miércoles, 23 de diciembre de 2009

Máquina de serrar brazos (para el que quiera serrárselos)

Cualquiera que haya intentado alguna vez serrarse los brazos se habrá enfrentado a un problema de engorrosa solución, y es que si bien uno de los brazos puede serrarse sin problemas, el otro, esto es, el que empuña el serrucho, es anatómicamente incapaz de serrarse a sí mismo, por lo cual si uno desea amputarse ambos brazos debe recurrir a la ayuda de un amigo o a soluciones tan aparatosas como improvisadas que ponen en riesgo la entera anatomía del amputando.

Así ha sido, al menos, hasta hoy. Merced al nuevo y flamante ingenio aserrabrazos que aquí presento, uno será capaz de desmembrarse los cuartos anteriores sin necesidad de importunar a las amistades o ensuciar las vías del ferrocarril. El ingenio aserrabrazos puede instalarse en un espacio relativamente reducido, y no necesita más energía que la que el propio usuario proporciona. Además, sus peanas de tornillo universal permiten acomodarlo en cualquier estancia, ya sea su gabinete preferido o el frío y húmedo establo. Sea el primero de su localidad en adquirir el ingenio aserrabrazos y rentabilice rápidamente su inversión cobrando un módico precio a sus vecinos por el usufructo del aparato. ¿Quién necesita extremidades para trabajar teniendo un aserrabrazos, del que diríase que el dinero mana por sacas?

Vean aquí un pequeño boceto del mismo que llevo en mi cuaderno:

martes, 3 de noviembre de 2009

Progeria

Dos niños tomando zumo de piña en una terracita, perdón, en una mesa en la acera, porque de terraza ahí no hay nada, sólo la sombrilla, la mesa de hojalata, las mondas de panchitos en platos de porcelana, los vasos de tubo y los servilleteros que agradecen la visita para ahorrarle tamaño alarde de buen humor al camarero. No es terraza la cosa porque está a ras de asfalto, a pie de tráfico rodado, y en Reina Victoria el día es espléndido, hace sol de junio, hace calor a deshoras y se suda al caminar.

Dos niños tomando zumo de piña con dos abuelos, una pareja de abuelos, la hembra y el macho de la especie anciana, cabe destacar que ni éstos son sus abuelos ni aquellos sus nietos, están sentados como equipos de mus, los niños frente a frente, y los abuelos también. Están cerrando un trato, una conspiración contra natura: los niños quieren la vejez de los ancianos y los abuelos la juventud de los niños. El intercambio se hará con una cajita, una cajita como de anillo, una cajita de pedir manos. Al abrirla un rayo de provecto verdor ilumina el rostro del niño dominante, avejentándole de golpe, cruzándole la cara con décadas de arrugas, una pequeña cara de abuelo con gorrita.

Los abuelos, está claro, lo hacen por los setenta años de vida extra, de vida con pensión a costa de los contribuyentes, toda otra vida de viajes del Imserso y descuentos en el cine. No se sabe si es su primera vez o vienen actuando así durante siglos.

Los niños, en cambio, lo hacen por otros motivos. Uno de ellos sólo quiere dar un disgusto a sus padres, “pica” el telefonillo y sube las escaleras como puede, como le dejan sus ahora ásperos y correosos pulmones. Se presenta ante sus padres con ese cuerpo ajado y calvo, vapuleado por la edad (que no los años) y con voz decrépita espeta: creíais que me había escapado, creíais que quería morirme para que escarmentárais todos, pues bien, no vais tan desencaminados ¡me he quitado setenta años de vida de golpe! Se los he dado a una anciana, Jorgito y yo se lo hemos dado a unos abuelos que hemos conocido por internet, así aprenderéis, ahora vais a tener que consentirme cualquier capricho por lástima. Voy a daros una muy intensa pena ¡una pena abisal! Mis últimos deseos son helado de chocolate y la güi. Los padres, a coro: Hijo mío lo que quieras, pobre hijo mío qué has hecho.

Al otro niño, al niño dominante, se la sudan sus padres, sólo quería ser mayor y no ha sabido tener paciencia. Como era de esperar nadie cree que sea un adulto, la auténtica vejez no es sólo arruga, lunar y cana, la auténtica vejez afecta a todo el esqueleto, alarga los huesos de la cara, hace crecer gibas y verrugas, otorgando un aire elegante en general. A diferencia del físico infantil, cada cuerpo anciano es distinto y sorprendente, es el cuerpo humano completo, desarrollado hasta su más excelente expresión y en toda su gloriosa diversidad. Nada de ésto tiene el cuerpo prematuramente avejentado de Jorgito, pero igualmente los parroquianos se apiadan, quién le diría que no a un niño con físico octogenario: tenga Don Jorge, su vermú, cambio para la tragaperras y una caja de puritos, de los buenos, que no se diga. ¿Unas olivas, Don Jorge?

Don Jorge se caga en dios con voz atiplada y cazallera, para luego esputar el mondadientes que hábilmente blandía entre sus morros arrugados, con tal pericia que le atina al camarero en la pupila.

viernes, 16 de octubre de 2009

jueves, 8 de octubre de 2009

La grieta

Hay una grieta en mi dormitorio, una escarificación de la pintura que recorre como un latigazo oblicuo la pared que tengo a mano izquierda cuando duermo. No es una grieta del muro, es sólo la pintura, blanca y lisa, que ya estaba desgarrada de este modo cuando vine a vivir aquí, mucho antes de que me adueñara de la habitación grande donde se encuentra, la grieta. Como una herida que sólo hubiera rajado la piel, sin dañar el músculo, esto pasa a veces, una vez tuve que escoltar a un compañero de clase que se había hecho algo parecido, un desgarrón provocado por la cabeza de un clavo que sobresalía en clase de gimnasia, le abrió la piel del muslo sin que se derramara una sola gota de sangre, podía verse el músculo en carne viva, cubierto de una fina capa de grasa que hacía como grumos en la carne. El muchacho sujetaba los pliegues de la herida temiendo que esa nueva boca se le abriera aún más, y yo le acompañé hasta la enfermería, pero ya digo que no vi ni una sola gota de sangre.

Pues así la grieta. La pintura se ha retraído también, como aquella piel, pero de un modo no tan elástico, se ha combado como los labios cuando hacen anillos de humo, a lo largo de toda la irregular extensión de la grieta. Esta orografía forma unas sombras bastante inquietantes cuando enciendo la lámpara de cabecera, situada justo debajo, y da en general un aspecto desaseado a mi alcoba, por eso me he animado alguna vez a cubrirla con un poster, un poster de Apocalypse Now en este caso, el problema es que el poster queda abultado por las crestas de esta sierra de pintura desconchada.

Por fin me he arremangado y he movido la cama para poder arrancar los pedazos de pintura muerta de la pared sin manchar demasiado. Es muy parecido a lo que hago cuando desbrozo los desastres que me causan los eczemas de la piel. Los del pie, por ejemplo, es un auténtico placer pellizcar las costras de piel reseca que dejan a su paso, arrancarlos y dejar así respirar a la piel nueva y reluciente que hay debajo. Era un placer, mejor dicho, ahora ya se me han pasado, pero volverán, no me cabe duda, aparecerán otra vez en alguna otra parte al azar de mi anatomía. Es un fenómeno curioso, si bien molesto los primeros días, cuando pican, cuando supuran ese liquidillo traslúcido ocasionalmente teñido de rojo, pero luego la cosa encallece y al final se seca, y se puede raspar la costra de piel muerta, blanca y quebradiza, se puede raspar esa vejez como la corteza de un chopo, y debajo está el tejido joven, renovado, listo para la acción y si cabe más sensible a los estímulos que la piel anterior.

Nada de esto ocurre, por desgracia, en los muros de una casa. No hay regeneración, aunque sí estratos. Compruebo a golpe de espátula que a la capa de pintura plástica, blanca y lisa han precedido otra celeste, que se deshace como polvo, y otra de color verde pastel, color quirófano. Temo incluso que no haya ladrillo, que este muro sea todo capa y capa de pintura, piel sobre piel sin carne ni hueso que valgan.

Voy a tener un problema con esta pared. Voy a tener que pintarla toda, no hay poster que cubra el destrozo que estoy provocando, era la típica cosa que mejor no tocarla. Pero es que estaba harto de verla cada vez que me tumbaba en la cama, el resto de mi casa, salvo quizá la cocina, bueno, dejando aparte la cocina mi casa es pasable, pero había que hacer algo con esa grieta en la pared, y ahora que estoy en ello no puedo dejarlo a la mitad. He cambiado los muebles de sitio, claro, para poder trabajar tranquilamente. Pero no es un hecho aislado, he movido los muebles varias veces ahora que paso tanto tiempo aquí metido. Me acuerdo, claro, de El Ángel Exterminador, dejo de raspar, de hecho, y miro el umbral de la puerta, preguntándome si podré salir ahora que he cambiado de sitio los muebles. Y sí, puedo ir al salón, pero lo cierto es que no salgo de casa, no tengo por qué, claro, ya bajé la basura ayer, sería estúpido salir a la calle sólo para comprobar que puedo hacerlo. Pero es que no sólo he cambiado el dormitorio, también he movido todos los muebles del salón. Varias veces. Y desde que lo he hecho no me ha pasado nada bueno. Sería terrible que el modo en que dispones la cama, el sofá, la mesa, la butaca de leer, que todo eso influyera en lo que te va a pasar. Que todo, y con todo me refiero a todo, fuera una enorme cerradura en la que sólo una determinada combinación permite salir, pasar a lo siguiente.

Sí, sería terrible, por suerte no es así, no que yo sepa. Sigo raspando. Debajo de la capa verde pastel, verde quirófano, hay algo más duro, algo que no es pintura. La espátula chirría sobre una especie de azulejo mate, una especie de baldosa, con bajorrelieves. Tengo que raspar bastante antes de ver la primera figura.

