jueves, 25 de septiembre de 2008

Inficción

Ojalá tuviera un traje de realidad virtual. Aquello sí era ocio. O debía serlo, claro, yo no llegué a probar jamás ninguno. Pero qué privilegio debió ser para aquellos pocos afortunados poder ejercitar el cuerpo, con todas las posibilidades que ofrece este mundo que hay al otro lado de la pantalla, donde todos los parámetros pueden ser modificados, y puede uno saltar ocho metros hacia arriba, gatear por el techo o incluso echar a volar como un cohete. Sin tener que dar los pesados, esforzados pasos con los que debe uno caminar hasta su coche.

Parece ser que eran perjudiciales para la salud mental, estos trajes. No se comprende que, en una sociedad avanzada como la nuestra donde las libertades y derechos de cada ciudadano se respetan y todos sus deseos se ven satisfechos, haya progresos tecnológicos prohibidos. ¿Qué importan los desajustes de conducta al volver a la realidad? Desajustes del todo comprensibles por otra parte: la realidad natural es defectuosa. Y frustrante. Cuanto menos se pase por ella, mejor. Ojalá tuviera la suerte de trabajar desde mi dormitorio. Pero no. No hice bien los planes cuando debí, de hecho no hice plan alguno, y por eso no he podido conseguir más que este empleo mediocre que me obliga a desplazarme en coche hasta la oficina. Insisto: la realidad natural es defectuosa. Uno aprende después, cuando necesita saber antes. Esto no ocurre en el ocio, donde se pueden guardar los progresos, tantear las siguientes estrategias, y volver a empezar conociéndose ya el terreno. El ser humano es mucho más eficiente así. Está pensado para ser así.

Me han dicho que hay un truco para usurparle el puesto a uno de estos suertudos que trabajan desde su dormitorio, a través de pantallas y teclados como éstos. Hago buscar a mi personaje pero no logro encontrarlo. He probado mil maneras. He seguido a algunos durante varios días, he asaltado sus casas, tras múltiples intentos en los que me mataban, y cuando por fin lograba yo estrangularles en su cama, nada cambiaba. Ni aún poniéndome su ropa y yendo a trabajar a su oficina a la mañana siguiente. Nada. Mi barra de crédito sigue igual. Es verdad que no hay modo de distinguir, de entre los demás personajes, cuáles son sólo jugadores nocturnos como yo y cuáles son permanentes. Pero se supone que, si hubiera conseguido hacerme permanente, la barra de crédito del juego se sumaría a mi propia barra de crédito. Y demonios, tendría un montón.

Tampoco es que me falte crédito en el día a día, el mío, digo, no el del personaje. Soy un gran ahorrador. Hay quien despilfarra su crédito hinchándose a comer o conduciendo de manera agresiva, pero eso está penalizado, lógicamente. Cuanto menos crédito tengas, más te cobran por todo. Es de cajón. Después de todo, las entidades cuidan de este crédito que tanto nos cuesta ganar. Si no, habríamos de volver a la época en que se utilizaban frágiles billetes de papel quebradizo y deleznable, o monedas diminutas que se perdían a cientos por los huecos del sofá. Además de vernos obligados a contar en cifras, en lugar de orientarnos por la longitud de nuestra barra de crédito, que con un simple vistazo nos da una idea de cuánto tenemos.

Lo que sí se puede, en cambio, es comprar crédito para tu personaje con el tuyo propio. Basta con que el personaje se acerque a una sucursal y haga una sencilla transferencia. La propia entidad se encarga de convertir el crédito real en crédito imaginario, sin ningún coste. Y el crédito imaginario sirve, como todo el mundo sabe, para comprar todo tipo de productos imaginarios que enriquecen la experiencia del ocio. De hecho, mi personaje sí tiene un traje de realidad virtual.

