martes, 18 de noviembre de 2008

Sex o no sex

He intentado reengancharme al fornicio nocturno, sin verdadera fe, y por tanto sin resultado alguno. No acaban ahí mis impotencias, pues he de confesarme también incapaz de contar con algún interés los sucesos del jueves pasado, durante cuya noche me dí al bebercio en compañía de unos. Venían amigas suyas, dos de las cuales eran víctimas potenciales. Una de ellas huesuda y presuntamente morbosa, y en efecto podría haberlo sido, pero ya digo que era huesuda y ojerosa, de murciélago el rostro, y apenas se me puso a tiro lo suficiente para cagarla, ebrio. Supongo que quien realmente me interesaba era la otra, una morenita bastante hermosa al tiempo que de aspecto opusino. Creo que era eso lo que me ponía grumoso el miembro y me daba ganas de impregnar su rostro virginal con mis pálidos mucílagos. Pero me pudo la pereza del inacabable antes y el siempre eterno después.

Ni el viernes hubo suerte, tampoco. Me junté con una lesbiana conocida de antes, la cual me acabó confesando con total naturalidad y en público que deseaba fornicar conmigo. Yo repliqué caballeroso que me era del todo imposible fornicar con una mujer prometida, pues está en efecto dicha envra prometida a una cubana cuyas fogosas represalias temo. Quién sabe, tal vez hubiérase unido la indiana a la coyunda en lúbrico triunvirato, pero sospechaba yo que aquella era más de dar navajazos para luego besar viril a su poseída.

El caso es que me ofreció hierba, lo que ha sido siempre un aliciente para mí. Tenía una amiga suya, al parecer, 300 gramos para vender, y lo decía abriendo mucho los ojos, como si fuera una cantidad imposible de colocar. Por ello quedé yo como un potentado al demandar una rebaja por comprarle todo. Así es, empiezo a parecerme a ese fenotipo tripudo y cazallero que sólo encuentra excitación en cerrar tratos cuanto más gordos, mejor.

Para formalizar tanto la compra como la propuesta de fornicio, accedí a presentarme en una fiesta temática que habían organizado, a la cual era imprescindible acudir caracterizado de estrella musical. Yo opté por disfrazarme de Dúo Dinámico, para lo cual hube de pasar la noche anterior confeccionando sendos chalecos de punto rojos y planchando con raya mis dos camisas y pantalones blancos.

Para el que sería mi partenér musical, fabriqué un sosias a base de rollos de papel higiénico habilitados sobre un armazón de alambre de percha, que iría adherido a mi hombro derecho a la manera siamesa. Llegué a practicar incluso un par de numeritos musicales frente al espejo, y acabé consiguiendo mover a mi títere compañero con alguna gracia.

Lamentablemente, en la fiesta todas se fijaban en mi hermano cartoniano. Llegó incluso a darse el lote con una morena de ojos rasgados y rollizo bullarengue, mientras una pecosa amiga suya le tocaba obscenamente el paquete, aferrando viciosa la bratwurst con la cual, en un alarde de insensatez, había dotado a mi afortunado e inerte amigo, sin parar mientes en el agravio comparativo que su morcillón habría de suponer para con mi escueta entrepierna.

Corroído por la envidia, aproveché una visita al cuarto de baño y la emprendí a golpes con mi muñeco partenér, destrozándole el su cuello de papel, estallando su cabeza globo, machacando su torso contra el lavabo y en general desmembrándole entero.

Salí del baño rabioso, deshaciéndome a grandes manotazos de los restos de aquel otro que sin ser siquiera demostraba mayor habilidad y pericia que yo para la caza coyunda, dejándome en el peor de los lugares.

A la mañana siguiente, resaca febril, y mal olor. Ropa tirada por el suelo de mi alcoba, junto con tres o cuatro carteras de desconocidos. El empaste cerebral que me atormentaba no me impidió colegir que había obtenido aquel botín la noche anterior, al final de la fiesta, muy borracho, sí, pero lo bastante lúcido como para sustraer aquellas billeteras con prestidigital soltura y oportuna desmemoria.

En efecto, soy cleptómano.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Barruntos

Nunca en la vida me he tomado en serio a nadie que se pretendiera pitoniso, augur u ocurrente en general, lo cual no quiere decir que no crea en la posibilidad de adivinar el porvenir, incluso de casualidad. Siempre he tenido el buen tino de mantenerme en un agnosticismo cobarde y oportunista, sabedor de que aquél que defiende cualquier hipótesis ha de recibir antes o después una lección de humildad en forma de lluvia de excrementos más o menos sutil, con la que la realidad se impone a cualquier intento por comprenderla.