Se trata de jeroglíficos. Una forma de jeroglíficos que no reconozco. No es que sea un experto, que más quisiera. No me encaja, nada de esto. Conozco algo acerca del pasado de mi casa, y no tiene nada que ver con jeroglíficos. Vivo alquilado en un rincón de lo que antes fue una mansión, aún conserva el patio delantero, un pequeño patio con árboles, y las caballerizas que había detrás son ahora un descampado en el que nadie ha tenido cojones de edificar aún. Antes en este descampado había un grupo de sudamericanos que venían a beber por las noches, había juergas debajo de mi ventana, había jadeos sexuales sacados de su tropical contexto, había tipos a las nueve de la mañana mamando de un cartón de vino y hablando por el celular, había colchones sobre los que dormían en verano y bajo los que se refugiaban cuando llovía en otoño. Luego el dueño del solar movió sus hilos y desde entonces sólo hay gatos o pájaros, pero nunca ambos a la vez. Los gatos forman una pequeña banda de tres felinos sucios y desaliñados y los pájaros se agrupan por especies, gorriones aquí, palomas allá y urracas algo más lejos. Nada que ver con jeroglíficos, como digo.

Me lleva varias horas raspar la pared entera. Toso mucho, tengo la piel sudada y cubierta de polvo blanco, celeste y verde pastel. Estoy cansado. Tanto que no me importa que la cama esté junto a la pared equivocada, me tumbo y sin desnudarme siquiera me quedo dormido, con la espátula en la mano.

Me despierta la gata, como tiene por costumbre. Esto es, clavándome su garfio entre los dedos pulgar e índice, si tiene sentido hablar de índice tratándose de los dedos del pie. Es el modo en que suele despertarme cuando no he dejado comida suficiente en su tazón la noche anterior. Aún no ha amanecido, no entra más que la luz de las farolas por la ventana. Sólo cuando me giro veo la pared plagada de jeroglíficos, la había olvidado. Como cada vez que me despierta la gata, sea con un certero aplique de sus garras o con su ruidoso (e intencionado, estoy seguro) revolver en el cajón de arena, ya no me puedo volver a dormir. Menos aún ante la visión de la pared despellejada. Enciendo la lámpara de cabecera, recupero la espátula de entre las sábanas y estudio el modo de atacar la obra. Opto por golpear con el mango uno de los azulejos, seamos serios, esta capa tampoco es presentable, por mucho interés arqueológico que pueda tener. Pero no es como raspar pintura, se trata de baldosas de un cierto grosor y antigüedad indeterminada, así que no puedo sino golpear con el mango de la espátula hasta resquebrajar uno de los azulejos.

Por entre sus grietas brota un líquido acuoso, supura un liquidillo traslúcido ocasionalmente rojo.

Hecha la quiebra puedo despegar los pedazos de la baldosa jeroglífica, y bajo ellos encuentro carne viva, músculo fibroso, surcado de venas palpitantes y cubierto de una fina capa de grasa que hace como grumos en la carne. Suda, manchado de polvo, y se estremece a los estímulos que le proporciono con el pico de la espátula. El polvo me hace toser mucho, y sin querer hinco demasiado la espátula en esta carne interna del muro, y al instante la casa entera cruje, recorrida por un espasmo. El techo, seguramente también el suelo, bajo mi mugrienta moqueta morada, se ha resquebrajado. Hay grietas por todas partes, no sólo en mi cuarto, también en el salón y en la cocina.

Despunta el alba cuando dejo caer la espátula y vuelvo a la cama. No paro de carraspear. Tengo todas las capas de pintura que he raspado cubriéndome la piel y los pulmones. Respiro a duras penas, y oigo el aire sisear entre mis alveolos cubiertos de ceniza y polvo. Me noto cristalizar. Solidificar. A cada inspiración o exhalación mi cuerpo cruje. Lo más doloroso son las aristas, las esquinas. Mi organismo, empapado de yeso y cal coloreada, está adoptando en su interior formas cúbicas, o de paralelepípedo. Mi garganta es un pasillo, mis pulmones salones polvorientos, mis venas cañerías de plomo, mis dedos contrafuertes que se asientan sobre el colchón. Pronto soy incapaz del mínimo movimiento, me noto pétreo, pesado.


-Aquí tiene, señor, los planos de su mansión. He tenido a bien darle forma de cuerpo humano. Las caballerizas representan la mitad inferior del cuerpo, señor, las habitaciones del servicio el pecho y los brazos, y sus aposentos, señor, serán la cabeza.
-Muy bien, muy bien, pero ¿cuándo podré instalarme?


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lunes, 21 de septiembre de 2009

Al río

El viernes pensé que, ya total, de perdidos al río. Había llegado a ese punto en la vida de todo hombre en el que nada es siquiera mínimamente satisfactorio y cualquier idea o plan de acción resulta odioso, de modo que uno no encuentra placer ni empleándose en actividad alguna ni tampoco estando quieto. Situación tormentosa e insostenible donde las haya, que por suerte alcanza su desenlace natural al llegar el humor espíritu a un determinado punto de ebullición. En mi caso, estos cien grados centígrados los vino a marcar la vecina de enfrente.

Fue un grato descubrimiento, ya que hasta entonces la ventana que hay al otro lado de la calle había enmarcado la anodina vida de un individuo un tanto fofo y dado al nudismo, como bien he tenido ocasión de comprobar este verano, ya pasado. Un individuo en suma cuya visión no me aportaba nada, y me inducía más bien a correr las cortinas de mi propio salón, para poder despatarrarme cómodamente y admirar las evoluciones de la felatómana de turno en la pantalla de mi computadora.

Grato descubrimiento, digo, comprobar que este individuo anodino había sido substituido mágicamente por una hembra bien proporcionada, que paseaba por aquel cuarto con una lata de cerveza en una mano y el celular en la otra, encorvada hacia ese lado la cabeza. Era una visión estimulante, es agradable observar sin ser visto la intimidad ajena, siempre que uno se la encuentre sin buscarla, por accidente. Porque si hubiera sacado mi tomavistas (algo que consideré por un momento) y lo hubiera utilizado a modo de catalejo, en ese caso no sería más que uno de esos pajilleros que se entregan con fruición al espionaje, al goce perverso de ser intruso etéreo y cobardica, más excitado por su propia vileza que por la escena que vagamente atisban.

La muchacha no paraba quieta, de modo que pude hacerme una idea bastante clara de sus formas y proporciones. Su ropa de andar por casa, su ropa de ponerse cómoda, le daba un toque entrañable y hogareño a la escena, amén de mostrar generosamente su físico esbelto y flexible, el aire casi equino con el que caminaba de acá para allá, era un trote de yegüa, ciertamente, esa forma de sentarse y dejar la cerveza para retomarla levantarse enseguida era inconfudiblemente ecuestre y me tenía hipnotizado.

Yo mismo llevaba ya algún combinado que otro entre pecho y espalda. Aquella visión me había inspirado nobles y elevados sentimientos, por lo que sin dejar de disfrutarla eché mano del celular y fui marcando los números de varias personas con las que hacía más o menos tiempo que no hablaba, a fin de comprobar si seguían vivos, habían cambiado de ciudad o tenían algo que hacer aquella noche.

Apenas tuve respuesta del hermano de su hermana, esa hermana de belleza indescriptible, esa singularidad fisonómica que desafiaba las leyes de la biología y provocaba espontáneamente alteraciones del orden social en su derredor; apenas tuve respuesta de este amigo, salí de casa.

Y allí estaba ella, con unos cuantos sujetos más, en casa del hermano, a quien saludé brevemente. Supe que aquello acabaría bien en cuanto ví el modo sutil en que ella se había erguido al verme llegar, como un resorte. Erguirse en el sillón estando sentada es un síntoma indiscutible, cuando al aparecer uno determinada hembra hace algo así, se retoca, se desencorva, y no digamos si se pasa la mano por el pelo, entonces uno sabe que no ha de tener clemencia.

Hubo un bar después pero la saqué de allí en cuanto tuve la más mínima ocasión, no había salido de la comodidad de mi bien abastecido hogar para beber matarratas y sufrir lesiones auditivas en un agujero sórdido, mugriento y sacacuartos. No protestó, por supuesto, pero aquella fue la primera de sus caras raras. No quiero decir que todo el mundo sea igual, ni muchísimo menos, de hecho tengo una muy elevada opinión de lo aberrante, pero diría que era de ese tipo de chicas. Ese tipo de gente, diré para ser justo, que tiene una idea tan nítida como abstracta del modo en que se deben suceder las cosas, del modo en que ha de tener lugar el cortejo en este caso. Cuando te desvías de ese recorrido una primera vez, lo aceptan, pero ponen cara rara. A eso me refiero.

La segunda cara rara salió a flote nada más entrar en mi casa, al recibir la bella una vaharada procedente del cajón de mi gata, el cual, debo decir para mi descargo, había limpiado apenas dos días atrás.

Las caras de extrañeza no suponen un problema de por sí, en realidad se trata de sanas manifestaciones de perplejidad y sorpresa, y no necesariamente de desaprobación. Al parecer y de algún modo ella encontraba atractiva toda esa suciedad, mi suciedad, el hecho indiscutible y probado es que no se marchó, al contrario, aceptó un combinado más. Hablábamos, pero no sabría decir de qué, no hubiera sabido decirlo aunque me hubieran preguntado en aquel mismo momento. Yo no prestaba la más mínima atención y supongo que ella tampoco, de lo contrario se habría aburrido mucho y me habría tomado por memo sin duda. Quiero creer que ella estaba igual que yo concentrada en sus propias y muy turbias fantasías.

De hecho lo que me enardecía era precisamente imaginar lo que podría estar tramando su hermosa cabecita, el escándalo que podría estar provocando en su bajo vientre el descubrimiento repentino de que el asco y el deseo pudieran darse la mano, cuando no metérsela mutuamente.

Se comprende ahora que al estar abstraído en dichas especulaciones no prestara atención a lo que decía u oía, esto es, a la conversación en sí. Pensaba más bien en el grito que soltaría ella si descubriera que yo, por ejemplo, me había cagado encima, en ese mismo sofá, pensaba en cómo me llamaría cerdo y el modo en que, eventualmente, se empeñaría en limpiarme.

Esa idea estaba animándome cada vez más. Allí sentado, a menos de un metro de sus piernas, de su carne acalorada por los etilos, esa idea está animándome cada vez más.