En cuanto al crédito, yo prefiero guardarlo, de todos modos. Tengo ese carácter. Así puedo conducir mi coche sin miedo a quedarme tirado con el depósito seco. Es verdad, me gusta conducir manualmente, ver las hileras de luces avanzando en armonía, cientos de miles de coches, todos a una. Me extrañó cuando el otro día al volver del trabajo decidí tomar un desvío y el volante no me dejó. Deduje que el conmutador de conducción manual estaría roto, porque aunque lo pulsé una y otra vez, el coche seguía avanzando solo por la ruta habitual. Al llegar a casa, en el garaje, y siguiendo un impulso más propio de mi personaje que de mí mismo, hice saltar la carcasa del conmutador para ver si era capaz de encontrar la avería. Se desprendió sin apenas esfuerzo, descubriéndose hueca. Un simple adorno. Odié el conmutador y odié también mi dedo índice, que durante todo este tiempo me había hecho sentir esa fraudulenta sensación de libertad. Lo digo y lo repito: la realidad natural es defectuosa.

Esta noche mi personaje ha ido a ver una película bastante interesante. Eso comentaban los demás al salir del cine, yo no he podido concentrarme. No podía dejar de pensar en que al día siguiente sería jueves, el día en que mi personaje se ve con la mujer casada de la que está enamorado. Incluso me ha costado dormir, pero esta mañana me he despertado con la mejilla aplastada sobre el teclado, mis babas impregnadas sobre la barra espaciadora, y he ido a trabajar ansioso porque pase la jornada. Las rodillas temblando, cuando he vuelto a mi dormitorio y he encendido el monitor. El corazón rebotándome en el pecho mientras mi personaje merodea por el barrio de la mujer casada, salta la verja de su urbanización, trepa de terraza en terraza por la fachada hasta el quinto piso y se cuela por la ventana, donde ella le espera, desnuda y excitada.

Lo digo y lo repito: ojalá tuviera un traje de realidad virtual. Aquello sí que era ocio.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Libre Mercado

Al amanecer arribé desfallecido a las costas de una de las islas de aqueste archipiélago al que me refiriera el otro día. Rebocéme croqueto sobre la fina arena de esa playa y yací al sol por un tiempo, en duermevela. Apenas me repuse colegí que lo más sensato sería explorar aquella ínsula, así que me puse en pie, sacudí los barros de mi ropa y me soné, expulsando a un cangrejo ermitaño que había hecho habitación de mis narices durante esta breve siesta.

Caminé por la costa lo que me parecieron varios kilómetros, sin atreverme a entrar en la frondosa selva por miedo a perderme. Era ésta jungla frondosa y ubérrima, pródiga en musgos y vegetaciones, y parecía albergar todo tipo de vida, pues en la distancia oía continuamente cacareos de aves exóticas y aullidos de simio, cual si un animalesco y acalorado debate sacudiera de continuo aquel lugar.

Al doblar un cabo, mostróse ante mí el bello espectáculo natural que adorna toda agencia de viajes que se precie: una amplia bahía de aguas calmas y turquesas, sobre cuyas blancas arenas se inclinaban las palmeras, prestas sus hojas a dar sombra, a aguantar hamacas sus troncos, y a absorber orines sus raíces. Playa de blancas arenas que, todo sea dicho, habíase visto invadidas por una zodiac pilotada, era de suponer, por una recua de turistas cuyos restos yacían al sol en torno a una fogata. Allí un grupo de indígenas asaba sus extremidades y las engullía con gran fruición.

Me acerqué sonriente y con los brazos abiertos a este grupo de caníbales y dándoles la mano efusivamente me presenté, sabedor de que estas gentes se cuentan entre las más nobles y honestas de la Tierra toda. En contra de la creencia popular, el canibalismo bien entendido constituye una suprema aceptación de la auténtica naturaleza humana, esto es, de la naturaleza animal. Hay quien, aduciendo toda suerte de vacuos argumentos, prefiere no comer seres de otras especies similares a la nuestra y encuentra inmoral dicha ingesta. Sin embargo, quienes siguen tal doctrina no demuestran reparo alguno en devorar vegetales indefensos, que no han hecho jamás mal a nadie, antes bien, se han dejado esclavizar por nuestras agriculturas, procurándonos aún así todo tipo de fármacos y substancias ociosas.

