre que sudaba gasolina suda.

Ella le azota lasciva. Coge uno de los cirios pascuales que iluminan la estancia y empieza a verter cera líquida sobre él. Luego con una boquilla le hurga los orificios nasales, ante lo cual él suda. Se enciende el cigarrillo que iba adherido a la boquilla y perversamente lo acerca a la cara del hombre, quien suda abundante gasolina.

Se prende en llamas todo su cuerpo, mientras con las piernas hace presa para que la prostituta asiática finalmente se abrase con él, tras mucho forcejear.

SECUENCIA 2
Sala de autopsias


EL FORENSE está diseccionando el cadáver carbonizado del hombre que sudaba gasolina. Junto a él, un POCERO vestido con un traje de plástico y máscara antigás observa.


FORENSE
Pero ¿Qué..?

Al abrir el cadáver ha descubierto que el hígado es biónico. El pocero le aparta del cadáver y le explica.


POCERO
Resulta que a este señor se le implantó en su momento un hígado
artificial capaz de sintetizar gasolina e inundar con ella el organismo todo. No
hará falta que abunde en las posibilidades que esto ofrece en cuanto al
abastecimiento energético del país. Es de vital importancia que usted muera por
haber sido testigo del hecho. No podría dejarle vivir ahora que sabe que hay
seis implantados más caminando y sudando tranquilamente por las calles. Es por
ello que procedo a golpearle con este pico que portaba al efecto. Cae usted
muerto, y no me sorprende porque he sido fiero en el ataque. Tras proferir una
siniestra carcajada, me voy.

SECUENCIA 3
Atasco

Otro HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA resopla ante el volante en el atasco veraniego. Va descamisado y suda. Su TELÉFONO MÓVIL, en el asiento del copiloto, se abre y despliega sus patas de robot artrópodo. Sin que el hombre se aperciba, el teléfono se acerca al pivote del mechero y lo aprieta, cargando todo su peso en él. El teléfono mira fijamente al hombre hasta que el pivote salta, entonces lo extrae con un brazo articulado y lo aplica al codo del hombre sudoroso, quien se queja molesto y luego prende.

No acierta a quitarse el cinturón de seguridad por mucho que lo intenta y pronto las llamas hacen pasto de su asiento también, poco a poco del coche todo. El resto de los vehículos no puede avanzar ni retroceder, de modo que van explotando en cadena.

SECUENCIA 4
Restos del atasco

El POCERO registra uno por uno los coches entre los restos aún humeantes. Por la matrícula encuentra el del otro HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA, y extrae el hígado biónico de sus churruscadas entrañas. Se aleja espantando a los buitres.

SECUENCIA 5
Chalé con piscina en el campo

a)Jardín/Día

Otro HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA está preparando el fuego de una barbacoa. Hay MUJERES EN BIKINI. Las vemos evolucionar, ducharse y jugar con una pelota a cámara lenta, cactus enhiestos de fondo en el jardín. El hombre sopla con fuerza para avivar las brasas, sin dejar nunca de sudar debido al gran calor y a las mujeres en bikini. Por ello al aspirar demasiado cerca de las brasas el fuego prende su cabeza, y respira llamas, pero tiene el buen juicio de correr a la piscina y arrojarse al agua.

Sintiéndose cerilla usada, pero vivo, el hombre es atendido por las mujeres en bikini.

b) Exterior del chalé/Día

El POCERO baja los prismáticos y maldice:

POCERO
¡Maldigo!

Baja de la furgoneta y de su parte de atrás saca un lanzallamas, con el que entra en el chalé.

c) Jardín/Día

El POCERO espanta a las MUJERES EN BIKINI con su lanzallamas y lo aplica entonces al cuerpo del otro HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA, quien chilla y se retuerce.

d) Jardín/Noche

El POCERO observa el cuerpo completamente calcinado, del cual extrae el hígado biónico, que debido a su naturaleza ignífuga, sobrevive intacto a la cremación.

SECUENCIA 6
Embajada

Otro HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA se está rociando con gasolina para quemarse a lo bonzo delante de la Embajada. Ceremonioso, enciende una cerilla y se la aplica para estallar en una enorme bola de fuego que hace palidecer el sol y cubre de hollín y bochorno la Embajada.

SECUENCIA 7 (SECUENCIA ELIMINADA)
Garita

El POCERO y el ABAD DE WESTMINSTER discuten dentro de la garita.


POCERO
Y con este van cuatro… Faltan tres, pero quiero la mitad del dinero
ya porque todo esto me está suponiendo muchos gastos. Si no te convence me pagas
los cuatro que te estoy dando, y nos olvidamos de los otros dos. Pero como la
fama de tu exquisito paladar te precede, ambos sabemos que no vas a decir que no
a semejante manjar. Así que cojo el dinero que me corresponde y me voy.

ABAD
Muy bien.



SECUENCIA 8
Salón

La luz de una pequeña y débil LINTERNA revolotea por un salón a oscuras. Arrastra una silla y se sube a ella, para alcanzar la bombilla que cuelga del techo. Con las tijeras del pescado corta el cable justo por encima del casquillo, separa sus dos hilos, los pela y apenas ha empezado a introducírselos a la nueva lámpara que se ha comprado, su MUJER abre la puerta y entra en el salón, apretando el interruptor. Se enciende una lámpara de pie que permite ver al HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA subido en una silla cambiando la lámpara del salón, si bien prendiendo en el empeño y de un chispazo brotado de los cables pelados.

SECUENCIA 9
Crematorio

El VERRUGOSO OPERARIO EN CAMISETA DE TIRANTES abre la escotilla inferior del horno y con un costroso rastrillo de metal barre las cenizas del último HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA para meterlas en la urna y enroscar la tapa.


VERRUGOSO OPERARIO EN CAMISETA DE TIRANTES
¡Ay!


Un ÁSPID le ha picado en el talón, por eso se le cae la urna y se quebranta esparciendo las cenizas sobre el mugriento piso del crematorio, donde el HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA siempre quiso acabar sus días.

También cae el operario, y con unos últimos espasmos muere. Luego aparece el POCERO con una cesta, donde coloca al áspid, acariciándole la cabeza con el dedo.

Abre el portón del horno, esperando encontrar el hígado incorrupto del HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA pero no encuentra más que óseo carbón sobre la reja parrilla.

SECUENCIA 10
Acantilado de cartón piedra

El HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA declama al tormentoso cielo, con sus bucles culebreando al viento.


HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA
¡Oh, mísero de mí!¡He fingido mi propia muerte en vano! Vivía convencido de que mi obra no se reconocería hasta que no hiciera óbito, y por ello he simulado en patética comedia mi deceso, para sólo descubrir que mi marchante se ha apropiado de mi obra inédita, y la hace pública, presentando como autor a su sobrino de ocho años. Infaustos hados se
ciernen sobre mi serena frente, pues no puedo desfacer aquéste engaño y todos mis amigos me dan por muerto. A la mierda, pues, horror mundano, necia oquedad, vida hedionda. No te padeceré más.



El HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA se arroja por el acantilado y explota contra las rocas en una bola de gasolina ardiendo, batida por las olas.

SECUENCIA 11


a) Cocina

El último HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA arruga el gesto y se lleva la mano a la tripa acusando ardor de estómago. Abre la alacena y saca sal de frutas.

b) Exterior

El POCERO baja los prismáticos y maldice.

c) Cocina

Suena el timbre y al abrir la puerta el hombre se encuentra a un INDIVIDUO SOSPECHOSO vestido de repartidor.


INDIVIDUO SOSPECHOSO
Vengo a traerle su comida.

HOMBRE QUE SUDABA
GASOLINA
¿Qué comida?

INDIVIDUO
La que usté ha pedido

HOMBRE
Yo no he pedido ninguna comida. Y tú ni siquiera llevas
comida encima.

INDIVIDUO
¿Por qué no va a comprobarlo?

HOMBRE
Pero ¿qué voy a tener que comprobar? No he pedido y punto.

INDIVIDUO
Insisto en que debería comprobarlo


El hombre resopla y va a por el teléfono al dormitorio, momento que el INDIVIDUO aprovecha para poner una microcámara en la salida de gases. A través de ella vemos la cocina entera, y al hombre volver con el teléfono en la mano, perdido en algún menú.

El INDIVIDUO ya se ha ido.


SECUENCIA 12
Cocina

El HOMBRE QUE SUDABA GASOLINA lee el periódico en la mesa de la cocina. Entra un cóctel molotov, atravesando el cristal de la ventana. Cuando el hombre intenta apagarlo entra otro, y otro más, inflamando la cocina y parte del salón. Entonces intenta huir, pero la puerta ha sido atrancada. Debido al gran calor, suda. Esquivando las llamas alcanza la terraza y se arroja al vacío.

Comisaría

El monitor muestra la imagen que de la cocina ofrece la microcámara.


COMISARIO
(furioso)
¡Mierda! Si ese pocero no sale en la imagen no tenemos pruebas…

Abadía de Westminster

El ABAD DE WESTMINSTER come hígado biónico encebollado con ayuda de un mendrugo, quien le sostiene el tenedor, pincha un trozo y se lo lleva a la boca.


ABAD
(lascivo)
Mmmmmmm…


Un rótulo proclama la palabra “FIN” mientras oímos la lúgubre risa del POCERO.

Harto fétido. No digan que no les avisé.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Inficción

Ojalá tuviera un traje de realidad virtual. Aquello sí era ocio. O debía serlo, claro, yo no llegué a probar jamás ninguno. Pero qué privilegio debió ser para aquellos pocos afortunados poder ejercitar el cuerpo, con todas las posibilidades que ofrece este mundo que hay al otro lado de la pantalla, donde todos los parámetros pueden ser modificados, y puede uno saltar ocho metros hacia arriba, gatear por el techo o incluso echar a volar como un cohete. Sin tener que dar los pesados, esforzados pasos con los que debe uno caminar hasta su coche.

Parece ser que eran perjudiciales para la salud mental, estos trajes. No se comprende que, en una sociedad avanzada como la nuestra donde las libertades y derechos de cada ciudadano se respetan y todos sus deseos se ven satisfechos, haya progresos tecnológicos prohibidos. ¿Qué importan los desajustes de conducta al volver a la realidad? Desajustes del todo comprensibles por otra parte: la realidad natural es defectuosa. Y frustrante. Cuanto menos se pase por ella, mejor. Ojalá tuviera la suerte de trabajar desde mi dormitorio. Pero no. No hice bien los planes cuando debí, de hecho no hice plan alguno, y por eso no he podido conseguir más que este empleo mediocre que me obliga a desplazarme en coche hasta la oficina. Insisto: la realidad natural es defectuosa. Uno aprende después, cuando necesita saber antes. Esto no ocurre en el ocio, donde se pueden guardar los progresos, tantear las siguientes estrategias, y volver a empezar conociéndose ya el terreno. El ser humano es mucho más eficiente así. Está pensado para ser así.

Me han dicho que hay un truco para usurparle el puesto a uno de estos suertudos que trabajan desde su dormitorio, a través de pantallas y teclados como éstos. Hago buscar a mi personaje pero no logro encontrarlo. He probado mil maneras. He seguido a algunos durante varios días, he asaltado sus casas, tras múltiples intentos en los que me mataban, y cuando por fin lograba yo estrangularles en su cama, nada cambiaba. Ni aún poniéndome su ropa y yendo a trabajar a su oficina a la mañana siguiente. Nada. Mi barra de crédito sigue igual. Es verdad que no hay modo de distinguir, de entre los demás personajes, cuáles son sólo jugadores nocturnos como yo y cuáles son permanentes. Pero se supone que, si hubiera conseguido hacerme permanente, la barra de crédito del juego se sumaría a mi propia barra de crédito. Y demonios, tendría un montón.

Tampoco es que me falte crédito en el día a día, el mío, digo, no el del personaje. Soy un gran ahorrador. Hay quien despilfarra su crédito hinchándose a comer o conduciendo de manera agresiva, pero eso está penalizado, lógicamente. Cuanto menos crédito tengas, más te cobran por todo. Es de cajón. Después de todo, las entidades cuidan de este crédito que tanto nos cuesta ganar. Si no, habríamos de volver a la época en que se utilizaban frágiles billetes de papel quebradizo y deleznable, o monedas diminutas que se perdían a cientos por los huecos del sofá. Además de vernos obligados a contar en cifras, en lugar de orientarnos por la longitud de nuestra barra de crédito, que con un simple vistazo nos da una idea de cuánto tenemos.

Lo que sí se puede, en cambio, es comprar crédito para tu personaje con el tuyo propio. Basta con que el personaje se acerque a una sucursal y haga una sencilla transferencia. La propia entidad se encarga de convertir el crédito real en crédito imaginario, sin ningún coste. Y el crédito imaginario sirve, como todo el mundo sabe, para comprar todo tipo de productos imaginarios que enriquecen la experiencia del ocio. De hecho, mi personaje sí tiene un traje de realidad virtual.