En mitad de la charla y los güisquis intento encender un cigarro y el “zippo” no quiere prender por mucha chispa que le arranque. No me lo he comprado yo, fue un regalo, igual que mi gata, y al igual que como ocurre con mi gata tampoco me parece bien deshacerme de él sin más. Tengo mecheros normales en casa, pero me encanta el olor del combustible así que saco el bote y lo recargo, voy ya borracho, y al vacilar me empapo la mano con la que sostengo el mechero, toda ella despide un penetrante olor a gasolina, o queroseno, o lo que sea este líquido inflamable que me chorrea por dentro de la manga.

Como le estoy dando la espalda en todo momento, hago como si nada hasta que me enciendo el cigarro, entonces mi mano entera prende como una antorcha. La visión de mi mano en llamas es fascinante, hipnótica, pero no pasa una milésima de segundo antes de que mi piel chille una orden muy clara que no puedo sino obedecer, metiéndome la mano bajo el sobaco y sofocando así las llamas.

Entonces ella ríe, está borracha, pero en lugar de preocuparse por la quemadura se ríe, así que le cruzo la cara con la misma mano que me acabo de abrasar, lo cierto es que no dejo que se note pero me pica bastante más a mí que a ella.

Me mira de esa manera. No me insulta, no se levanta y se va, sino que se queda sentada en mi sofá y me mira de esa manera. Tan indignada como excitada. La agarro del brazo y la llevo al dormitorio, ella forcejea y gime, pero no llega a protestar en serio. La tiro sobre la cama y la desnudo, me he cargado su vestido, su mierda de vestido que parece un saco, si fuera uno de esos vestidos ceñidos que ya no se llevan no se rompería, habría que despegarlo como el pellejo del chorizo, pero ya digo que no es así, es un vestido fino y suelto, pensado para que lo desgarren. No lleva bragas ni sujetador, ni falta que le hace, todo está donde debe estar y más allá, es una florecilla frágil y hermosa y yo voy a gozar pisoteándola.

Entrar es genial. Sobre todo por la cara que pone, es lo que llevaba deseando toda la noche, no lo digo yo, son sus propias palabras. Y me la follo como si quisiera echarla a pollazos de su cuerpo, quitarle el sitio, adueñarme de su carne. Me la follo con todo mi rencor.

No me basta, claro, enseguida se me ocurren cosas, otros modos de revolver su perfecta cabellera, voy muy borracho, de no ser así intentaría complacerla pero ahora sólo me interesa pasarle por encima como un tren, borrarla de la faz de la tierra. Asfixiarla con mi polla, oír sus arcadas, quiero que vomite sobre mi cama, quiero despertar cada día con los restos del olor de su vómito exquisito, y sonreír.

Sin embargo por el culo le parece mal. Por primera vez se resiste de verdad, patalea, me pega muy fuerte con su talón en la boca, yo sigo intentándolo, no me enorgullece decirlo pero en el fragor de la batalla uno pierde los modales fácilmente, hasta que me sacude una coz en la nariz que pica como una raya de sosa caústica y me hace retroceder.

Tiene suerte de que no hubiera llegado a atarla. Se viste chillándome cosas, tirándome la lámpara, el tablero de ajedrez que tengo en la mesa del dormitorio, mis propios zapatos, en fin, está cabreada.

Le digo que se largue pero ya lo tenía decidido. Tras un portazo todo vuelve a la normalidad. Sólo espero que no se encuentre con ningún grupo de borrachos, es viernes por la noche en mi barrio de negros y uno puede cruzarse con gente complicada, y ella es muy, muy guapa, no lo olvidemos, y viste una especie de saco desgarrado. Sólo espero que encuentre un taxi a tiempo.

Supongo que en el mejor de los casos el hermano de esta hermana ya no me hablará, supongo que ya no veré a esa fracción de mis amistades. Pero ya total, de perdidos al río.

domingo, 20 de septiembre de 2009

viernes, 18 de septiembre de 2009

La macchina

Buf. La resaca ha sido brutal hoy, ha habido tembleques y todo, por la mañana ha sido espantoso, luego he comido y ha ido mejor, pero tampoco mucho mejor. Ella estaba ausente, llevaba ausente varias horas. Hay que explicar que me refiero a su estado en el chat, donde ausente significa ausente de verdad. Todo ha sido tan estúpido como siempre, pero con la aspereza natural de la resaca, esa lucidez tan física, tan pesada, etc, etc.

He vuelto a ver la tele. Es una experiencia curiosa cuando estás acostumbrado a vivir sin ella, aunque sigues viendo lo que te interesa, claro, películas y series, todo eso está al alcance de la mano y limpio de toda broza. Pero eso no es ver tele, ver tele en realidad es más bien como fumar una pipa de crack, hay un poco de eso ahí. Nunca he fumado crack, si tengo que ser sincero, en realidad estaba pensando en otra cosa, en un artefacto que utilizábamos a veces para fumar marihuana, pero pipa de crack es una expresión plena de bellísimas y muy apropiadas connotaciones, y por eso la he usado. Se trata de fumar mierda, de castigarse el hígado, pero no me estoy explicando y me apetece hablar de aquél artefacto para fumar marihuana, me gustan estas recetas, me gustan las instrucciones para construir cosas, objetos con aplicación práctica.

Hacen falta dos botellas de plástico, lo ideal es tener una de dos litros y otra de litro y medio, también hace falta algo que corte bien y un pequeño filtro metálico que encaje en la boca de la botella más pequeña, para esto vale perfectamente el filtro de cualquier grifo, de la cocina, del lavabo, se pueden desenroscar muy fácilmente. Y si se limpian bien después de la toma, pueden volverse a enroscar y nadie notará un sabor extraño en el agua.

Hace falta algo que corte bien porque hay que amputar la parte superior de la botella grande y la parte inferior de la botella pequeña. La idea es que la pequeña pueda introducirse sin problemas dentro de la grande. La idea es llenar de agua la botella grande, colocar el filtro que he dicho en la boca de la botella pequeña, que a su vez se sumerge (no del todo) en el agua que contiene la botella grande. La idea es colocar la cantidad de hierba que se desee en el filtro metálico, sumergir lo más que se pueda la botella pequeña, a la que a partir de ahora me referiré como émbolo, sumergir digo lo más que se pueda el émbolo en el agua, sin que la hierba llegue a mojarse, claro. Entonces se aplica una llama a la marihuana y mientras ésta se consume, vamos subiendo el émbolo, de manera que su interior se va llenando de humo por aquello del horror vacui. Entonces se quita el filtro con las cenizas de hierba y se tapa la boca del émbolo con la mano para que no se escape el humo.

Este es el momento en el que los muchachos están expectantes y sueltan alguna risita que otra, es un juguete divertido, una buena aplicación práctica de los conocimientos adquiridos, si hay algún adolescente leyendo sugiero que lo proponga como ejercicio en clase. Personalmente opino que tiene más gracia construirlo y verlo funcionar que utilizarlo, pero bueno. La macchina, lo llamábamos.

Entonces empieza la toma propiamente dicha. El primer valiente aplica los morros a la boca del émbolo y chupa al tiempo que lo hace descender hasta el fondo, tragando todo el humo que había en su interior. Evidentemente su valentía depende de la cantidad de fumable que se haya colocado en el filtro, nosotros teníamos una bolsa grande como un cojín, toda llena de hierba, no racaneábamos en aquella época, así que una migajita de valor sí había que echarle. Enseguida el primer valiente se yergue, y pasa la macchina a otro, que se dispone a ejecutar toda la operación desde el principio. Pasa el testigo porque el segundo está ansioso y quiere probar también, y porque enseguida este primero empieza a toser violentamente, algunos se apoyaban en algún árbol cercano para vomitar. Todo esto, claro, a los demás nos daba mucha risa y ganas de probar.

Por eso digo que cada vez que llego a una casa donde hay un televisor y lo enciendo, la experiencia me despierta estos recuerdos. Por eso decía lo de la pipa de crack, el flujo audiovisual que sale del aparato es un poco así, un poco machacarse, dejarse ametrallar, el placer de ser punching ball. Me gusta esa idea, me gusta la idea de esa inmensa mayoría, niños y viejos, solos o en familia, todos consumiendo cada día grandes cantidades de esta droga dura. Puede que no haya humo involucrado pero no me negaréis que muchas veces dan ganas de vomitar.

Pido perdón, pero es inevitable que analice y critique el mensaje. La atmósfera de esa ilusión, porque no hay realmente un mensaje, ya digo que es un flujo, ver la tele es exponerse a una corriente que te pega directamente en las tripas, un flujo incoherente y continuado, un trance. Primero el telediario, un estofado hecho con los peores momentos de la vida de alguien, cada día una o varias personas pasan el peor momento de su vida, el telediario selecciona estos momentos y nos los ofrece en una bandejita como si fuera pescado crudo. Luego están los anuncios, la argamasa guijarrera que lo une todo, casi todos parecen estar orientados a despertar el deseo, y eso está bien, el problema es que son muy cortos, y enseguida viene otro que te provoca otro deseo distinto o va dirigido a otro sector de la población con el que uno no congenia, empieza uno a sentirse mal, a no saber de dónde vienen los golpes. Hay belleza, y deseo, pero está despedazado. También los hay maternales, hay anuncios que simulan el amor viscoso y asfixiante de una madre. En fin, están ahí para hacer que creas que necesitas cosas, están ahí para convencerte con persuasivos argumentos y chantajes de que les necesitas, por eso decía lo de maternal.

En fin, perdonadme. No me gusta criticar, no me gustan las críticas. Si hay algo que no te gusta, no lo critiques: deja de hacerlo. Sé que no es un gran consejo pero es toda la moraleja de la que me siento capaz, me cansé de criticar la tele y en general la estupidez ajena, me cansé sobre todo porque para criticarlas había que prestarles atención, así que ahora me regodeo en mi propia estupidez y me la machaco sin molestar a nadie y esperando que alguien encuentre de utilidad lo de la macchina.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Valle de lágrimas

Me duele el cuello otra vez. Mierda de cuerpo, todo el rato igual, cuando no es el cuello es la muñeca, o la espalda entera. Mierda de vaina orgánica defectuosa. Se siente uno preso, al cabo del día, cada vez que hay que ir al baño, cada vez que hay que comer o irse a dormir.