En cambio, el caníbal no se cree superior a ningún otro ser, animal, vegetal o mineral, y acepta su destino, ora comensal, ora pitanza, pues se sabe inmerso en un sórdido sistema en el cual la vida se devora a sí misma con el fin de seguir viva y porque sí. O, si se es creyente, para mayor regocijo del Altísimo Hideputa, artífice ingeniero de tan cruel juego sinsentido.

Exponiendo estos sofisticados e irrefutables argumentos no les quedó más remedio que aceptarme como amigo, tras lo cual me condujeron a través de la floresta hasta su aldea. Estaba la misma compuesta de chozas rudimentarias, que al parecer debían ser reconstruidas después de cada monzón. No era ésta tarea ardua, máxime si consideramos que en su día a día no se dedicaban a ocupación alguna, salvedad hecha, eso sí, del intenso fornicio. Era ésta una tarea del todo necesaria en su sociedad, puesto que a excepción de aquellos grupos de turistas que arribaban ocasionalmente a sus costas y algún que otro mono que cazaban por deporte, no tenían más opción que devorar a sus propias criaturas, o cuando la demografía así lo aconsejaba, a los más ancianos. En general, al que opusiera menos resistencia.

Maravillado por aquel magnífico ejemplo de equilibrio sistémico, autorregulación y no interferencia en el entorno, creí haber llegado al Paraíso, y al punto me dediqué con todas mis fuerzas al carnal ayuntamiento, deseoso de convertirme en un miembro productivo de la comunidad.

Así fue hasta una noche de luna llena en la que, exhausto tras haber yacido con ocho muchachas, me tumbé en la intimidad de mi choza. Sin embargo, no concilié el sueño con la facilidad habitual. Y es que habíame parecido que, durante la cacería de la mañana, uno de los hombres de la tribu me había mirado con recelo y cierta hosquedad cuando le conminé a sujetar su arco con propiedad y arreglo a las buenas costumbres, toda vez que así mejoraría su precisión en el tiro. Sin duda los bofetones y puntapiés con que acompañé esta admonición no le resultaron agradables en su momento, pero la finalidad de los mismos era que la lección arraigase con fuerza, lo cual compensa a todas luces el dolor y los moratones, como convendrá conmigo cualquier experto en docencia.

Preocupado por este incidente, no conseguía dormir con la placidez habitual. Mi inquietud no pudo sino acrecentarse cuando oí el sonido de pasos sobre el sendero que lleva a mi choza. Silenciosamente salí del camastro de paja que hacía las veces de catre, y aferré el pringoso mango de la rudimentaria cachiporra con la que, en ocasiones, me hago masajes prostáticos.

Sin duda alguien se acercaba, y de un modo que parecióme furtivo. Desde las tinieblas de mi caseto escruté las sombras de la selva, agujereadas por la luz azul de la luna llena. Ahí había alguien, sin duda. Una silueta avanzaba entre los helechos, sendero arriba. Con el corazón aporreando mi pecho, pidiendo a gritos salir, resolví esperar a que esta figura cruzara la entrada de mi tosca morada y entonces ¡pum! darle matarile.

Así fue, sin más. Apenas asomó su cráneo se lo quebré como un coco. Resultó ser efectivamente el tipo de la tribu a quien hubiera amonestado esa misma mañana, quien sin duda se proponía atacarme durante la noche y dar buena cuenta de mí. Por el arco roto que portaba en sus manos, otro hubiera deducido que en realidad acudía a mí para que se lo arreglase, pero yo no me caracterizo precisamente por mi tendencia al arrepentimiento y la rectificación, actitudes que encuentro en extremo melindrosas y propias de pusilánime.

A la mañana siguiente ofrecí su cadáver a los miembros de la tribu, quienes aplaudieron la abundante cantidad de carne joven que les había proporcionado. Era yo un héroe en la aldea, y como tal se me trataba. Salvo los hermanos del tipo a quien matare, que fingían alegría, sí, de una manera perfecta además, pero yo sé que en su interior albergaban instintos revanchistas. Por ello, en la siguiente cacería tuve el buen tino de situarme en retaguardia y asaetear sus nucas, aduciendo después que se habían interpuesto en la trayectoria de mis flechas.