En cuanto al crédito, yo prefiero guardarlo, de todos modos. Tengo ese carácter. Así puedo conducir mi coche sin miedo a quedarme tirado con el depósito seco. Es verdad, me gusta conducir manualmente, ver las hileras de luces avanzando en armonía, cientos de miles de coches, todos a una. Me extrañó cuando el otro día al volver del trabajo decidí tomar un desvío y el volante no me dejó. Deduje que el conmutador de conducción manual estaría roto, porque aunque lo pulsé una y otra vez, el coche seguía avanzando solo por la ruta habitual. Al llegar a casa, en el garaje, y siguiendo un impulso más propio de mi personaje que de mí mismo, hice saltar la carcasa del conmutador para ver si era capaz de encontrar la avería. Se desprendió sin apenas esfuerzo, descubriéndose hueca. Un simple adorno. Odié el conmutador y odié también mi dedo índice, que durante todo este tiempo me había hecho sentir esa fraudulenta sensación de libertad. Lo digo y lo repito: la realidad natural es defectuosa.

Esta noche mi personaje ha ido a ver una película bastante interesante. Eso comentaban los demás al salir del cine, yo no he podido concentrarme. No podía dejar de pensar en que al día siguiente sería jueves, el día en que mi personaje se ve con la mujer casada de la que está enamorado. Incluso me ha costado dormir, pero esta mañana me he despertado con la mejilla aplastada sobre el teclado, mis babas impregnadas sobre la barra espaciadora, y he ido a trabajar ansioso porque pase la jornada. Las rodillas temblando, cuando he vuelto a mi dormitorio y he encendido el monitor. El corazón rebotándome en el pecho mientras mi personaje merodea por el barrio de la mujer casada, salta la verja de su urbanización, trepa de terraza en terraza por la fachada hasta el quinto piso y se cuela por la ventana, donde ella le espera, desnuda y excitada.

Lo digo y lo repito: ojalá tuviera un traje de realidad virtual. Aquello sí que era ocio.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Libre Mercado

Al amanecer arribé desfallecido a las costas de una de las islas de aqueste archipiélago al que me refiriera el otro día. Rebocéme croqueto sobre la fina arena de esa playa y yací al sol por un tiempo, en duermevela. Apenas me repuse colegí que lo más sensato sería explorar aquella ínsula, así que me puse en pie, sacudí los barros de mi ropa y me soné, expulsando a un cangrejo ermitaño que había hecho habitación de mis narices durante esta breve siesta.

Caminé por la costa lo que me parecieron varios kilómetros, sin atreverme a entrar en la frondosa selva por miedo a perderme. Era ésta jungla frondosa y ubérrima, pródiga en musgos y vegetaciones, y parecía albergar todo tipo de vida, pues en la distancia oía continuamente cacareos de aves exóticas y aullidos de simio, cual si un animalesco y acalorado debate sacudiera de continuo aquel lugar.

Al doblar un cabo, mostróse ante mí el bello espectáculo natural que adorna toda agencia de viajes que se precie: una amplia bahía de aguas calmas y turquesas, sobre cuyas blancas arenas se inclinaban las palmeras, prestas sus hojas a dar sombra, a aguantar hamacas sus troncos, y a absorber orines sus raíces. Playa de blancas arenas que, todo sea dicho, habíase visto invadidas por una zodiac pilotada, era de suponer, por una recua de turistas cuyos restos yacían al sol en torno a una fogata. Allí un grupo de indígenas asaba sus extremidades y las engullía con gran fruición.

Me acerqué sonriente y con los brazos abiertos a este grupo de caníbales y dándoles la mano efusivamente me presenté, sabedor de que estas gentes se cuentan entre las más nobles y honestas de la Tierra toda. En contra de la creencia popular, el canibalismo bien entendido constituye una suprema aceptación de la auténtica naturaleza humana, esto es, de la naturaleza animal. Hay quien, aduciendo toda suerte de vacuos argumentos, prefiere no comer seres de otras especies similares a la nuestra y encuentra inmoral dicha ingesta. Sin embargo, quienes siguen tal doctrina no demuestran reparo alguno en devorar vegetales indefensos, que no han hecho jamás mal a nadie, antes bien, se han dejado esclavizar por nuestras agriculturas, procurándonos aún así todo tipo de fármacos y substancias ociosas.

En cambio, el caníbal no se cree superior a ningún otro ser, animal, vegetal o mineral, y acepta su destino, ora comensal, ora pitanza, pues se sabe inmerso en un sórdido sistema en el cual la vida se devora a sí misma con el fin de seguir viva y porque sí. O, si se es creyente, para mayor regocijo del Altísimo Hideputa, artífice ingeniero de tan cruel juego sinsentido.

Exponiendo estos sofisticados e irrefutables argumentos no les quedó más remedio que aceptarme como amigo, tras lo cual me condujeron a través de la floresta hasta su aldea. Estaba la misma compuesta de chozas rudimentarias, que al parecer debían ser reconstruidas después de cada monzón. No era ésta tarea ardua, máxime si consideramos que en su día a día no se dedicaban a ocupación alguna, salvedad hecha, eso sí, del intenso fornicio. Era ésta una tarea del todo necesaria en su sociedad, puesto que a excepción de aquellos grupos de turistas que arribaban ocasionalmente a sus costas y algún que otro mono que cazaban por deporte, no tenían más opción que devorar a sus propias criaturas, o cuando la demografía así lo aconsejaba, a los más ancianos. En general, al que opusiera menos resistencia.

Maravillado por aquel magnífico ejemplo de equilibrio sistémico, autorregulación y no interferencia en el entorno, creí haber llegado al Paraíso, y al punto me dediqué con todas mis fuerzas al carnal ayuntamiento, deseoso de convertirme en un miembro productivo de la comunidad.

Así fue hasta una noche de luna llena en la que, exhausto tras haber yacido con ocho muchachas, me tumbé en la intimidad de mi choza. Sin embargo, no concilié el sueño con la facilidad habitual. Y es que habíame parecido que, durante la cacería de la mañana, uno de los hombres de la tribu me había mirado con recelo y cierta hosquedad cuando le conminé a sujetar su arco con propiedad y arreglo a las buenas costumbres, toda vez que así mejoraría su precisión en el tiro. Sin duda los bofetones y puntapiés con que acompañé esta admonición no le resultaron agradables en su momento, pero la finalidad de los mismos era que la lección arraigase con fuerza, lo cual compensa a todas luces el dolor y los moratones, como convendrá conmigo cualquier experto en docencia.

Preocupado por este incidente, no conseguía dormir con la placidez habitual. Mi inquietud no pudo sino acrecentarse cuando oí el sonido de pasos sobre el sendero que lleva a mi choza. Silenciosamente salí del camastro de paja que hacía las veces de catre, y aferré el pringoso mango de la rudimentaria cachiporra con la que, en ocasiones, me hago masajes prostáticos.

