El putrefacto cascarón sigue, milagrosamente, surcando las aguas fecales de este mar inacabable. Milagrosamente digo, y digo mal, porque más que milagro es condena a esclavitud y suplicio eternos. Un solo mástil aguanta ya en pie, una sola vela cuelga de él, fláccida y deshilachada, balanceándose junto al esqueleto ahorcado del último marinero insurrecto. Navega este barco en su mínima expresión, la borda desportillada como boca de vieja no impide que las caldosas olas bañen con su espuma pegajosa la cubierta, ningún camarote tiene ya salvo restos de paredes o techo, de barco queda sólo la osamenta, una cubierta plagada de boquetes astillados, colonias de hediondos percebes y mejillones verdosos, arracimados.
Nadie de entre la tripulación abre la boca, de tanto silencio y agua salada nuestros labios se han sellado y apenas conseguimos despegarlos para tragar unos cuantos sorbos del fango que contienen las barricas donde una vez hubo agua potable. Animales ya, con la mirada perdida, buscando alguna ocupación, por banal y rutinaria que sea, con la que distraerse de la nada que se respira en este asfixiante piélago.
En un rincón el facha con pluma, escuálido, reblandecida la piel por efecto del sol y la humedad, repasa un escueto inventario del que cada día que pasa tacha alguna línea. Sólo bebe pacharán, lo cual creo que le mantiene a salvo de la acción infecciosa de este agua corrupta que los demás ingerimos, sopa juliana donde hacen vida todo tipo de bacilos y paramecios, así como larvas de mosquito y huevas de tenia, que de solitaria nada.
Luego se me acerca y con mirada demente me enseña unos pergaminos que al parecer el comodoro timorato guardaba en su camarote. En ellos se da fe de su rancio abolengo y almirantesco pasado familiar, pero a mí me la suda como es comprensible y natural. Éste, el capitán, echó al agua hace un par de semanas al vigía para ocupar su puesto en lo alto del mástil, lejos de las miradas caníbales de esta tripulación de coyotes, y desde allí escruta el horizonte con un catalejo hueco de toda lente, musitando letanías. Con ellas pretende convocar al bello durmiente de R’lyeh, o al menos eso me susurra el facha con pluma, gran amigo de las teorías conspiratorias y del empecine en general.
Yo, por oposición a las elevadas aspiraciones del capitán y por no poder soportar ni un día más la monótona visión de esta fecal y putrefacta mar océana, me escondo en la bodega y hago repaso de alguna de las mohosas latas que esta nave mercante alberga. Al no haber proyector alguno, he de visionarlas al trasluz, fotograma a fotograma. Tarea tediosa donde las haya, pero de eso se trata, de pasar el rato, espachurrar uno por uno estos gusanos viscosos y rechonchos que se hacen llamar minutos.
La tortura ha sido máxima, toda vez que los títulos a visionar incluían glorias del cine patrio tales como la salidorra catetez de Celedonio y yo somos así, la absurda Las chicas del mini-mini, ese esperpento surrealista, auténtica oda a la grima llamado Sex o no sex, la obscena hipocresía de Las chicas de la Cruz Roja, y para acabar, una apenas pasable baratija del cine quinqui, Perras Callejeras. Esta castiza versión del método Ludovico ha provocado la debacle total de mi seso, que ha sucumbido al asedio y muerto por inanición. Subo de nuevo a cubierta, al mundo, que me parece agujero negro, remolino insoportable de náuseas y vértigos.
Pero no es el mundo. Es la tormenta, que sacude este esqueleto naviero de un lado a otro, revolviendo mi intestinidad. El cielo y el mar, ambos grises y pesados, indistintos en su furia. La espuma cenicienta de las olas, las gruesas gotas de lluvia, ambas me azotan el cuerpo despiadadas, sin que pueda diferenciarlas ni saber de dónde me cae cada una.
En el puesto de vigía, el comodoro timorato se ha amarrado a lo alto del mástil y vocifera poseso, retando a los elementos. El resto de la tripulación se aferra a algún tablón astillado de cubierta, desnudos, empapados, con sus ojos saltones y su piel amarillenta parecen sapos, peces de las profundidades, esos que no conocen la luz y tienen bocas de gruesos labios y aserrada dentadura.
Desorientado me balanceo y tropiezo por cubierta. En realidad yo me mantengo perfectamente erguido y en mi sitio, pero no así el mar ni el barco, que da tremendos bandazos y me golpea inmisericorde, verdaderamente un titán de maderas rotas y cabos desgarrados que brama con voz de trueno y me sacude con los muñones de su amputada arboladura. La paliza de mi vida, llega un punto que pierdo la visión y las nociones de arriba y abajo, no sé si hago pie en la cubierta o el cielo, pero apenas padezco porque en mi cabeza, por mi cerebro muerto, oigo resonar los ecos de mi reciente fusilamiento audiovisual.
En esto que viene a romper el cielo en dos un rayo de fulgor verdoso, que alcanza la punta del mástil y lo desgarra hasta la base, carbonizando al capitán timorato por el camino. Y sobre el barco, que de pronto queda inmóvil, en el ojo del huracán, flota una aparición.
Condesa decapitada, larguirucha hembra de lívidas carnes y mirada lánguida, sibarita bebedora de sangre de nombre Sophie. Aquella jefa que una vez tuviera la mi jefa, contramaestre de este buque a la sazón, espectro venido de entre los muertos para recuperar lo que es suyo. Y de paso darme curro. Mucho curro, y muy pesado.
Como la argolla de hierro forjado cuya carga doblega mi cuello, y va unida por cadenas herrumbrosas a los grilletes que me atenazan manos y pies. Antes creía estar mal, cuando sólo me aburría. Pero ahora lo sé. La certeza incuestionable de los latigazos y el hierro al rojo con que se me motiva no dejan lugar a dudas.
Ya no cabe espera alguna. Se impone el recurso a la acción directa si es que quiero dejar atrás esta vida de galeote. Algo bueno tiene el suplicio y el dolor físico, y es que además de tonificar el cuerpo despeja las ideas, que a estas alturas se enmarañaban perezosas en mi cabeza. Así es como descubro abochornado que mi único plan de futuro (a saber: jugar a la lotería cada semana) es un desatino digno de un inconsciente. Y que necesito una muy otra estrategia para salir de aquí.
De momento, esta noche escapo en un frágil esquife, a explorar un pequeño archipiélago junto al que hemos fondeado. Mis brazos, tumefactos y maltrechos, protestan por el esfuerzo, pero no puedo evitar reír a carcajadas mientras remo bajo la luz de las estrellas.