Nuevos vítores y aplausos estallaron cuando la mermada partida de caza llegó a la aldea, puesto que aún no habían dado cuenta de la carne de mi primera víctima cuando les proveía de dos cuerpos adultos más. Aquello era un festín al que no estaban acostumbrados, es por ello que me erigieron sin dudar jefe de la tribu. Primero, claro está, tuve que explicarles el concepto de jerarquía, pues no existía nada parecido en su primitiva sociedad. Lo entendieron sin embargo enseguida, pues mi habilidad a la hora de proveer de comida a la aldea no se podía achacar sino a una superioridad innata.

Mi nueva posición empezó a provocar suspicacias a mi alrededor. No manifestadas, claro, pero gracias a mi experiencia en el barco hundiente sé distinguir muy bien la verdad de la mentira, y no se me engaña con facilidad. No me costó por tanto imaginar que detrás de sus francas sonrisas, alegres carcajadas y cariñosos abrazos se escondían aviesas y magnicidas intenciones. Es por ello que mandé azotar de forma preventiva a todos los miembros de la aldea, de manera que unos y otros se turnaran a la hora de propinar y recibir estacazos. Era un buen modo de tenerles ocupados y alejados de cualquier maquinación usurpatoria, toda vez que la primera ronda de estacazos motivaba sobremanera al individuo que, en la siguiente ronda, habría de devolver la paliza a su verdugo. Y así sucesivamente.

Pero apenas llevaban cinco rondas, tuve una ocurrencia magistral: resolví ejecutar a todos los hombres de la tribu, de manera que al quedar yo como único fecundador posible, mi supervivencia sería para las mujeres una prioridad máxima, y me someterían a todo tipo de cuidados por el interés de la tribu, sin tener yo que preocuparme de intrigas palaciegas y sórdidas conspiraciones.

Esto me obligó, empero, a redoblar mis faenas fornicatorias. Qué digo redoblar, triplicar, decuplicar incluso. Llegó un momento en que sólo me mantuvo firme mi compromiso para con la comunidad ¡Un héroe! Ése era yo, mártir inmolado en el altar de Venus. Debo decir que en todo momento acepté gustoso mi sacrificado destino, pero llegó un punto en el que por más ardor patriótico que puse no hubo nada que hacer. No tardé en tomar una nueva y genial medida: ejecutaría a la mitad de la tribu para mantener a la otra mitad ¡Eureka una vez más!

Mi idea funcionó, pero sólo por un tiempo. Una a una me vi obligado a ejecutar a las miembras de la tribu, para quedar finalmente yo solo, devorando los restos de la última mujer en un postrero festín bastante aburrido, debo confesar.

Así estaba yo. Otra vez muerto del asco, unos cuantos kilos más gordo y sin nada que hacer. Es por ello que me resigné a mi destino y abandoné la infausta aldea, tomando el camino de la bahía aquella donde, en efecto, aún yacía la zodiac, desvaída la color por la prolongada exposición al sol, y cubierta por una costra de moho y salitre.

Me dispongo a arrancar su motor y hacerme a la mar en busca del barco hundiente, único navío que surca estas aguas infectas. Antes de ello introduciré este manuscrito en una botella, la sellaré y la arrojaré al mar para que, si no sobrevivo a mi periplo, quede igualmente constancia de los aciagos hechos que en esta isla acontecieron.