Sin duda alguien se acercaba, y de un modo que parecióme furtivo. Desde las tinieblas de mi caseto escruté las sombras de la selva, agujereadas por la luz azul de la luna llena. Ahí había alguien, sin duda. Una silueta avanzaba entre los helechos, sendero arriba. Con el corazón aporreando mi pecho, pidiendo a gritos salir, resolví esperar a que esta figura cruzara la entrada de mi tosca morada y entonces ¡pum! darle matarile.

Así fue, sin más. Apenas asomó su cráneo se lo quebré como un coco. Resultó ser efectivamente el tipo de la tribu a quien hubiera amonestado esa misma mañana, quien sin duda se proponía atacarme durante la noche y dar buena cuenta de mí. Por el arco roto que portaba en sus manos, otro hubiera deducido que en realidad acudía a mí para que se lo arreglase, pero yo no me caracterizo precisamente por mi tendencia al arrepentimiento y la rectificación, actitudes que encuentro en extremo melindrosas y propias de pusilánime.

A la mañana siguiente ofrecí su cadáver a los miembros de la tribu, quienes aplaudieron la abundante cantidad de carne joven que les había proporcionado. Era yo un héroe en la aldea, y como tal se me trataba. Salvo los hermanos del tipo a quien matare, que fingían alegría, sí, de una manera perfecta además, pero yo sé que en su interior albergaban instintos revanchistas. Por ello, en la siguiente cacería tuve el buen tino de situarme en retaguardia y asaetear sus nucas, aduciendo después que se habían interpuesto en la trayectoria de mis flechas.

Nuevos vítores y aplausos estallaron cuando la mermada partida de caza llegó a la aldea, puesto que aún no habían dado cuenta de la carne de mi primera víctima cuando les proveía de dos cuerpos adultos más. Aquello era un festín al que no estaban acostumbrados, es por ello que me erigieron sin dudar jefe de la tribu. Primero, claro está, tuve que explicarles el concepto de jerarquía, pues no existía nada parecido en su primitiva sociedad. Lo entendieron sin embargo enseguida, pues mi habilidad a la hora de proveer de comida a la aldea no se podía achacar sino a una superioridad innata.

Mi nueva posición empezó a provocar suspicacias a mi alrededor. No manifestadas, claro, pero gracias a mi experiencia en el barco hundiente sé distinguir muy bien la verdad de la mentira, y no se me engaña con facilidad. No me costó por tanto imaginar que detrás de sus francas sonrisas, alegres carcajadas y cariñosos abrazos se escondían aviesas y magnicidas intenciones. Es por ello que mandé azotar de forma preventiva a todos los miembros de la aldea, de manera que unos y otros se turnaran a la hora de propinar y recibir estacazos. Era un buen modo de tenerles ocupados y alejados de cualquier maquinación usurpatoria, toda vez que la primera ronda de estacazos motivaba sobremanera al individuo que, en la siguiente ronda, habría de devolver la paliza a su verdugo. Y así sucesivamente.

Pero apenas llevaban cinco rondas, tuve una ocurrencia magistral: resolví ejecutar a todos los hombres de la tribu, de manera que al quedar yo como único fecundador posible, mi supervivencia sería para las mujeres una prioridad máxima, y me someterían a todo tipo de cuidados por el interés de la tribu, sin tener yo que preocuparme de intrigas palaciegas y sórdidas conspiraciones.

Esto me obligó, empero, a redoblar mis faenas fornicatorias. Qué digo redoblar, triplicar, decuplicar incluso. Llegó un momento en que sólo me mantuvo firme mi compromiso para con la comunidad ¡Un héroe! Ése era yo, mártir inmolado en el altar de Venus. Debo decir que en todo momento acepté gustoso mi sacrificado destino, pero llegó un punto en el que por más ardor patriótico que puse no hubo nada que hacer. No tardé en tomar una nueva y genial medida: ejecutaría a la mitad de la tribu para mantener a la otra mitad ¡Eureka una vez más!

Mi idea funcionó, pero sólo por un tiempo. Una a una me vi obligado a ejecutar a las miembras de la tribu, para quedar finalmente yo solo, devorando los restos de la última mujer en un postrero festín bastante aburrido, debo confesar.

Así estaba yo. Otra vez muerto del asco, unos cuantos kilos más gordo y sin nada que hacer. Es por ello que me resigné a mi destino y abandoné la infausta aldea, tomando el camino de la bahía aquella donde, en efecto, aún yacía la zodiac, desvaída la color por la prolongada exposición al sol, y cubierta por una costra de moho y salitre.

Me dispongo a arrancar su motor y hacerme a la mar en busca del barco hundiente, único navío que surca estas aguas infectas. Antes de ello introduciré este manuscrito en una botella, la sellaré y la arrojaré al mar para que, si no sobrevivo a mi periplo, quede igualmente constancia de los aciagos hechos que en esta isla acontecieron.

He demostrado que, después de todo y aún habiéndome rebelado durante largas décadas, la civilización finalmente ha hecho de mí un tirano, y ya no queda nada en mi interior del buen salvaje que pude ser, pues no veo en mis semejantes otra cosa que esclavos o carne de cañón, olvidando lo que por nacimiento todos y cada uno somos: hermanos comestibles.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Nacido Esclavo

El putrefacto cascarón sigue, milagrosamente, surcando las aguas fecales de este mar inacabable. Milagrosamente digo, y digo mal, porque más que milagro es condena a esclavitud y suplicio eternos. Un solo mástil aguanta ya en pie, una sola vela cuelga de él, fláccida y deshilachada, balanceándose junto al esqueleto ahorcado del último marinero insurrecto. Navega este barco en su mínima expresión, la borda desportillada como boca de vieja no impide que las caldosas olas bañen con su espuma pegajosa la cubierta, ningún camarote tiene ya salvo restos de paredes o techo, de barco queda sólo la osamenta, una cubierta plagada de boquetes astillados, colonias de hediondos percebes y mejillones verdosos, arracimados.

Nadie de entre la tripulación abre la boca, de tanto silencio y agua salada nuestros labios se han sellado y apenas conseguimos despegarlos para tragar unos cuantos sorbos del fango que contienen las barricas donde una vez hubo agua potable. Animales ya, con la mirada perdida, buscando alguna ocupación, por banal y rutinaria que sea, con la que distraerse de la nada que se respira en este asfixiante piélago.