A ver cuándo bajan un poco los precios del transplante neuronal. El otro día me enteré de que uno de mis antiguos compañeros de colegio se había transplantado, el maldito cabrón está forrado, era un auténtico inútil y es biológicamente imposible que no siga siéndolo, el tío me copiaba todos los exámenes, era incapaz de retener nada, se atascaba hasta con las tareas más sencillas, y ahora está transplantado, feliz y transplantado. El dinero, por supuesto, le viene de parte de padre. Ése fue todo su mérito, que papá aflojara la tela para pagarle los estudios, que le colocara al mando de una de sus empresitas inmobiliarias, así cualquiera, a sentarse a ver llover la pasta.

Pedazo de cabrón. Él transplantado y yo aquí pudriéndome en este miserable cuerpo de treintañero. Seguro que mis neuronas ya han empezado a degenerar, para cuando pueda pagarme un transplante, si es que alguna vez bajan los precios, habré perdido la mitad de la memoria. Al paso que voy.

Tampoco es agradable el hormigueo del culo, el otro día me caí al intentar levantarme de la silla y el médico de la empresa dijo que tenía el tejido del culo necrosado, una dolencia muy común que se soluciona con implantes de caucho, muy baratos. Esta dolencia se produce por pasar la mayor parte del tiempo sentado. Pero a eso me refiero ¿no es defectuoso un envoltorio que se deteriora al permanecer mucho tiempo sentado en una silla, es decir, en su posición natural? Pero lo peor, sin duda, son los crujidos de la muñeca, tengo que agarrar el ratón de un modo extraño para que no duela demasiado, a veces llego a desconcentrarme, pierdo la atención y olvido lo que de verdad estoy haciendo.

Me han mandado un vídeo de los altercados que ha habido estos días en la periferia. Los chavales la han emprendido contra todo lo que han pillado, lógico y natural, yo también he sido joven y si no puede uno emborracharse o drogarse ¿qué sentido puede tener esa etapa de la vida? ¿Cómo si no van a conocer la euforia, la alegría o la risa, si no es a través de las drogas?

No, deberían dejarles divertirse. Al fin y al cabo, esa etapa pasa pronto, uno consigue un trabajo y deja de salir a la calle, deja de ver a toda esa gente con la que trataba en su juventud. Aquellos no son los verdaderos amigos, los verdaderos amigos, los que siempre están ahí, con los que puedes contactar cada vez que quieras, son los del facebook. Es una de las cosas que se aprenden trabajando.

No se puede pretender que nuestra sociedad progrese si nos aferramos a esas formas rudimentarias y primitivas de interacción, el modo “cara a cara” es sin duda el más tosco de todos, la cantidad de información que permite transmitir es muy limitada, y además no puede uno elaborarla tanto como a través del ordenador, ni añadir imágenes y sonidos que complementen y subrayen lo que uno tiene que decir. Por no hablar de que sólo se puede prestar atención a una persona cada vez, y hay que contestarla inmediatamente, mirándola a los ojos, cuando no gesticulando uno mismo, derrochando una cantidad de energía que no va a ninguna parte. Es que me parece de cajón, vamos.

Mis dos últimas relaciones amorosas han sido a través del ordenador. Y han sido infinitamente mejores que aquellas torpes experiencias que tuvieron lugar en mi niñez y juventud. Cada uno sabe a lo que va, y no hay malentendidos, ni desilusiones, ni celos. Ni nada. ¿O me van a decir ahora que es mejor practicar esa gimnasia frustrante y agotadora que hacían nuestros padres para concebirnos? Cada cual se masturba, hay aparatos de toda clase ahora, hay aparatos alucinantes, si queréis os paso un catálogo, y cuando uno está por fin transplantado, ah, amigos, eso sí que es la gloria. Ni siquiera necesita uno ya su propio cuerpo.

El ser humano es alma. Es información. Su cuerpo ha sido siempre, desde hace milenios, una cárcel. El mundo en el que vive, un valle de lágrimas. El Progreso ha sido el duro camino que hemos tenido que recorrer para abstraernos de toda esa mierda.

Por eso lo que no entiendo es por qué no subvencionan de una vez los putos transplantes neuronales. Deberían hacer líneas de crédito especiales, al interés que sea, los años que sean. Joder, se tiene toda la Eternidad para pagarlos.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Performancé

Una de las actividades más difíciles de llevar a cabo estando desempleado es la de matar las propias horas en la soledad del hogar. Lo cierto es que no es tan distinto a trabajar, el problema es que se está solo y sin tarea, por lo que se tiende al delirio, el onanismo y la confabulación gratuita e injustificada.

Me pesa sobremanera reconocerlo, puesto que en trabajando sentía perder cada uno de mis minutos, cual gusano espachurrado por ocioso pulgar, y fantaseaba imaginando que, de ser yo libre y dueño de cada una de mis horas, habría de aprovecharlas mucho más. Pero el desempleo es harto parecido al trabajo de oficina, uno se sienta delante de su ordenador y hace el memo ratón en mano hasta que cae la noche. Como digo la diferencia es que ahora lo hago solo y en mi propio hogar, es por esto que a cierta hora cualquier rincón de mi casa me resulta hostil y salgo a la calle, a ser posible habiendo contactado antes con alguna de mis amistades.

Alguna de éstas mis amistades me llevó a un pseudoevento, técnicamente era la inauguración de una incipiente sala de teatro, pero lo que allí se cocía era la borrachera de unas cuantas decenas de personas, y poco más. Hubo, eso sí, una performancé, un pretendido híbrido entre pintura y música que resultó un tanto inconexo, un tanto indigente si hay que hacer honor a la verdad. Un tipo pintaba con tiza en una enorme pizarra negra sita en el escenario, al tiempo que otro individuo de aspecto sospechoso improvisaba con una batería. En contra de lo esperable, no había relación entre ambas actividades, y sí mucho calor, de modo que en seguida me ví sudando lo suficiente como para poder ausentarme aduciendo asfixia.

Debo ser justo, la experiencia no fue enteramente anodina. Es cierto que al ver dibujar al primer tipo no paraba de recordar esos garabatos que hace uno en los márgenes de la hoja, cuando se ve obligado a leer sin que medie interés alguno, y es verdad también que el presunto percusionista intercalaba sus espasmódicos golpes de baqueta o macillo con pitadas de un reclamo para patos que sostenía entre los labios, pero algo, creo que el silencio general, invitaba a divagar, a pensar en cualquier otra cosa. A fijarse en los hombros desnudos de la hilera de féminas que delante de mí se obligaban a observar el espectáculo y sacar algo en claro de él. Desde mi posición, y si se trataba de comparar creaciones, era imposible no decantarse por el acabado perfecto de los hombros de la hembra humana viva. Además, a los pocos minutos empecé a echar de menos en el público una actitud algo más crítica y participativa. La gracia del asunto hubiera sido haber vociferado todos, como se hace en los estadios y circos, indicando cómo hacer, o mejor dicho cómo no hacer el siguiente trazo.

-¡Ahí, ahí! ¡Así está perfecto!
-¿Ves? Ya la ha cagado.
-Pero ¿se supone que va a llenar toda la pizarra?
-Hace calor aquí…
En fin, en un momento dado alguien decidió que había que aplaudir, y sin duda fue una gran idea poner fin a aquel dislate. La rifa, en cambio, fue mucho mejor. Más natural, más fluida, no nos engañemos, este país tiene mucha más tradición de rifa, es un formato que se adapta mejor a un público de borrachos, incapaz de seguir la más sencilla trama y propenso a chillar a la oreja de su vecino frases que no tienen relación con lo que acontece en el escenario. Pues el caso es que me tocó, la rifa, pero mandé a recogerla porque yo no quería tener nada que ver con aquello, y al final el premio se lo quedó alguien por el camino.

Luego, y para cerrar después de un breve y perruno olisquear de las fuerzas del orden, una de las organizadoras hizo play-back en el portal. Y admito el neologismo porque si digo que hizo pantomima, que gesticuló y puso morritos al ritmo de la coplilla que procedía de un transistor sostenido por una de sus compinches, si digo eso no me lo entienden. Pero lo importante no fueron sus aspavientos de eufórico histrión, sino sus pestañas, unas pestañas postizas largas y pesadas, erizada de garfios curvos como luna casi nueva, como daga moruna, de brillo metálico también, a juego con el relucir herrumbroso de su sonriente ortodoncia. Eso era lo importante, tenía pestañas postizas, pestañas con ortodoncia.

No, no es importante, lo sé, pero aún menos lo fue el churretoso kebab que consumí después, o el despiste comunal por el que me quedé solo, en busca de un bar con nombre de borracho escritor, no sé, tenía curiosidad, debí suponer a tiempo que un reclamo tan fácil sólo atraería a los idiotas, pero si no lo supuse, enseguida lo pude constatar. Pero ya digo que tampoco esto es importante, ni cómo tuve que decirle al taxista que me dejara unos cientos de metros antes de lo debido porque no me llegaba el dinero así juntara toda la calderilla, ni cómo apuré delante del ordenador la colilla de un peta que hábilmente había robado al principio de la noche, en uno de mis arrebatos de cleptomanía oportunista.

Lo importante es que al tumbarme en la cama la eché de menos, eché de menos que estuviera allí. No sé. Si no es amor eso, echarla de menos cada vez que me tumbo en la cama, añorarla cada vez que yazco en el sofá con la tripa llena, o cada vez que me masturbo, la verdad, no sé qué es.

martes, 18 de agosto de 2009

Fragmentos verídicos

Estreno bebida hoy, estreno bebida para dirigirme a ustedes. Es sólo que se me ha acabado la tónica y no tengo el estómago para beber ginebra a palo seco, así que la he mezclado con un zumo, un zumo de melocotón y uva que tenía en la nevera. Así es: ahora compro zumos.