He demostrado que, después de todo y aún habiéndome rebelado durante largas décadas, la civilización finalmente ha hecho de mí un tirano, y ya no queda nada en mi interior del buen salvaje que pude ser, pues no veo en mis semejantes otra cosa que esclavos o carne de cañón, olvidando lo que por nacimiento todos y cada uno somos: hermanos comestibles.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Nacido Esclavo

El putrefacto cascarón sigue, milagrosamente, surcando las aguas fecales de este mar inacabable. Milagrosamente digo, y digo mal, porque más que milagro es condena a esclavitud y suplicio eternos. Un solo mástil aguanta ya en pie, una sola vela cuelga de él, fláccida y deshilachada, balanceándose junto al esqueleto ahorcado del último marinero insurrecto. Navega este barco en su mínima expresión, la borda desportillada como boca de vieja no impide que las caldosas olas bañen con su espuma pegajosa la cubierta, ningún camarote tiene ya salvo restos de paredes o techo, de barco queda sólo la osamenta, una cubierta plagada de boquetes astillados, colonias de hediondos percebes y mejillones verdosos, arracimados.

Nadie de entre la tripulación abre la boca, de tanto silencio y agua salada nuestros labios se han sellado y apenas conseguimos despegarlos para tragar unos cuantos sorbos del fango que contienen las barricas donde una vez hubo agua potable. Animales ya, con la mirada perdida, buscando alguna ocupación, por banal y rutinaria que sea, con la que distraerse de la nada que se respira en este asfixiante piélago.

En un rincón el facha con pluma, escuálido, reblandecida la piel por efecto del sol y la humedad, repasa un escueto inventario del que cada día que pasa tacha alguna línea. Sólo bebe pacharán, lo cual creo que le mantiene a salvo de la acción infecciosa de este agua corrupta que los demás ingerimos, sopa juliana donde hacen vida todo tipo de bacilos y paramecios, así como larvas de mosquito y huevas de tenia, que de solitaria nada.

Luego se me acerca y con mirada demente me enseña unos pergaminos que al parecer el comodoro timorato guardaba en su camarote. En ellos se da fe de su rancio abolengo y almirantesco pasado familiar, pero a mí me la suda como es comprensible y natural. Éste, el capitán, echó al agua hace un par de semanas al vigía para ocupar su puesto en lo alto del mástil, lejos de las miradas caníbales de esta tripulación de coyotes, y desde allí escruta el horizonte con un catalejo hueco de toda lente, musitando letanías. Con ellas pretende convocar al bello durmiente de R’lyeh, o al menos eso me susurra el facha con pluma, gran amigo de las teorías conspiratorias y del empecine en general.

Yo, por oposición a las elevadas aspiraciones del capitán y por no poder soportar ni un día más la monótona visión de esta fecal y putrefacta mar océana, me escondo en la bodega y hago repaso de alguna de las mohosas latas que esta nave mercante alberga. Al no haber proyector alguno, he de visionarlas al trasluz, fotograma a fotograma. Tarea tediosa donde las haya, pero de eso se trata, de pasar el rato, espachurrar uno por uno estos gusanos viscosos y rechonchos que se hacen llamar minutos.

La tortura ha sido máxima, toda vez que los títulos a visionar incluían glorias del cine patrio tales como la salidorra catetez de Celedonio y yo somos así, la absurda Las chicas del mini-mini, ese esperpento surrealista, auténtica oda a la grima llamado Sex o no sex, la obscena hipocresía de Las chicas de la Cruz Roja, y para acabar, una apenas pasable baratija del cine quinqui, Perras Callejeras. Esta castiza versión del método Ludovico ha provocado la debacle total de mi seso, que ha sucumbido al asedio y muerto por inanición. Subo de nuevo a cubierta, al mundo, que me parece agujero negro, remolino insoportable de náuseas y vértigos.

Pero no es el mundo. Es la tormenta, que sacude este esqueleto naviero de un lado a otro, revolviendo mi intestinidad. El cielo y el mar, ambos grises y pesados, indistintos en su furia. La espuma cenicienta de las olas, las gruesas gotas de lluvia, ambas me azotan el cuerpo despiadadas, sin que pueda diferenciarlas ni saber de dónde me cae cada una.

En el puesto de vigía, el comodoro timorato se ha amarrado a lo alto del mástil y vocifera poseso, retando a los elementos. El resto de la tripulación se aferra a algún tablón astillado de cubierta, desnudos, empapados, con sus ojos saltones y su piel amarillenta parecen sapos, peces de las profundidades, esos que no conocen la luz y tienen bocas de gruesos labios y aserrada dentadura.