En un rincón el facha con pluma, escuálido, reblandecida la piel por efecto del sol y la humedad, repasa un escueto inventario del que cada día que pasa tacha alguna línea. Sólo bebe pacharán, lo cual creo que le mantiene a salvo de la acción infecciosa de este agua corrupta que los demás ingerimos, sopa juliana donde hacen vida todo tipo de bacilos y paramecios, así como larvas de mosquito y huevas de tenia, que de solitaria nada.

Luego se me acerca y con mirada demente me enseña unos pergaminos que al parecer el comodoro timorato guardaba en su camarote. En ellos se da fe de su rancio abolengo y almirantesco pasado familiar, pero a mí me la suda como es comprensible y natural. Éste, el capitán, echó al agua hace un par de semanas al vigía para ocupar su puesto en lo alto del mástil, lejos de las miradas caníbales de esta tripulación de coyotes, y desde allí escruta el horizonte con un catalejo hueco de toda lente, musitando letanías. Con ellas pretende convocar al bello durmiente de R’lyeh, o al menos eso me susurra el facha con pluma, gran amigo de las teorías conspiratorias y del empecine en general.

Yo, por oposición a las elevadas aspiraciones del capitán y por no poder soportar ni un día más la monótona visión de esta fecal y putrefacta mar océana, me escondo en la bodega y hago repaso de alguna de las mohosas latas que esta nave mercante alberga. Al no haber proyector alguno, he de visionarlas al trasluz, fotograma a fotograma. Tarea tediosa donde las haya, pero de eso se trata, de pasar el rato, espachurrar uno por uno estos gusanos viscosos y rechonchos que se hacen llamar minutos.

La tortura ha sido máxima, toda vez que los títulos a visionar incluían glorias del cine patrio tales como la salidorra catetez de Celedonio y yo somos así, la absurda Las chicas del mini-mini, ese esperpento surrealista, auténtica oda a la grima llamado Sex o no sex, la obscena hipocresía de Las chicas de la Cruz Roja, y para acabar, una apenas pasable baratija del cine quinqui, Perras Callejeras. Esta castiza versión del método Ludovico ha provocado la debacle total de mi seso, que ha sucumbido al asedio y muerto por inanición. Subo de nuevo a cubierta, al mundo, que me parece agujero negro, remolino insoportable de náuseas y vértigos.

Pero no es el mundo. Es la tormenta, que sacude este esqueleto naviero de un lado a otro, revolviendo mi intestinidad. El cielo y el mar, ambos grises y pesados, indistintos en su furia. La espuma cenicienta de las olas, las gruesas gotas de lluvia, ambas me azotan el cuerpo despiadadas, sin que pueda diferenciarlas ni saber de dónde me cae cada una.

En el puesto de vigía, el comodoro timorato se ha amarrado a lo alto del mástil y vocifera poseso, retando a los elementos. El resto de la tripulación se aferra a algún tablón astillado de cubierta, desnudos, empapados, con sus ojos saltones y su piel amarillenta parecen sapos, peces de las profundidades, esos que no conocen la luz y tienen bocas de gruesos labios y aserrada dentadura.

Desorientado me balanceo y tropiezo por cubierta. En realidad yo me mantengo perfectamente erguido y en mi sitio, pero no así el mar ni el barco, que da tremendos bandazos y me golpea inmisericorde, verdaderamente un titán de maderas rotas y cabos desgarrados que brama con voz de trueno y me sacude con los muñones de su amputada arboladura. La paliza de mi vida, llega un punto que pierdo la visión y las nociones de arriba y abajo, no sé si hago pie en la cubierta o el cielo, pero apenas padezco porque en mi cabeza, por mi cerebro muerto, oigo resonar los ecos de mi reciente fusilamiento audiovisual.

En esto que viene a romper el cielo en dos un rayo de fulgor verdoso, que alcanza la punta del mástil y lo desgarra hasta la base, carbonizando al capitán timorato por el camino. Y sobre el barco, que de pronto queda inmóvil, en el ojo del huracán, flota una aparición.

Condesa decapitada, larguirucha hembra de lívidas carnes y mirada lánguida, sibarita bebedora de sangre de nombre Sophie. Aquella jefa que una vez tuviera la mi jefa, contramaestre de este buque a la sazón, espectro venido de entre los muertos para recuperar lo que es suyo. Y de paso darme curro. Mucho curro, y muy pesado.

Como la argolla de hierro forjado cuya carga doblega mi cuello, y va unida por cadenas herrumbrosas a los grilletes que me atenazan manos y pies. Antes creía estar mal, cuando sólo me aburría. Pero ahora lo sé. La certeza incuestionable de los latigazos y el hierro al rojo con que se me motiva no dejan lugar a dudas.

Ya no cabe espera alguna. Se impone el recurso a la acción directa si es que quiero dejar atrás esta vida de galeote. Algo bueno tiene el suplicio y el dolor físico, y es que además de tonificar el cuerpo despeja las ideas, que a estas alturas se enmarañaban perezosas en mi cabeza. Así es como descubro abochornado que mi único plan de futuro (a saber: jugar a la lotería cada semana) es un desatino digno de un inconsciente. Y que necesito una muy otra estrategia para salir de aquí.

De momento, esta noche escapo en un frágil esquife, a explorar un pequeño archipiélago junto al que hemos fondeado. Mis brazos, tumefactos y maltrechos, protestan por el esfuerzo, pero no puedo evitar reír a carcajadas mientras remo bajo la luz de las estrellas.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Don Bubón de la Ignominia y Salcedo

Las tribulaciones que referí el otro día me han abierto los ojos. El Gran Chasco de Hadrón, y las pestíferas y reveladoras búsquedas gugleanas me han reafirmado en una vieja teoría: hay que volver al siglo XIX.¡No hay duda! Durante el siglo XX, y a las pruebas me remito, todo se ha hecho mal o peor, y el XXI no parece estar mejor encaminado. Es por ello que considero un deber ineludible de todo ciudadano de bien renegar tanto de tecnologías como de relativismos morales que no llevan más que a la disipación. Es menester retomar los recatos, pudicias y modosías que caracterizaron la decimonona centuria. Incluida por supuesto la doble moral en cuanto al intenso fornicio. Muy especialmente en lo relativo al intenso fornicio. Porque ¿qué gracia hay en yacer con una muchacha cuyas caderas ya hemos admirado a placer, ceñidas tan sólo por una impúdica braga “tanga”? ¿Cómo puede un hombre en su sano juicio lograr una erección digna de tal nombre si la hembra de la especie no suelta un escandalizado gritito y se ruboriza al contemplar por primera vez un miembro pene? ¿Qué gracia hay en desvestir a una fémina que ya caminaba por la calle semidesnuda? ¿Acaso se puede comparar al exquisito y anticipado placer que supone levantar enaguas y desanudar corpiños? ¡No y mil veces no!