En efecto, no comparto esa fe en la omnipotencia de la razón humana, por el contrario, tengo por mucho más poderosa a la ignorancia. Nótese bien, aborrezco la fe, no la razón.

Por ello se comprende que al no atarme a convicción alguna vivo libre, y tan pronto hago apalear al buhonero que llama a mi puerta ofreciéndose a leer la buenaventura, como me erijo yo mismo en oráculo agorero. Es el caso que de esta manera tan rocambolesca e improcedente pretendo introducir.

Dos veces en mi vida he tenido sueños premonitorios. No es lo que se dice un don sobrenatural, habida cuenta de que en mis treinta monos chorongos he tenido más de once mil ocasiones para la clarividencia onírica (sin contar las siestas) Es más, seguramente exista una explicación estadística a estos aciertos, e incluso puede que me encuentre por debajo de la media, pero nada de esto me importa, pues el poder ver o no el futuro me es indiferente en realidad. Lo que me abruma es el supremo vértigo que le invade a uno en el momento de constatar que el sueño que se acaba de tener coincide asombrosamente con el suceso de la mañana siguiente.

La primera vez fue siendo muy chico. Soñé con un cuarto de paredes, suelo y techo metálicos, fríos, color azul oscuro. Sólo la puerta de un ascensor, y sobre ella un rótulo de neón: “El programa de Pi”. Había, eso sí, alguien más junto a mí. Una persona que ya no recuerdo, y que era introducida en el ascensor para bajar, imagino ahora, al plató del programa en cuestión. En realidad lo único que recuerdo claramente es el momento en que vi descender el ascensor por su vano para quedarse atascado en el nivel inferior. Entonces, un desgarrador alarido procedente del interior del elevador helóme los huesos.

Desperté conturbado y mientras me desayunaba en la cocina materna, la radio comunicaba que en Barcelona una o varias personas habían muerto al caerse un ascensor. Le conté entonces el sueño a mi madre, quien sin darle mayor importancia me aclaró que Pi era, efectivamente, un apellido catalán.

Una y no más, hasta esta mañana. Un sueño turbio y desolador, en el que un grupo de personas, en una casa de campo, metíamos a nuestros mayores en una furgoneta, camino supongo del asilo, pero como si fuera el tren a Auschwitz. Allí andaba mi abuelo, mayor como está, con su bastón y varios viejos más, entre ellos otros dos, uno que mascullaba hoscamente, y un tercero para mí desconocido, cuya mirada antes de cerrar las portezuelas de la furgoneta hizo que se me viniera el alma abajo. Sonreía, el vejete, con sus ojos de perro lloroso clavados en los míos. Pero sonreía sincero.

Me he levantado con unas ganas locas de fumarme un cigarro. Un purazo, digo, no un pitillín de esos a los que estoy acostumbrado. Nervioso, vaya. Luego he oído por la radio que un señor mayor del que jamás había oído hablar y al que no me une absolutamente nada ha muerto esta noche. Por curiosidad he buscado su foto y hay que ver lo que se parece a ese anciano que me miraba desde el interior de la furgoneta.

Deploro profundamente el tono lastimoso y poco risible de estas líneas. Pero más deploro la certeza de que un buen día será mi culo pellejudo el que esté camino del asilo, vestíbulo de la tumba, y aún más lamento saber que la única manera de escapar a ese sórdido destino es buscarse una muerte violenta, excitante, sí, pero harto incómoda y aparatosa.

Para no dejar este empalagoso a la par que ceniciento sabor de boca, vaya una nueva ración de esas despropósitas búsquedas en gúguel con las que me encuentran, buitres volando en círculo sobre la mi cabeza.

soñar con pústula
tetas jaguayanas
pustular a trabajo fuera del pais
hombres haciendoce la paja
hoja de vida baraco bama
tete los serrano masturbándose
el fiero herodes
un hombre sin cable
indigena banzai desnudo
hombre guay
la perícula de asia
cañerias atascadas por hongos
extincion de los monos chorongos
pustulas de pollo
versos del pitorro
piropos con rima consonante
me cogio un mono
inficción
singularidad espaciotemporal
video de hombre con la cabeza agusanada