Desorientado me balanceo y tropiezo por cubierta. En realidad yo me mantengo perfectamente erguido y en mi sitio, pero no así el mar ni el barco, que da tremendos bandazos y me golpea inmisericorde, verdaderamente un titán de maderas rotas y cabos desgarrados que brama con voz de trueno y me sacude con los muñones de su amputada arboladura. La paliza de mi vida, llega un punto que pierdo la visión y las nociones de arriba y abajo, no sé si hago pie en la cubierta o el cielo, pero apenas padezco porque en mi cabeza, por mi cerebro muerto, oigo resonar los ecos de mi reciente fusilamiento audiovisual.

En esto que viene a romper el cielo en dos un rayo de fulgor verdoso, que alcanza la punta del mástil y lo desgarra hasta la base, carbonizando al capitán timorato por el camino. Y sobre el barco, que de pronto queda inmóvil, en el ojo del huracán, flota una aparición.

Condesa decapitada, larguirucha hembra de lívidas carnes y mirada lánguida, sibarita bebedora de sangre de nombre Sophie. Aquella jefa que una vez tuviera la mi jefa, contramaestre de este buque a la sazón, espectro venido de entre los muertos para recuperar lo que es suyo. Y de paso darme curro. Mucho curro, y muy pesado.

Como la argolla de hierro forjado cuya carga doblega mi cuello, y va unida por cadenas herrumbrosas a los grilletes que me atenazan manos y pies. Antes creía estar mal, cuando sólo me aburría. Pero ahora lo sé. La certeza incuestionable de los latigazos y el hierro al rojo con que se me motiva no dejan lugar a dudas.

Ya no cabe espera alguna. Se impone el recurso a la acción directa si es que quiero dejar atrás esta vida de galeote. Algo bueno tiene el suplicio y el dolor físico, y es que además de tonificar el cuerpo despeja las ideas, que a estas alturas se enmarañaban perezosas en mi cabeza. Así es como descubro abochornado que mi único plan de futuro (a saber: jugar a la lotería cada semana) es un desatino digno de un inconsciente. Y que necesito una muy otra estrategia para salir de aquí.

De momento, esta noche escapo en un frágil esquife, a explorar un pequeño archipiélago junto al que hemos fondeado. Mis brazos, tumefactos y maltrechos, protestan por el esfuerzo, pero no puedo evitar reír a carcajadas mientras remo bajo la luz de las estrellas.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Don Bubón de la Ignominia y Salcedo

Las tribulaciones que referí el otro día me han abierto los ojos. El Gran Chasco de Hadrón, y las pestíferas y reveladoras búsquedas gugleanas me han reafirmado en una vieja teoría: hay que volver al siglo XIX.¡No hay duda! Durante el siglo XX, y a las pruebas me remito, todo se ha hecho mal o peor, y el XXI no parece estar mejor encaminado. Es por ello que considero un deber ineludible de todo ciudadano de bien renegar tanto de tecnologías como de relativismos morales que no llevan más que a la disipación. Es menester retomar los recatos, pudicias y modosías que caracterizaron la decimonona centuria. Incluida por supuesto la doble moral en cuanto al intenso fornicio. Muy especialmente en lo relativo al intenso fornicio. Porque ¿qué gracia hay en yacer con una muchacha cuyas caderas ya hemos admirado a placer, ceñidas tan sólo por una impúdica braga “tanga”? ¿Cómo puede un hombre en su sano juicio lograr una erección digna de tal nombre si la hembra de la especie no suelta un escandalizado gritito y se ruboriza al contemplar por primera vez un miembro pene? ¿Qué gracia hay en desvestir a una fémina que ya caminaba por la calle semidesnuda? ¿Acaso se puede comparar al exquisito y anticipado placer que supone levantar enaguas y desanudar corpiños? ¡No y mil veces no!