Es por ello que he decidido quebrantar mis anteojos y obtener como resultado sendos monóculos, los cuales he prendido al bolsillo de mi chaleco con la cadena de la cisterna. Asimismo he empezado ya a aplicar un linimento crecepelo en mi labio superior, con el fin de cultivar un hirsuto bigotón que dios mediante y a su debido tiempo albergará numerosas liendres, glorioso mostacho cuyas puntas rizaré con gran placer cada vez que vaya al canódromo.

He cambiado mi tullido y nada rentable forfiesta por una suntuosa calesa con cochero incluido, y paso las tardes en el club de caballeros donde no dejamos entrar a ninguna mujer, básicamente porque nos dedicamos a comparar la longitud de nuestras pililas y a hacer apuestas ridículas que se olvidan nada más pisar la calle. Luego acudo a un local clandestino donde las gentes de la alta sociedad tomamos absenta y contemplamos las evoluciones de una dama y su negro alazán. Acabado el espectáculo de bestialismo, vuelvo al hogar donde leo a la glauca luz de un parpadeante quinqué las Memorias de Aristófanes Columpio, insigne cartógrafo.

Y ahora manuscribo en papel barbado y con pluma de oca, haciendo pausas de vez en cuando para mirar las vigas del techo en busca de inspiración mientras me hago cosquillas con la punta de la pluma en mis velludos orificios nasales. Luego doblaré el pliego y lo lacraré, entregándoselo a mi secretario para que se ocupe de la mundana tarea de virtualizarlo, porque yo me niego a tocar esa herramienta proletaria, falsa linterna mágica y entretenimiento de barraca que es el ordenador. Antes de desvestirme, embutirme en mi pijama y cerciorarme de tener a mano el orinal, echo una última partida de ajedrez contra mi autómata, maniquí de sonrisa perpetua y grato contrincante a la sazón, pues rara vez acierta a coger una pieza. Tras derrotalle, embebido de la humana superioridad sobre la máquina y el mundo en general, me aplico la diaria dosis de cocaína inyectable y me acurruco entre las gruesas y pesadas mantas que tejiera mi bisabuela, la señora Ignominia de Tarambana y Melifluo, poetisa bucólica y aun así esposa casta y hacendosa.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Indignado Manifiesto de la Plataforma Ciudadana por un Apocalipsis Anticipado

Tras el rotundo y estrepitoso fracaso del Gran Colisionador de Hadrones, otro Apocalipsis incumplido, he decidido que lo dejo todo y me doy a la bebida.

Por si el chasco no fuera lo bastante monumental, un nuevo repaso a las búsquedas gugleanas por las que se llega a este mi cubil me hace constatar que, salvo los de siempre, a quienes amo, aquí sólo entran pérfidas gentuzas que no otro calificativo merecen, energúmenos que se dedican a buscar en los éteres virtuales cosas como:


juego paliza a un hombre con un erizo una motosierra
lisa turtle desnuda
16 monos
hufo
despiese fusil de chispa
esclavas crucificadas
el mejor fusil para francotirar
invitafantas
la pústula del hombre
punta cana grand paradise bavaro donde se puede follar
la wiskeria mas lujosa de españa
certificado de penales antropométrico
explotar pustulas
limpiaba ducha musculosos sudados
hombre haciendose una paja
masculinidad testiculidad
menú familia feliz
chuminos en lata
pene con escorbuto
aburrición extrema. qué hacer
como fundir plomo
fotos lisa turtle desnuda
hombres pegandole a rusas putas
se acaba combustible en pacific assault
fusil casero
como quitar lo rojo e hinchado de los barros


Y los habituales del mono chorongo.

Es innegable que, si los demonios Gúguel y Magúguel consideran que este mi cubil es respuesta a semejantes preguntas, lo que aquí muestro no se puede considerar sino puta mierda harto nociva, dolosa para con cualquier concepto estético y moral.

Quede así este involuntario soneto dadá para dar fe de mi rencor y enfurruñe. Si me necesitan estaré debajo de un puente, aguantando granizos y pedriscos y mamando vino en tetra brik.

lunes, 25 de agosto de 2008

La Voz de la Sangre

Vaya por delante que esta mugre que voy a soltar es verídica y no tiene ninguna gracia. Por eso mismo he vuelto a todo meter, asqueado, al máximo que permite el debilucho motor de mi viejo y destartalado forfiesta. En realidad es una excusa, claro, pero: Siempre digo que lo bueno de llevar un coche de mierda es que continuamente lo manejas al máximo de sus posibilidades, a punto de reventar. Y es cierto. A 140, que no alcanza más. Las revoluciones en zona roja, el volante vibrando, los retrovisores amenazando desprenderse, la carrocería entera agitándose como los cachetes de una mulata sambista, vertiginoso traqueteo sobre el cien veces remendado asfalto de la A-2. El acelerador pisado a tope durante todo el trayecto, la pata tiesa, apretando furiosa el pedal a pesar de los calambres.

Todo para volver y hundir la cabeza en la rutina cuanto antes. A olvidar. La resaca palpitando sucia en mis sienes, el seso áspero, como cargado de gravilla. Pero por más carretera que trago me vuelve a la cabeza su cara, su estúpida y perpetua sonrisa. Ya sabía yo que huir no iba a servir de nada.

Había llegado a la aldea de mis antepasados como si tal cosa, a una comida familiar, y por escapar un rato también. Ya me quedé, por curiosidad, por ver más de cerca a las jóvenes hembras de la raza. Este pueblo es una aldeúcha perdida en medio de un pinar, vacía en invierno, llena de coches en verano. Y gente con niños, claro. Un lugar de fertilidad, al que vuelvo algunos veranos como los salmones a la charca donde les desovaron. Será el campo, el sol, el aire tranquilo, la paja seca, los culos de las niñas, que todo incita a la natural coyunda, a llenar la granja de retoños. Pero ya no hay granjas, ésa es la trampa, el espejismo. Ni cerdos, ni gallinas, ni mulos. Moscas sí. Y chalés. Pero sobre todo campo, y generaciones mezcladas. Ahí está el peligro. Nada bueno puede salir de esas verbenas populares donde treintañosos y quinceañeras se emborrachan juntos hasta el amanecer, y un rato más.