Mucho me temo que ni siquiera al último puedo satisfacer, pues no muestro imágenes de mi gruyeresca sesera, efectivamente repleta de agujeros de gusano y otras singularidades espaciotemporales. Será la premonición-coincidencia, pero llevo todo el día en un continuo deja-vú, con la misma cara de lelo que Mel Gibson al final de “Señales”, e igual desazón que el correspondiente espectador.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La Leyenda de O'Bama

El buque hundiente se hundió. No sabría decir cómo ni cuándo, de tan gradual que fue la inmersión. El caso es que aquí estoy, en este barco, por fin puedo decirlo: hundido. Asentado su casco sobre la arena del fondo, a bastante profundidad, yo diría, por lo fina que se ve esa telaraña nerviosa y oscilante que es la superficie del agua, vista desde abajo. Muy abajo. En una penumbra gris y casi perpetua, que sólo cambia para tornarse acuosa tiniebla, mar de tinta, por las noches.

Digo que este cascarón cochambroso yace semienterrado a bastante profundidad, porque no otra cosa sino la presión que el agua ejerce podría explicar lo estanco de su interior, que mientras el buque navegaba no paraba de inundarse y chorrear por entre mil grietas y boquetes. Hay una diferencia fundamental entre ese antes y el opresivo ahora que me rodea y es el silencio, este silencio grave y palpitante que hay a ras de fondo abisal. Nada chapotea, ya, no hay viento que aúlle y corte el rostro, ni graznidos de famélicas gaviotas perdidas en alta mar. Aún cruje, eso sí, la madera del casco. Menos que antes, y en lo que espero sean reajustes o acomodamientos a esta su nueva función de bóveda. Lo espero porque son toneladas de agua lo que ha de soportar, y si cediera, no habría de ser el líquido elemento clemente para con mi carne y huesos, que también serían aplastados y quebrados contra el fondo, dejando mi cuerpo plano como lenguado, y mi vida historia inconclusa y sin sentido.

Por suerte he podido rescatar algunos artefactos de esos que hacen más llevaderos la soledad y el aislamiento en espacios cerrados. A saber: una computadora capaz de transmitir, con la que ahora mismo escribo, y una radio. Poco más. Así es como he descubierto que bajo el agua se puede llevar una vida perfectamente normal, no muy distinta de la que pueda vivir cualquier ciudadano, preso en su colmena de hormigón y alambre.

El problema es la radio. No recibe muy bien aquí debajo, seguramente la amplia capa de agua absorbe y distorsiona las débiles ondas hercianas que alcanzan el fondo. Los locutores hablan con voces extrañas, como de besugo o lucio. Cuentan historias más estrafalarias de lo habitual, y por eso me pregunto a veces si no estaré sintonizando la conversación telepática de algún pez abisal.

Me hablan de un tal O’Bama. Un ser mestizo, mitad humano, mitad ogro, y es que al parecer su madre fue violada en una caverna por un monstruo tripudo y verrugoso que allí habitaba. La mujer, contrita y abochornada, calló la afrenta y ocultó mientras pudo las bulbosas consecuencias de aquel asalto carnal. Bulbosas, sí, pues su panza de preñada no tenía forma esférica o de balón, como viene siendo habitual entre las hembras de la especie, sino más bien de patata. Tal era el engendro que dicha cueva carnosa albergaba.

Cuando el alumbramiento tuvo lugar ya no hubo forma de ocultar la existencia del aberrante vástago. Púsole nombre la mujer, pero uno que jamás será pronunciado pues el padre de la misma, abuelo del retoño a la sazón, la apuñaló herido en su honra irlandesa, y maldijo al neonato con el apelativo de Varak O’Bama, que en gaélico significa Nefando Oprobio.

Nuestro amigo Nefando fue expulsado de la aldea de manera harto dolosa, esto es, siendo arrojado por un risco. Sobrevivió así y todo a la caída, e hizo vida en los bosques, alimentándose de raíces y agujas de pino, aprendiendo de los pájaros el arte de extraer gusanos de la corteza de los árboles, y de las musarañas el modo en que puede uno encontrar escarabajos entre el musgo.

Aullaba Varak a la luna por las noches, quejumbroso y desnudo, preguntándose si tal vez allá arriba, en aquella pelota blanca, fría y muerta, vivía quizás alguna especie de cangrejo albino con la que pudiera trabar amistad. Sus esperanzas, como cabe colegir, eran vanas.