Es por ello que he decidido quebrantar mis anteojos y obtener como resultado sendos monóculos, los cuales he prendido al bolsillo de mi chaleco con la cadena de la cisterna. Asimismo he empezado ya a aplicar un linimento crecepelo en mi labio superior, con el fin de cultivar un hirsuto bigotón que dios mediante y a su debido tiempo albergará numerosas liendres, glorioso mostacho cuyas puntas rizaré con gran placer cada vez que vaya al canódromo.

He cambiado mi tullido y nada rentable forfiesta por una suntuosa calesa con cochero incluido, y paso las tardes en el club de caballeros donde no dejamos entrar a ninguna mujer, básicamente porque nos dedicamos a comparar la longitud de nuestras pililas y a hacer apuestas ridículas que se olvidan nada más pisar la calle. Luego acudo a un local clandestino donde las gentes de la alta sociedad tomamos absenta y contemplamos las evoluciones de una dama y su negro alazán. Acabado el espectáculo de bestialismo, vuelvo al hogar donde leo a la glauca luz de un parpadeante quinqué las Memorias de Aristófanes Columpio, insigne cartógrafo.

Y ahora manuscribo en papel barbado y con pluma de oca, haciendo pausas de vez en cuando para mirar las vigas del techo en busca de inspiración mientras me hago cosquillas con la punta de la pluma en mis velludos orificios nasales. Luego doblaré el pliego y lo lacraré, entregándoselo a mi secretario para que se ocupe de la mundana tarea de virtualizarlo, porque yo me niego a tocar esa herramienta proletaria, falsa linterna mágica y entretenimiento de barraca que es el ordenador. Antes de desvestirme, embutirme en mi pijama y cerciorarme de tener a mano el orinal, echo una última partida de ajedrez contra mi autómata, maniquí de sonrisa perpetua y grato contrincante a la sazón, pues rara vez acierta a coger una pieza. Tras derrotalle, embebido de la humana superioridad sobre la máquina y el mundo en general, me aplico la diaria dosis de cocaína inyectable y me acurruco entre las gruesas y pesadas mantas que tejiera mi bisabuela, la señora Ignominia de Tarambana y Melifluo, poetisa bucólica y aun así esposa casta y hacendosa.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Indignado Manifiesto de la Plataforma Ciudadana por un Apocalipsis Anticipado

Tras el rotundo y estrepitoso fracaso del Gran Colisionador de Hadrones, otro Apocalipsis incumplido, he decidido que lo dejo todo y me doy a la bebida.

Por si el chasco no fuera lo bastante monumental, un nuevo repaso a las búsquedas gugleanas por las que se llega a este mi cubil me hace constatar que, salvo los de siempre, a quienes amo, aquí sólo entran pérfidas gentuzas que no otro calificativo merecen, energúmenos que se dedican a buscar en los éteres virtuales cosas como:


juego paliza a un hombre con un erizo una motosierra
lisa turtle desnuda
16 monos
hufo
despiese fusil de chispa
esclavas crucificadas
el mejor fusil para francotirar
invitafantas
la pústula del hombre
punta cana grand paradise bavaro donde se puede follar
la wiskeria mas lujosa de españa
certificado de penales antropométrico
explotar pustulas
limpiaba ducha musculosos sudados
hombre haciendose una paja
masculinidad testiculidad
menú familia feliz
chuminos en lata
pene con escorbuto
aburrición extrema. qué hacer
como fundir plomo
fotos lisa turtle desnuda
hombres pegandole a rusas putas
se acaba combustible en pacific assault
fusil casero
como quitar lo rojo e hinchado de los barros


Y los habituales del mono chorongo.

Es innegable que, si los demonios Gúguel y Magúguel consideran que este mi cubil es respuesta a semejantes preguntas, lo que aquí muestro no se puede considerar sino puta mierda harto nociva, dolosa para con cualquier concepto estético y moral.

Quede así este involuntario soneto dadá para dar fe de mi rencor y enfurruñe. Si me necesitan estaré debajo de un puente, aguantando granizos y pedriscos y mamando vino en tetra brik.