Vuelve uno a verse con los otros, con esa gente que sólo se ha visto en verano, cada verano, eso sí. Con un año de por medio cada vez. Pasan muy rápido, los años, de esta manera. Quizá sea eso, por lo que me cuesta digerirlo. La prima que antes era una mocosa que jugaba a clavarme agujas, así, por hacerme rabiar, de pronto tiene veinte años. Y sigue siendo la misma cría inaguantable, no hay duda. Y sigue pinchándome. La muy zorra, sigue jugando, pero ni siquiera me pone cachondo, porque no para de rajar y rajar, descarada e insolente bocazas.

Pero no es la única. Me miran, las crías. Por algún asombroso milagro no reparan en el grosor que ha ido adueñándose de mi panza. Ni en las arrugas de los hombros ¡En los hombros, lo nunca visto! Pues ahí las tengo. Decadentes, señalando hacia abajo, allá donde toda mi carne poco a poco se va precipitando. Mis toses y mi voz cazallera y alarmantemente grave, nada de eso las disuade, una de esas golfillas me toca el culo y todo, tan fresca. Se merece unos azotes. Por qué será, que les parezco deseable vejestorio. Los genes, seguro, algún rollo incestuoso y vomitivo. Otra que ni conozco me increpa a voces indecencias y obscenidades mientras pasea con su madre. No tienen vergüenza ni la han conocido, las de ahora. No saben el peligro a que se exponen. Y yo tengo un certificado de penales que mantener intacto, y conozco a sus padres, que me han saludado con sonrisa sincera y me han invitado a cenar, hasta que me han visto cerca de sus hijas, y ya no les hago tanta gracia, con el cubata en la mano. Y así les pago yo el recibirme con los brazos abiertos: con miradas lascivas, muecas lúbricas y sórdidos tejemanejes en los que podría perfectamente enredar a sus retoñas. Serían presas fáciles, pero ¡mierda! Aquí todo el mundo me conoce. Y me juzga. Yo mismo, por qué negarlo.

Hay pequeñas diferencias respecto a la ciudad. Para sacar dinero hay que conducir veinte o treinta kilómetros, por ejemplo. Esto a su vez se compensa porque el güisqui es mucho más barato. Lo cual siempre es de agradecer, pero también tiene su peligro. Hay mucho alcoholismo, y muy poca vergüenza. Es lo que tiene, conocerse todos y estar como en familia. La asquerosa confianza, ya se sabe, al principio uno intenta mantener el tipo pero acaba poniéndose en ridículo, es inevitable.

Algunos, los de mi quinta, medio amigos, tendrán que serlo digo yo, aunque les vea un día o dos al año ya van muchos. Para mí lo son, y basta. Pues agachan la cabeza, cuando les cuento lo del barco hundiente. Ese sórdido agujero infestado de piratas dispuestos a apuñalarte para vender tus órganos en el puerto más cercano, ese buque putrefacto me ha empapado de su hedor, y me creen cineasta, me toman por pez gordo o algo así ¡A mí! Hasta ahí podíamos llegar. Se nota, vaya que sí, la brecha que se abre entre ellos y yo. No sé por qué se creen peores, y me canso de decirles que valen mucho más que ese puñado de reptiles venenosos que me aburren y encallecen el alma a diario.

Y las niñas se ponen todavía más tontas. Y mira que despotrico y repudio, y les digo que jamás en la vida se acerquen a ese hatajo de viciosos drogadictos, pedófilos y proxenetas que conforman la gentuza del cine, si no es para pegarles un tiro a bocajarro, en toda la cara. Pero ni con esas. Esa que es prima mía y no se calla ni debajo del agua me dice que escribe guiones, y me meto en el papel de maestro ¡Yo! Que jamás supe de nada. Abandono a mis medio amigos, y todo, me quedo solo con ésta.

Y la brecha se hace aún más grande, el abismo de crapulencia en que me hundo es cada vez más profundo, cuando descubro que estoy hecho todo un gentuzo, yo también vicioso drogadicto pedófilo y proxeneta que sólo piensa en cómo y por dónde podría metérsela, aquí a mi prima, mientras hago como que escucho. Fingimiento imposible por otra parte, qué bocazas insolente, no para de blasfemar y picarme. No tiene conversación normal, sólo pullazos, y claro, yo me revuelvo.

Luego, en la verbena, me regala un clavo que ha encontrado por la calle. No pequeño precisamente, largo como un dedo, se nota su peso al sostenerlo y probar la punta con el índice. Y yo la abronco, claro, no sé de qué otra manera tratarla, le agarro de las muñecas cuando intercepta el porro que me iban a pasar, para quitárselo, pero no se deja y me faltan huevos para hacerle daño de verdad, se ríe, la boba, pero yo voy muy en serio.

Por eso me enfado y grito, y levanto la mano, mi callosa mano de viejo. Que grande me hace parecer, ésta y sus amigas, qué ruin y miserable. Gritándole a la cara, amenazando con abofetearla si no se calla. Agarrando la piel de su culo, milagrosamente suave y terso. Follándomela entre la paja mientras con mi manaza de viejo le tapo la boca, la estúpida sonrisa, a ver si así se calla de una puta vez. La voz de la sangre, que le dicen.

Por eso a la mañana siguiente, atravesado por la resaca, lo primero que hago es meter la ropa sucia en una bolsa, echarla al maletero y salir zumbando. No puedo pararme aquí, otra vez pedal a fondo y carretera. Más lejos, lo más posible, de este terruño infame y socarrado por el sol, este imperio de la gañanidad donde quedan mis raíces mutiladas, comidas por el moho y los gusanos.

lunes, 11 de agosto de 2008

¡A Reventar!

Llevado por el aburrimiento, asediado por el calor en este cuarto donde el aire sudado y paposo da vueltas y vueltas sobre sí mismo, empujado por un ruidoso y vago ventilador, me doy al vicio de la pereza y la inacción. Engullo, tirado sobre el colchón, mientras hago repaso de la pila de películas que acumula polvo en mis estantes. Sin parar, total para qué, me veo del tirón mad max, una noche en la ópera y la matanza de texas, todo revuelto sí señor. Comida china, otra vez, no fallan éstos, en diez minutos está el timbre sonando: tenga el billete, y las monedas. Y cuando se va el chinito, buscando como loco a la gata ¿dónde está? A ver si la ha raptado el miserable, que ya me sé yo lo que de cerdo tiene el agridulce, pero no, ahí está, agazapada debajo del armario, bien escondida. No le falla, el instinto.