Si les digo la verdad, está asquerosa. Pero no es eso lo que quería decirles. Hay quien sostiene que la pelusa que se forma en el ombligo humano es siempre de un color azul parduzco, independientemente de la ropa que se haya llevado puesta durante el día. Falso. Yo tengo una camiseta roja que deja pelusa roja en mi ombligo humano, cuando me la quito y me lavo los dientes (así es: ahora me lavo los dientes) delante del espejo, veo un hilillo rojo oscuro saliéndome del ombligo, está pegajoso por el sudor, como coagulado cuando meto el dedo índice con preocupación. Mi primer pensamiento es que se me ha desanudado el ombligo por dentro, y por eso sangra, desatado, aquel rudimentario zurcido que me hicieron al nacer, cuando cortaron mi cordón umbilical y lo cerraron con una pinza. Sería ésta herida de muy mal cerrar otra vez abierta, pero tampoco es esto lo que quería decirles.

Vengo de ver una película, y salvo por el dinero que he desembolsado para entrar en la sala, no he notado ninguna diferencia con las que veo en mi ordenador. La pantalla no se veía mucho más grande, dada la distancia a la que estaba situada la butaca, y el esperpento que en tal recuadro se ha desarrollado, bueno, del esperpento tampoco quiero hablar. Recuerdo con mucha más viveza el sonido y el olor de la bolsa de kikos que comía mi amigo acompañante, uno que en verano regresa de su exilio canadiense, un tipo de verdad estridente pero no mala persona, a quien la vuelta al hogar sin duda hace recordar tiempos mejores, porque no para de llamar todas las tardes para juntarse entre varios a beber. O a ir al cine. Pero sobre todo a beber.

Fue gracias a las labores diplomáticas de este sujeto por las que me he reenganchado a la sociedad de los humanos, concretamente a su faceta más amable, la de salir de juerga y alternar. Y nos acercamos por fin a lo que quería decirles.

Hay un tipo, no, no debería empezar hablando del tipo, debería empezar hablando de su hermana. Hay la hermana de un tipo, conocido de muchos años y tampoco mala persona, debería llamarle amigo si quisiera quedar bien con él, pero entonces quedaría mal con el diccionario así que diré mejor que si me pusieran una pistola en el pecho y me obligaran a redactar una lista con los nombres de diez amigos tendría que incluirle, para no quedarme corto. Bueno pues, este tipo tiene una hermana de indescriptible hermosura. Ni es una frase hecha ni ando escaso de epítetos, es realmente indescriptible su felino bellezón. No me explico como puede siquiera salir a la calle, vista la reacción que provoca entre los miembros del sexo opuesto, yendo estos miembros sólo ligeramente borrachos. Es un fenómeno digno de ser visto, el modo en que los machos de la especie se abalanzan embrutecidos hasta caer en su proximidad, para mantenerse entonces a una distancia prudencial de unos diez centímetros y empezar entonces un cortejo más o menos afortunado, basto por lo general. Un fenómeno como digo digno de ser visto, pero que en cualquier caso crispa los nervios de nuestro viejo amigo, este hermano de su hermana, quien sin duda echa en falta un arma de fuego, un arma corta, manejable, tampoco pide tanto el muchacho, seguro que hasta con un simple cuchillo de caza se apañaría. Lo tengo dicho mil veces, la fuerza es la única ley que cuenta a la hora de las tortas, y esa hora, como todas, llega.

Así dicho parece que fuera a hablar de una orgía de guantazos en la que hubiera podido desplegar mis dotes de fino estratega y habilidoso matachín, pero tampoco es el caso. No, lo que con todo esto quiero decir es que estuvo tonteando conmigo, la muy hermosa, me acarició lasciva los hombros, pero al final no pasó nada, al final este hermano de su hermana la agarró de la muñeca y la vistió, eh, he escrito “la vistió” cuando lo que en realidad pasó es que “la metió en un taxi y la facturó a su casa”. En qué estaría pensando. Sí, muy a gusto la hubiera desvestido, hubiera desgarrado esa fina tela que la cubría y le hubiera azotado el trasero con las tachuelas de su propio cinturón. Si algo lamento de no habérmela trajinado en pudiendo es no haber visto ese bellísimo rostro tomado por el escándalo, la perplejidad y la pizca justa de miedo.

No fue un dilema. No fue que temiera ofender a este hermano de su hermana. Fue sencillamente un imprevisto: que semejante hembra se contoneara para mí no entraba desde luego en mis expectativas de futuro. Qué digo imprevisto ¡fue un imponderable!

Bueno, me la follare o no, ahora ya da igual. Es todo lo que quería decirles. No se trata de dar envidia porque no hay nada que envidiar. El otro día lo hablaba con el energúmeno obeso amigo mío. Bueno, en realidad hablaba él, después de tomar un baño en su piscina y comentarle que ya no sabía cómo seguir con aquella fábula de la inundación:

-Esa gente del blog lo único que quiere es que te suicides. Es lo que les mantiene ahí, leyendo. Esperan el momento en que anuncies tu suicidio y lo cuelgues en youtube.

lunes, 27 de julio de 2009

El airazo

Despierto tumbado boca arriba, después de la siesta. Sobre mí el cielo blanco, cegador, surcado por bolsas de plástico, toldos, lonas, camisetas, sábanas. En efecto, sopla una ventolera fortísima y bochornosa, como compruebo en cuanto me pongo de pie. Este airazo no sólo arrastra todos estos objetos volátiles que he dicho, desarbolados de sus azoteas originales, también ha hinchado hasta casi reventar mi vela, y eso que sólo estaba a medio izar. La confusión propia del despertar no remite en absoluto, ya que la fuerza de este viento me zarandea la mollera y no me permite razonar como es debido.

Ventarrón implacable que levanta un finísimo polvo de agua, una niebla que me ducha la cara y empapa mis ropas. Y me impide ver bien lo que hay a mi alrededor. No distingo las azoteas entre las que me deslizo, y lo que distingo, no lo reconozco. Pedazos de persiana, tejas, todo vuela peligrosamente por los aires.

Las fuertes corrientes me está acercando a un bloque de apartamentos que en tiempos debió erguirse alto e imponente, porque aún asoman veinte o treinta plantas sobre las aguas. O eso entreveo, la bruma difumina las siluetas y el ulular del viento húmedo me embota los oídos y amortigua hasta los inquietantes crujidos del mástil. Diría, no, debo estar alucinando, pero diría que se ve luz en alguna de las plantas de este mastodóntico bloque. ¿Cómo es posible? ¿Qué fuente de energía utiliza? ¿Eólica, solar tal vez? En cualquier caso me decido a averiguar quién habita este edificio, o a aprovecharme del mismo y fortificarme en él si resulta estar abandonado. Debo ser precavido en cualquier caso, ya que de haber alguien dudo que me reciba amistosamente.

Lástima que no pueda cargar con mi rudimentario escorpión, su peso me arrastraría hasta el fondo sin duda, sólo puedo afianzar una hachuela a mi cinturón y saltar por la borda cuando mi maltrecha azotea se acerca lo bastante al edificio. Con este ventarrón no puedo ni soñar con amarrarla a alguna parte, no me queda otra elección que darla por perdida y no mirar mientras se aleja hasta perderse entre la bruma de esta galerna.

Cuando por fin me llego a la terraza que emerge a ras de agua, encuentro los cristales de sus ventanas ya rotos, probablemente por la simple acción del oleaje. El interior del piso está inundado de modo que queda sólo un metro de aire entre la superficie del agua y el techo, las sillas del comedor flotan, medio podridas, en un líquido estancado, cenagoso. El interior es como digo muy oscuro y no parece estar habitado, evidentemente si alguien hace vida en este edificio lo hará en las plantas superiores, pero necesito encontrar un modo de acceder a las escaleras, ya que no puedo arriesgarme a escalar terraza a terraza con este viento.

Ya me cuesta de hecho trepar al piso superior. Rompo los cristales de las ventanas de la terraza con ayuda de mi hachuela y me deslizo al interior, que también está en penumbra y huele a cueva y humedad. Las plantas de las macetas se han secado y, por el olor, diríase que podrido también, pero por lo menos el piso no está inundado. Es una sensación extraña poner el pie en la alfombra del salón, todo está relativamente intacto y recuerda, de algún modo, a cómo eran las cosas antes de la inundación. Hay sofás, tan mullidos y propicios a la siesta como recordaba, hay estanterías con enciclopedias, fotos de comunión y figuritas de cerámica, hay un televisor apagado, que no se enciende al apretar el botón, como tampoco hacen las lámparas. Tal vez no haya electricidad en los pisos inferiores, los que corren más riesgo de entrar en contacto con el agua, tal vez las luces que ví procedían de velas o fogatas, o eran sencillamente imaginaciones mías. En cualquier caso, me resulta grato ver un cuarto de baño de nuevo, lo primero que hago evidentemente es servirme del retrete, y ésa es probablemente la sensación más intensa de familiaridad, de vuelta al hogar, que he experimentado en semanas. Es como haber estado de vacaciones en un camping cuyas instalaciones dejaran mucho que desear y volver por fin a casa. Pienso en ducharme, pero bien mirado no se trata de una necesidad tan imperiosa como la anterior, así que prosigo mi exploración.

El dormitorio está intacto también, la cama hecha, el armario lleno de ropa y sábanas limpias. Naturalmente, cuando intento salir por la puerta del apartamento me es imposible, está cerrada con llave, sin duda la inundación pilló a sus legítimos ocupantes fuera de casa, de vacaciones lo más seguro, así se explica el vacío de la nevera.

Decido repetir la operación de escalado para acceder a la terraza superior. Nada más romper los cristales me reciben unas fauces llenas de dientes y babas, un perro grande, sucio y famélico, el estruendo del viento me ha impedido oír sus ladridos, y el susto por poco hace que me precipite al agua de nuevo, por suerte reacciono a tiempo asestando en su hocico un hachazo disuasorio que le hace escabullirse corriendo por el pasillo. El olor corrupto de este hogar difiere mucho del anterior, se debe sin duda a las heces y charcos de orín reseco que hay por todo el salón. Avanzo en la penumbra, agazapado y alerta. Apenas distingo la puerta del apartamento me dirijo hacia ella, desde el pasillo en tinieblas oigo gruñir al perro, entreveo a través de la puerta de la cocina una pierna tirada sobre las baldosas, a medio devorar, pero no me quedo a ver más, cierro tras de mí la puerta de un fuerte golpe, más ladridos al otro lado, el perro arañando el barniz de la puerta con sus patas.