Sí consiguió en cambio interactuar con otra especie de artrópodo, pues hízose amigo de un enjambre de langostas que asoló cierto verano la campiña irlandesa. Mientras la plaga devastaba los trigales, él cazaba al rececho los ratones de campo que del sembrado escapaban, dándose gran festín con las piezas que así obtenía. Cogiéronle confianza las langostas, y a menudo se posaban sobre él en marabunta, cubriendo su cuerpo todo, enredándose sus finas patas de insecto entre los ricillos que alfombraban su testa ahuevada, y dándole en general un aspecto horripilante.

Transcurría así la vida para el desdichado O’Bama, quien no conocía el lenguaje ni forma alguna de protocolo, y se expresaba con torpes vagidos y berreas cada vez que sentía algún impulso. Tan pronto echaba a correr haciendo molinetes con los brazos como se acurrucaba en el hueco de un viejo roble e imitaba el ulular de un búho. Puede que parezca extraño, grotesco o incluso contrario a derecho, pero tal hubiera sido el destino de cualquiera de nosotros de haber padecido sus mismas tribulaciones y haber sido privados de educación.

Corría pues entre los aldeanos de aquellos valles la leyenda de un ser bípedo y cetrino, que vivía del aire y no trabajaba. Susurraban las viejas en torno al fuego del hogar que este monstruo bebesangres acechaba por los tejados y se colaba en los dormitorios de las doncellas para masturbarse sobre sus enaguas. Una vez más la ceguera humana proyectaba en los demás los deseos propios, pues el pobre O’Bama jamás se encontró ni se encontraría nunca con otra hembra de su misma bastarda especie, y de hacerlo tampoco sabría qué hacer con ella, pues habíase amputado el miembro viril para usarlo a modo de cachiporra, con la cual remataba aquellas comadrejas, armiños u otros pequeños mamíferos que constituían su dieta.

Un buen día el desdichado O’Bama tuvo la mala fortuna de pisar un cepo para osos. Durante tres semanas desangróse por el tobillo mordido, hasta morir. De tal guisa lo encontró el zafio trampero que con tan poca gallardía se ganaba la vida, quien creyendo haber capturado al maleante vago de que hablaban las leyendas, cargó con el cuerpo hasta la aldea, y allí lo expuso, tendido en el centro de la plaza.

Los villanos congregáronse en torno al cadáver, admirando sus grotescas malformaciones contra natura. “O’Bama… O’Bama…” murmuraban santiguándose. El cura párroco del pueblo, vociferando, ordenó que el cuerpo fuera incinerado para que así el espíritu del endemoniado no volviera jamás en forma alguna. Y cuando ya tenían al infortunado y cuerpipresente O’Bama yaciendo sobre una pira de ramas y ungido en todo tipo de aceites inflamables, vino una penumbra nebulosa a oscurecer el sol. Los aldeanos giraron sus toscas cabezas hacia el cielo, a tiempo para contemplar una zumbante y ominosa nube de langostas, que se abalanzaba al rescate del cadáver de quien había sido su soporte en tantas ocasiones. De nuevo sus patas se posaron sobre la carne muerta, y a fin de poder alzarle en volandas se hundieron en ella, una por una, miríadas de langostas, para lentamente hacer levitar el cuerpo de Varak, y alzarlo varios metros sobre las espantadas y sobrecogidas testas de los aldeanos, en la postura del cristo.

Las langostas, cayendo en la cuenta del efecto que en los villanos habían producido, hicieron sobrevolar el títere cadáver de O’Bama por toda Irlanda, proyectando una enorme y siniestra forma de cruz sobre la isla esmeralda. Vieron enseguida la posibilidad de llevar a cabo sus anhelos de venganza y dominación sobre la raza humana, y se dirigieron al castillo del rey, a quien atormentaron con su espantosa visión hasta hacerle abdicar en favor del finado Varak, O’Bama, Nefando Oprobio.

Aquél cuyo verdadero nombre jamás será pronunciado, y que desde entonces reina en Irlanda con puño de hierro, escupiendo vaharadas de langostas cada vez que promulga alguna ley, fuero o edicto.




Esto dice mi radio. Vivo, como comprenderán, preocupado por que tal historia pueda ser cierta, y por ello ruego me confirmen si sus transistores profieren desatinos semejantes, u otros dislates igualmente inconexos y sin relación alguna, ni tan siquiera metafórica, con la realidad del mundo.