Pues eso, a tragar. Al día siguiente ya no me queda otra que bajar, maldiciendo mi nevera vacía. Pero de hacer compra nada, que es domingo. No. A la tienda, a por cerveza. Dos, mínimo, para cenar. También tienen películas, purita escoria, cómo no, y bastante cara además. Es igual: a la cesta, y se paga religiosamente, sólo faltaba. Luego, cruzando la acera, dos hamburguesas y dos de patatas. Ya tengo cena. Y vuelta a tirarse al colchón, vuelta a tragar, sin parar, y a sudar ¡Así sí! Da gusto, llenarse el buche, y la cabeza, se acaban de golpe todas las penas y preocupaciones, asfixiadas por el bolo alimenticio. Así me aturdo el alma, sí señor, a golpe de carne de vacuno, o de bakunin, vaya usté a saber, pero es que me da igual, sea de rata o cabra montesa, carne es. Y sangra ketchup a cada mordisco.

Lo tengo decidido: ya no salgo más de casa. Me dedico a hincharme, sin medias tintas, hasta reventar. Y no paro, ojo. Cuando me veo repleto, que más no cabe, me revuelvo un poco, me pongo de lado haciendo crujir el somiér y los muelles del colchón, y no tarda en salir el pedo, o el eructo. ¡Ya hay sitio! Es un milagro, la anatomía. En lo que tarde en llegar el chino hago hambre y todo.

Sus empanadillas, de ésas me puedo atiborrar y aunque me caigan los lagrimones no paro. ¡Qué ricas! ¡Venga a tragar! Rollitos a puñados. El arroz no, que no sabe a nada, tallarines, pase, pero sobre todo cerdo agridulce, pollo al limón, ternera con bambú, engullo las tarrinas sin cubiertos ni nada, que eso es de maricas o afrancesados. Me chorrean las salsas por la barbilla, me pringan el pecho sudado, resbalan hasta las sábanas. ¡Es igual! Ese rollo de la higiene y el orden no son más que pamplinas, melindres de afeminado que a mí me la sudan ¡vaya que sí!

Cruje, el somiér, cada vez más. Pido un par de pizzas, qué gran invento, el celular. No tengo ni que levantarme del colchón, que cada vez chirría más, se doblan, las patas de la cama, entre los restos de basura. Tarrinas vacías, bolsas de papel arrugadas, envoltorios de hamburguesa, pero de comida ni rastro, aquí no se hace desperdicio y todo lo engullo. Y para que la dieta audiovisual esté a la altura, me expongo a una ráfaga continua de cine basura, anda que si tuviera que buscar calidad ¡iba listo! Moriría inane, no hay duda. Así que nada, habrá que hacer el cuerpo y el cerebro, amoldarlo a los tiempos que corren. Así es, la vida moderna. Los cuatro fantásticos, la guerra de los mundos, van helsing, serenity, doom, todo deuvedés que he comprado en la misma tienda donde me hice con las cervezas, a puñados los cogí y los eché a la cesta, sin respeto alguno ¡Sólo faltaba! Lo pago, luego es mío para limpiarme el culo con ello, si quiero.

Pero hay que seguir, y después de las pizzas, kebabs, que también me los traen a casa. Ya ni cierro la puerta, para que puedan entrar los repartidores directamente a mi cuarto. ¡Qué caras de susto, al verme! Y qué ataques de risa, los míos, peligrosísimos, con la panza así de llena. Pero es igual, porque el dinero lo suelto a puñados, toma billetes, lo que falte lo coges de ese bote pero acércamelo, el pollo asado, pónmelo aquí en la barriga, que me voy a poner hasta arriba ¡y quita ya esos cubiertos de plástico y servilletas de papel! Cuánta tontería...

La noto, la grasa, el aceite, las salsas, los tropezones de todo, atiborrándome las venas, embotándome la cabeza. A punto de llorar salsa tártara, estoy ¡sudo mayonesa! Y encima el cielo clarea. Despunta el lunes, pero eso no va a interrumpir mi gula desbocada. Ni espero a que me llamen: soy yo mismo quien advierte que hoy no voy a trabajar, que yazco inflado, aplastando el catre, cebado como un puerco, gordo como campana catedralicia, y al otro lado de la línea el jefe aplaude mi entusiasmo y decisión. ¡Todo un ejemplo! me dice que soy ¡Así se levanta el país! ¡Así se afronta una crisis! Con aplomo y valentía, gastando y gastando, que corra el dinero. Me limpio la salsa barbacoa con los billetes de a cinco y luego pago. Y siempre la misma respuesta: ¡Sí señor, y cómo no! Lo que usté mande, se lo traemos.

Se corre la voz y al rato está allí la tele, y muchedumbres que me piden autógrafos. ¡Bravo! Me aclaman, mártir de hoy en día, campeón de los tragaldabas. A mediodía viene el Rey, a ponerme una banda, y el alcalde, con la llave de la ciudad. ¡Un héroe, soy! ¡Todo lo dilapido! Que no cese, el fluir monetario, abajo la racanería y la avaricia, hay que gastar, consumirlo todo, cuanta más mierda ¡mejor! Si entra basura, menos ha de trabajar el organismo para producir excrementos. Ergo: vivir así ha de ser sano ¡A la fuerza!

El Rey me ha traído torreznos, los cuales al parecer ha elaborado su mismísima señora, reina mía a la sazón, y tienen una pinta aceitosa que da gloria verlos, ya ni están crujientes de puro churretoso, las pompas que hace la piel del marrano frito están rellenas de grasa líquida, y es morderlo y ¡chof! en la cara de su majestad, todas las cámaras retratan el saber estar y la campechanía con que se limpia la faz.

En este apogeo estoy cuando un tremor inenarrable, que parece proceder del mismo centro de la Tierra, invade mi intestinidad. Un vértigo místico me arrebola las mejillas de cerúlea palidez, gorgorismos y tribulaciones estomacales resuenan por la mi casa y mi barrio, silenciando como en misa a la multitud al efecto congregada.

Ay, que me viene…

Y se me va. Por la patilla, por arriba, por abajo, madre mía, el odre se vacía sobre las eminencias que me hacen consorte ¡Qué experiencia anatómica inigualable, el desinflarse! Magnífica pedorrera, vomitona hercúlea, épica cagalera, todo ello aspersión de bituminosos mucílagos, unicidad multicultural donde el kebab, el rollito, la chisbúrguer, la pizza y el falafel se han fusionado y se expanden, hermanados, por todas las direcciones del espacio.

Escuálido de nuevo, vaciado, fláccidos y estriados los pellejos, recibo la llamada del jefe, que mañana sin falta, y es su voz agria. Ya no me aman. Ya no soy el glotón mastodonte que admiraban, la fuerza de la naturaleza que les dejaba el plato, las huertas y los ranchos limpios, expeditos, vacíos de toda cosa.

Los ecos de un postrer y enorme pedo resuenan por todo Madrid, desgarrador y magnífico aullido del héroe que pudo ser y no fue.

A partir de mañana, a consomés.