Por suerte estoy ya en el descansillo. La visibilidad es prácticamente nula, la poca luz que hay, débil y grisácea, procede de una claraboya situada sobre el hueco de la escalera, a mucha altura. No tardará en oscurecer del todo, pero no puedo precipitarme. No sé qué puedo encontrar más arriba, supervivientes, tal vez, pero debo ser muy cuidadoso en mi acercamiento.

Subo unas diez plantas por las escaleras hasta que por fin encuentro una puerta ligeramente entreabierta, una rendija que suda una luz muy tenue y un hedor desagradable y penetrante. Sonidos, también, me cuesta distinguirlos del aullido del viento, ese zumbido amortiguado y siniestro.

Muy despacio me acerco a la puerta y atisbo por la rendija, pero no veo gran cosa, la luz tiene su origen más allá de un recodo del pasillo. Empujo con cuidado la puerta y empuñando mi hachuela avanzo por el pasillo, eufórico de terror, borracho de sigilo. Intento adivinar qué está sonando, parece una voz distorsionada. El olor, siendo sucio, sudoroso, me resulta familiar. El pasillo está sucio, hay carteles mugrientos, mal clavados en la pared, un colchón lleno de manchas apoyado contra ella, señales de tráfico herrumbrosas, fuera de lugar. La luz procede del salón, y aunque débil y sucia, es continua, no titila como haría si procediese de velas o fuego.

Asomo muy lentamente la cabeza por el quicio de la puerta. El salón está efectivamente iluminado por una mugrienta lamparita eléctrica, una de esas que vendían en esos grandes almacenes suecos de funesto recuerdo, sólo que más sucia. Un tipo fuma tirado en el sofá, y ve la tele, así es, tiene una tele, está viendo en ella una película, no sé cuál, no presto mucha atención a eso. Una alfombra sucia, muebles viejos llenos de cachivaches absurdos, más carteles en las paredes, sábanas cubriendo las ventanas, platos sucios, bolsas de patatas vacías y litronas volcadas encima de la mesa. Reconozco por fin ese olor acre y penetrante, mezcla de humo de marihuana y olor a pie. Me recuerda una barbaridad a ese piso de estudiantes que compartí una vez.

El tipo aún no me ha visto, sigue fumando, absorto en la pantalla. Sólo cuando por fin entro, perplejo, en el salón, parece reparar en mí.

-¿Eh? Ah, hola.

No sé si ha visto mi hachuela, aún la llevo en la mano pero ya no hay fiereza en mi pose, mi espíritu está desarmado y confuso. Cuando me acerco a la sábana que cubre las ventanas para levantarla, me interrumpe:

-Eh, eh, cierra, tío, estoy viendo la peli...

Fuma un poco más, me mira a través de las telarañas de sus ojos rojos e intenta deducir algo del gesto perplejo y cuadriculado que agarrota mi rostro.

-Tú eres amigo de… Venías por…
-No –contesto al fin, mi voz suena ronca tras semanas de silencio, tengo que carraspear vigorosamente- No, en realidad no.
-Ah.

Un nuevo silencio.

-Si vienes a ver a… Está en su cuarto. Creo.
-No, no.
-¿Quieres? –me ofrece de lo que fuma.
-No, no.
-La plantamos nosotros. Está muy bien ¿seguro que no quieres?
-No, mejor no.
-Tenemos seis macetas –declama con orgullo mientras me levanta en el aire los dedos índice, corazón y anular de su mano izquierda- En la bañera. Cultivo hidropónico. Es una gozada.
-¿Cultivo hidropónico?
-Sí, cada tres meses ¡pum! Cosecha. Así no se acaba nunca.
-Hidropónico… -sopeso las posibilidades- ¿No habéis pensado nunca plantar otra cosa? No sé, víveres…
-¿Víveres?
-Sí, tomates, patatas, algo rico en hidratos de carbono.
-…
-…
-Bueno. No sé, si quieres tomates no tienes más que bajar a comprar al supermercado. ¿No? No sé a quién le toca, en realidad. A mí me da un poco igual, la verdad es que no me gusta cocinar, ni fregar, yo me apaño con cualquier cosa, bolsas de patatas fritas, chocolatinas, sopas de sobre… Tenemos un montón. Ahí, mira, en esa estantería.
-¿En esta caja de cartón?
-Esa, sí. Coge la quieras.
-Esto está todo caducado.
-¿Caducado?
-Sí. Hace varios años, de hecho.
-Ah. Eso explica mis diarreas.
-Ya. Oye, eso que ves ¿es la tele?
-No, es una peli. Es el vídeo. La tele no se ve, está rota la antena, se rompió… El año pasado, creo. Tienen que venir a arreglarla, pero…
-¿Y esta radio?
-Sí, esa radio funciona.

La enciendo.

-“Dos muchachas destripadas en Jaén. Han encontrado los cadáveres completamente vaciados en una cuneta. Se sospecha que haya sido un grupo de infectados”.

La apago. Intento digerir todo esto pero no es fácil. En este piso hay luz, electricidad, se reciben transmisiones de radio, y este tipo no parece ser consciente de que su ciudad se ha inundado. Por lo que dice lleva meses sin moverse del sofá, podría ser que no se hubiera dado cuenta, me veo muy tentado de decírselo, de cogerle de las solapas y enseñarle el paisaje, la ciénaga urbana que le rodea, pero me lo impiden mi confusión y una leve forma de lástima. Mis dudas quedan interrumpidas por la entrada de otro sujeto que saluda y se sienta en el sofá, junto a su amigo.

-Hola.

Por toda respuesta me paso la mano por la cara, tirando muy fuerte de mis mejillas hacia abajo.

-¿Eres…? –se da cuenta de que le habla a mi espalda así que se vuelve a su compadre- ¿Es amigo tuyo?
-Eh… No. Creo que es un vecino.

Visto que este dueto de espíritus comatosos puede tardar días en atar cabos por completo, me sacudo la perplejidad que me paraliza y, furioso, arranco las sábanas que ocultaban las ventanas.

-¡Eh, tío! ¡Cierra eso!

La luz del crepúsculo parece demasiado para sus ojos acostumbrados a la luz de una lámpara de lava.

-¡Maldita sea! –les increpo- ¿Es que estáis ciegos? ¿Acaso no sabéis lo que ha pasado?
-…
-¿Lo de la gripe? –adivina uno.
-¡NO! ¡Las aguas! ¡Las aguas han inundado toda la ciudad, todo aquello hasta donde alcanza la vista está ahora anegado por completo, todo rastro de civilización ha sido borrado y los escasos supervivientes nos vemos reducidos a un estado de brutal y despiadada lucha por la supervivencia!

Silencio y rostros inmutables. Más silencio y luego:

-A mí me parece que está todo igual. Desde aquí, desde el sofá, no veo ninguna diferencia.
-Además, eso de la inundación no tiene mucho sentido. Quiero decir, suponiendo que se hubieran derretido los casquetes polares de un día para otro, es imposible que el nivel del mar haya aumentado los seiscientos metros de altura que hay en la meseta…

Desquiciado, enciendo de nuevo la radio y vocifero:

-¡Escuchad, insensatos!
-“El Ministro ha declinado hacer declaraciones acerca de las bandas organizadas de caníbales que asaltan campings en la Costa del Azahar, hasta que se demuestre que efectivamente se encontraban en situación irregular. En otro orden de cosas, hoy se ha inaugurado el nuevo Centro para la Coordinación y Fomento del Tráfico de Órganos, sector en cuyo desarrollo…”
-¿Lo ves? ¡Lo de siempre! No dice nada de ninguna inundación…
-“La orgía presidencial…”
-Si hubiera pasado algo, lo dirían…
-“relojero castrado a machetazos…”
-No sé, creo que este tío nos está gastando una broma.
-“Y ahora, los deportes.”
-¡Está bien! ¡Pudríos en vuestra torre de marfil, si es lo que queréis! ¡No me importa! Os iba a proponer formar parte de mi tripulación, pero creo que me las apañaré mejor solo.

Y al grito de “¡Borregos!” arrojo el transistor contra la pantalla de su televisor, que estalla en una nube de chispas y esquirlas, provocando las quejas de estos dos especimenes.

-¡Eh, tío!

Poseído por una rabia animal, enceguecido, asesto un hachazo en el muslo del primer individuo, que tenía las piernas apoyadas sobre el cenicero de la mesa.

-¡Ah!
-¡Siente el abrasador mordisco de Lo Real, mequetrefe! ¡Nota la diferencia!
-Uff… Como escuece… Oh… Hacía siglos que no miraba al techo del salón… Está lleno de humedades…

Aún embebido de este acceso de ira, profiriendo bramidos, abandono el piso de estos descerebrados cuando el que queda sano se levanta a buscar betadine.

La oscuridad es casi total en el descansillo. El aire, aquí dentro, es opresivo, el olor a cerrado no podría ser más espeso, y necesito respirar. Debe ser el ulular implacable de este viento que me ha vuelto loco, subo como poseso las escaleras, a todo correr, con el canto del hacha fuerzo la puerta que da a la azotea y me asomo, por fin, al exterior.

Fuera sigue la galerna, el huracán, y no ayuda a calmar mis nervios, azota inmisericorde mi cabeza sin darme respiro, me zarandea, creo que es más fuerte aún aquí arriba. Aúlla como un diablo, como el chillido de un diablo, al pasar entre las antenas, arranca parabólicas de cuajo, huele a gasolina, a humo de gasolina.

Pero eso no puede ser el viento. Miro a mi alrededor, me parece oír el gruñido de un motor, entre la ventolera, y no me equivoco, hay un generador, un enorme generador amarillo, traqueteante, escupiendo bocanadas de humo de gasolina, emitiendo calor y ruido, un generador, no puedo equivocarme, es sin duda la fuente de energía que suministra electricidad a la parte superior del bloque. No muy lejos, otra visión me hace estremecer: un enorme tanque de gasolina.

Este humo me emborracha. Parece que hace años que no lo oliera, y es realmente apestoso, pero hay algo embriagador, cerdo y sensual, en el traqueteo loco del generador, en su lascivo toser nubes de humo. Sigo con la vista el recorrido del grueso manojo de cables que salen de sus tripas mecánicas, la mayor parte acaba en un cuadro que sin duda alimenta las plantas superiores, pero hay otros que conducen a un destartalado chamizo en cuyo interior, lo puedo ver a través del mohoso cristal de un ventanuco, hay luz.

La puerta está atrancada, pero no voy a andarme con miramientos. De una patada la abro, y queda vencida, sujeta sólo por una de sus bisagras como diente de leche, batida por el viento despiadado.

El interior del chamizo está iluminado por una potente bombilla de obra, de esas que vienen reforzadas por rejillas de hierro para no romperse. A un palmo de ella suda la frente de un desquiciado de piel lívida, verdosa, y carnes demacradas.

-Proponen incinerar los cadáveres para evitar los contagios, para lo que se ha surtido de lanzallamas a grupos de ciudadanos

Un profeta, consumido de devoción, los ojos inyectados en sangre, la mirada rota, perdida, vidriosa, vocifera ante un micrófono, aferrando con una mano los gruesos auriculares que le cubren las orejas y estrujando con la otra un pollo de goma de forma obsesiva, relamiéndose en el sonido que hace el látex impregnado de sudor al ser retorcido. Ante él, una estación de radioaficionado desde la que transmite, y sobre la que yace un conejo despellejado y cubierto de moscas en el que periódicamente hunde la nariz para aspirar su tufo a putrefacción mientras se manosea los genitales y gime de placer, sin parar en ningún momento su desquiciado discurso.

-Grupos de violadoras octogenarias actúan en masa. El Ministro impone el toque de queda y arroja tetra-briks de leche a la multitud. Bandadas de recién nacidos se arrojan desde el campanario de Almuñecar sin mediar palabra. Una motosierra virgen ataca a su patrón y muere en el posterior tiroteo.

El hedor que emana del chamizo es insoportable, brota a bocanadas intermitentes, removido por el brutal huracán que barre la azotea, la puerta termina por arrancarse de cuajo para salir despedida por los aires, los aires que invaden a empujones el interior del chamizo provocando remolinos, levantando la indecible inmundicia allí dentro acumulada, descubriendo alardes de locura y atrocidad que no cabe describir con palabras.

El Horror. Ese hombre, ese loco, vomitando su horror a las ondas hertzianas, propagando su demencia, la parodia de una civilización reducida al absurdo, el Horror, mayúsculo, imposible de digerir más que de un modo primitivo, ritual, completamente irracional, como un entierro.

Supongo que por eso me dejo llevar por el infernal bramido del viento y descargo mi hacha una y otra vez sobre las carnes cenicientas de aquel tipo, que en ningún momento cesa su verborrea de pesadilla. Para callarle, para borrarle de la faz de la tierra, para hacer como si nunca hubiera existido, supongo que por eso también abro la espita del tanque de gasolina y con un cubo encharco el chamizo y la azotea enteros, para después prenderle fuego, justo antes de saltar al vacío, a un vacío de veinte o treinta plantas sobre la superficie del agua, al que me precipito en el preciso instante en que el tanque de gasolina hace explosión y una monstruosa bola de fuego asola y reduce a un muñón de ruinas humeantes la cúspide de aquel edificio, igualito que en La jungla de cristal.

jueves, 9 de julio de 2009

Espina de cremallera

Él sabe hacerse crujir el cuello. Hay quien puede hacerse crujir los dedos y las muñecas, todo esto lo puede hacer él también, pero es especial porque además sabe hacerse crujir el cuello, de manera que parece que se lo rompe.

Se lo cruje en medio de una calle atestada, esperando a que el semáforo se ponga en verde, y se deja caer, desplomándose como cadáver.

Ella aparece entre la multitud, sollozando, profiriendo horrorizados alaridos. Se rasga las vestiduras y llora la muerte sobre el falso cadáver. Él abre un ojo, y sonríe.

¡Era broma! Ella no sabía aún su extraordinaria capacidad para crujirse.

Se levantan y se van de la mano. Los peatones han seguido pasando junto a ellos con paso apresurado, tanto cuando se ha simulado la muerte como cuando tiene lugar la resurrección. Les impiden, de hecho, caminar. Nadie les mira, pero todos les empujan, les piden permiso para pasar, todos quieren pasar a través de la pareja, no entre ellos, sino a través de cada uno de sus componentes. Disculpe ¿Me permite? Si no le importa…, mientras les hacen a un lado en todas direcciones, la suma de las fuerzas del dorso de sus manos, haciendo crujir sus costillas, retorciendo sus columnas vertebrales como al escurrir una bayeta.

Otra variante es que él, tras crujirse el cuello, en lugar de desplomarse haga como que se le ha pinzado un nervio, la médula espinal nada menos, el bulbo raquídeo, y no pare de patalear en el aire fingiendo perpetuo calambrazo. Ella puede fingir horror, si ya ha pasado por la broma anterior.

Resulta que el muchacho tiene la espina dorsal de cremallera. No es que la use como una cremallera, es que es una espina de ese tipo. Puede hacérsele bífida como no cuide su alimentación o haga deporte.

Cartoniano

Introducido en un ascensor de cartón. Cubierto de cartón, dijeron que por unas obras, pero cada vez lo cubrían más, el tubo fluorescente, el espejo, los botones, todo, hasta que se descubre que eran una banda de hampones amigos de lo ajeno, que habían sustraído las valiosas planchas de metal y cables del ascensor, dejando sólo la carcasa cartoniana. De ahí los bandazos y la fatal y estrepitosa rotura del suelo al sobrepasar el límite de peso.

Ser de cartón.

Aplicarse cada día tiras de cartón húmedas sobre la piel, para que poco a poco arraiguen y se disuelvan con la propia carne. Hasta que los huesos no sean más que tubos como de papel higiénico y la carne toda esté formada a su vez por capas de cartón corrugado.

Esto le convierte a uno en un ser versátil y adaptativo, toda vez que en seco se es de una extrema ligereza, pudiendo dar grandes saltos y ser arrastrado por un viento moderadamente fuerte, a la manera de esas “cometas” tan de moda en Viena últimamente; y en mojado tiene uno más peso específico, además de un reblandor que permite flexionar las extremidades en cualquier dirección. Tacto esponjoso, chapoteo a cada paso.

Además, y ya sea estando seco o impregnado de fuel-oil, puede uno arder en un momento, con sólo sostener una colilla o manipular una lupa demasiado a la ligera.

La cocaína

La cocaína
La cocaína
No yo no tomo
Yo no me junto con gente que
Porque mi madre me dice que no me junte
Con la gente de la cocaína
No es buena
Mi madre lo dice
La cocaína
Mi madre tomo mucha cocaína cuando era joven y
Si no hubiera tomado tanta
Yo no habría nacido
Le jodió la vida
La cocaína
La cocaína es mi verdadero padre.
Su polvo blanco
Tanto como se metió
Hizo las veces de esperma
Se lo metía, claro
Por el coño
La cocaína
Y le hizo grumo con los flujos vaginales
Le hizo argamasa
La cocaína
La fecundó y nací yo.

En el principio fue el tedio

Una vez resuelto el problema del agua potable y el alimento sólido, por precaria que fuera esta solución de subsistencia, se me vino encima algo peor que el hambre, la sed o el peligro de muerte: el aburrimiento.

Cuando uno pasa el día yaciendo cuan largo es sobre las baldosas de su azotea, a la sombra de un improvisado toldo, cuando la principal actividad que se desarrolla en el día es la espera, cuando la comida cotidiana es una paloma pobremente asada a la llama de un "camping-gaz" hurtado a las aguas, cuando uno se descubre mirando por inercia su teléfono móvil, esperando quizá ver una llamada perdida o un mensaje, y sólo ve la pantalla resquebrajada y cubierta de orín y moho, y recuerda que ya no hay nadie que pueda llamar; cuando se llega a este punto, es hora de tomar una determinación. Dotarse de un objetivo, por absurdo y rocambolesco que sea. La ciudad entera cuyos asfaltos y hormigones se reblandecen ahora bajo las aguas fue precisamente y sin duda ninguna creada para paliar un aburrimiento semejante, un enorme tedio sedimentado durante siglos, y ahora que el bullicio de la ciudad ha callado, las horas de sol y silencio me hacen pensar si no sería posible construir un andamiaje sobre estas aguas, y sobre el andamiaje extender una gruesa capa de asfalto, capaz de sostener otra ciudad nueva por la que desenvolverse y hacer como si no hubiera pasado nada.

Antes se podía matar el tiempo con cualquier distracción, pero ya no funciona ningún aparato eléctrico así que es del todo imposible tragarse ese alpiste que era la tele, y tampoco puede uno ver películas o enajenarse con videojuegos. Puede uno leer, es verdad. Tengo varios libros rescatados del agua y secando al sol como bacalaos, y una vez pierden toda la humedad son legibles, aunque parece que hayan envejecido un siglo o dos de golpe. Parecen hechos de pergamino ondulado, la tinta está borrosa en muchas partes y siempre hay páginas dañadas, o pegadas entre sí de modo que es imposible separarlas sin provocar su ruina. En contra de la creencia popular, los libros más gratos de leer en una situación de soledad perpetua no son sesudas novelas o versos de hermosa factura, que parecen no tener sentido en el nuevo y acuático contexto. Las novelitas eróticas o de aventuras se disfrutan mucho más y resultan más instructivas.

El fornicio es, no cabe duda, otra gran pérdida en lo que a pasar el rato se refiere. Por mi mente han cruzado vagas ideas, esbozos de experimentos con peces o aves, pero temo que no serían más que un mediocre placebo, lamentable substituto de la experiencia carnal genuina, por no hablar de las muy probables y aparatosas infecciones que dichas prácticas podrían acarrear.

En realidad la única actividad medianamente provechosa e interesante es el buceo. Poco a poco las aguas han perdido parte de su turbiedad, imagino que de alguna manera el polvo en suspensión se ha aposentado, de modo que la visibilidad bajo el agua, siendo mínima, es suficiente.

Lo primero que he hecho, naturalmente, es intentar rescatar mis posesiones. He tenido cuidado de anclar siempre mi barcaza azotea cerca de su base original, esto es, mi antiguo hogar, más por mantener una ilusión de suelo bajo los pies que porque realmente esperara recuperar y dar algún uso a mis muebles y demás artículos del hogar. Las primeras inmersiones no tuvieron mucho éxito, debido fundamentalmente a mi escasa capacidad pulmonar, pero una vez recuperé los preservativos del cajón de mi mesilla, pude utilizarlos como rudimentarias bombonas de aire. El sistema no es tan sencillo como parece, ya que después de todo se trata de globos hinchados que se resisten a ser sumergidos y estorban al bucear. Lo que hago es atar varios de ellos a un cordel, sujeto a su vez a una pesa para que no floten. Cada vez que necesito aire, en lugar de volver a la superficie, corto con unas tijeras el depósito seminal de la punta de uno de los condones y respiro todo el aire que contiene. Seis o siete preservativos dispuestos de este modo me permiten permanecer bajo el agua unos veinte minutos, tiempo más que suficiente, de hecho procuro no consumir todos. Cuando he recogido lo que considero útil, lo dispongo en una caja de fruta, de plástico o madera, la cual ato con una cuerda de tender para poder izarla sin problemas desde la barcaza azotea. Como digo, suelen sobrarme dos o tres globos de aire, cuyo lastre corto, para atarlos a esta cuerda y que hagan así las veces de boya.

Una de las cosas que he recuperado es un pequeño espejo redondo y resquebrajado. Hubiera preferido no verme la cara, por la barba de náufrago, por la mata de pelo estropajoso, como quemado con mechero, por lo amarillento de mis conjuntivas, pero sobre todo porque he descubierto una caries en uno de mis dientes. Naturalmente en este escenario no cabe pensar en dentista alguno, pero he pensado que tal vez podría yo mismo hacer un apaño, toda vez que es uno de los dientes que está junto al colmillo, y es por tanto de fácil acceso. Se trata en realidad de una mota negra que está casi en la punta del diente, al principio la he tomado por un resto de comida pero no había forma humana de sacarla con la uña. Sólo entonces, y sirviéndome de un imperdible, he constatado que esa mota era en realidad un fino agujero, lleno de mierda petrificada, mierda que supongo es la caries propiamente dicha.

Con la aguja del imperdible me he dedicado a raspar esta mácula, descubriendo que en realidad el agujero, siendo de anchura diminuta, se adentra en la pieza dental hasta atravesarla de hecho completamente. Por suerte, y a base de este paciente rascado, he conseguido arañar la costra carioca hasta dejar el agujero expedito, de modo que lo puedo atravesar limpiamente con la aguja del imperdible y con cualquier otra cosa, en realidad, siempre que sea lo suficientemente fina.

Aún no he encontrado utilidad a este orificio, pero es cuestión de tiempo. Ahora todo debe tener una aplicación práctica, un uso, a poder ser distinto del que tenía antes de la inundación. Por ejemplo el destornillador que he encajado en el vano del mango de la fregona, para que en conjunto formen un cómodo arpón. El mango de la fregona es un simple tubo de metal, no todo lo rígido que sería deseable, pero sí bastante ligero. En una de sus bocas encaja casi a la perfección el mango del destornillador. Es cierto que para que se sujete con la firmeza necesaria he tenido que perforar sendos orificios en el tubo que lo contiene, a la altura de otro agujero que hay en la base del mango del destornillador, a fin de atravesar todo ello con un grueso alambre que luego he retorcido con unos alicates. No sé si hace falta que haga un diagrama.

Decía mi padre que un hombre no es un hombre del todo hasta que no tiene un traje y una caja de herramientas. La caja de herramientas, efectivamente, es una de mis posesiones más valiosas y entretenidas. El traje, en cambio, se pudre perfectamente bajo las aguas.

lunes, 6 de julio de 2009

Primera expedición

Los primeros días todo era humo. Podría confundirse con nubes de tormenta, grises y pesadas, arrastrándose a poca altura, o a ratos con una niebla muy oscura, si no fuera por el intenso olor a plástico quemado y por los centenares de llamitas verdes que chisporreteaban por todo el horizonte y que se hacían visibles al caer la noche. Esta humareda general dificultó bastante mis primeras incursiones, no me atreví a alejar mucho mi azotea flotante de su hogar raíz, y me preocupó que los incendios eléctricos que asolaban las terrazas y tejados que aún emergían del agua arruinaran aquellos bienes o alimentos de los que habría podido hacer rapiña.

Poco a poco, la niebla se fue despejando. Primero el cielo se abrió, mostrándose de nuevo azul, veteado eso sí por las sinuosas columnas de humo que ascendían, escuálidas y perezosas, de cada una de las azoteas reconvertidas a islote. El olor a cable y cemento carbonizado fue cediendo paso a otro hedor, penetrante, agrio y a la vez dulzón. Toda la superficie de agua aparecía sembrada de cuerpos y objetos que se pudrían al sol. Todo lo que constituía la ciudad, todo lo que poblaba sus calles y podía flotar ahora lo hacía libremente, cubierto eso sí por una película de cieno verdoso. La mayor parte es basura, ya digo que después de todo no es más que lo que antes yacía en la calle y ahora flota. Desperdicios, bolsas de plástico, neumáticos, contenedores, palés enmohecidos, colillas, pinzas de tender, sillas de terraza, ropa usada, chanclas, barrigas rumanas. Hasta el celo de aquella perrilla, éste también se ha podrido y flota como un hígado hinchado y tumefacto, entre tablones rotos y botellas de plástico vacías.

Nada aprovechable, ya digo. Me preocupa la falta de alimento. Y la deshidratación, ya que evidentemente estas aguas negras que me rodean son de todo menos potables. Por suerte no debo temer los rayos del sol, ya que el hollín que permanece aún suspendido en el aire se me ha pegado a la piel, formando una fina capa cenicienta que me protege de su acción abrasadora y me impide sudar, providencial circunstancia sin la cual habría muerto desecado a los pocos días.

Sólo cuando por fin se extinguieron los incendios y una fuerte brisa barrió hasta los últimos restos de humo pude acometer una incursión propiamente dicha. Habiendo practicado el gobierno de mi improvisado y cementoso boutre, lo dirigí hacia donde en tiempos estuvo el mercado del barrio. Orientarse fue algo complicado de verdad, ya que las calles se ven muy distintas a ras de agua, apenas son reconocibles, y mi propósito era regresar al hogar raíz con un hipotético botín. Por fortuna pude reconocer el antiguo mercado, ahora sumergido, por la cantidad de alimentos que cubrían el agua por completo. Daba la impresión que se podría caminar sobre ellos, si no fuera porque su flotante oscilar revelaba que esta superficie de palés, cajas de fruta y fango orgánico no era en absoluto transitable. Al menos no para mí, para las palomas y gorriones que infestaban este vertedero flotante no parecía suponer un problema.

No tardé en localizar una remesa de botellas de agua mineral que me apresuré a cargar en la cubierta de mi azotea. Encontrar algo comestible me supuso algo más de trabajo, ya que lo que no estaba podrido por el agua había sido picoteado o cubierto de corrosivo guano aviar. Por ello, resolví que lo más sensato sería capturar alguna de esas palomas, para lo cual dispuse un recipiente a modo de bebedero en el que vertí algo de agua mineral. Enseguida los volátiles se arremolinaron para saciar su sed con un líquido que no provocara diarreas y vómitos, y no tuve más que agarrar a unas cuantas por el pescuezo y de seguido retorcérselo. Me procuré también unos cuantos cítricos que flotaban y no tenían del todo mal aspecto, con ellos habría de combatir el escorbuto.

Atardecía ya cuando desplegué la vela de mi azotea, soplaba también un viento moderadamente intenso, como tengo observado que sucede a la salida y la puesta del sol. Apenas había puesto rumbo de vuelta a mi hogar raíz cuando reparé en algo que hasta entonces no había visto, al estar enfrascado en mis tareas de caza y recolección: un navío se me había acercado por popa y acortaba distancias a gran velocidad.

Mi extrañeza inicial dio paso a un juramento por no tener a mano unos binoculares o un catalejo con el que informarme acerca de este peculiar bajel, pero la manera en que se acercaba sin hacer señal alguna no era en modo alguno buen presagio. Enseguida pude ver que aquel navío no era una embarcación propiamente dicha, sino que había sido improvisada, al igual que mi boutre azotea; pero en lugar de tratarse de un terrado arrancado de cuajo de su bloque cimiento, el casco de esta nave era la carcasa de un autobús invertida y previsiblemente vaciada.



Esto la convertía en una embarcación más ligera que la mía, y de mayor velamen, mucho más rápida por tanto. Acortaba distancias como digo a gran velocidad, de modo que no tardé en poder distinguir a simple vista a la tripulación de este navío. En él viajaban al menos media docena de hombres huesudos y vestidos a la manera náufraga, esto es, como yo mismo, pero el gesto fiero y predador que agarrotaba sus rostros y el modo en que agitaban hachuelas y bates de béisbol no dejaban lugar a dudas acerca de sus lesivas intenciones.

No hay mucho que uno pueda hacer para que una azotea, estando ya su única vela desplegada, navegue a mayor velocidad, de modo que sólo pude mascullar entre dientes mientras el autobús pirata se me aproximaba peligrosamente. Ya podía oír sus feroces gritos en los que se me faltaba al respeto y se hacían patentes los caníbales propósitos de este navío de degenerados, ya podía incluso verle la cara al que parecía ser capitán de este antropófago balandro, un tipo que se erguía sobre su proa parachoques, un energúmeno de rostro alargado, con mandíbula casi deforme y aire mongólico en general. Empuñaba en su mano derecha un serrucho, el cual sacudía en el aire, haciendo que en su vibrar emitiera un sonido metálico y ululante que consiguió que se me helaran de terror las entrañas.

Lamenté muy profundamente no disponer de arma alguna, siempre lo he dicho, se debería permitir a los ciudadanos poseer armas de fuego con las que defenderse caso de que la civilización sea temporal o definitivamente suspendida, o sumergida, como efectivamente y por fin ha sucedido. Era éste lamento quejumbroso e inútil como todos, y pronto dio paso a una furiosa desesperación. El barco estaba ya a menos de veinte metros de distancia, y se aproximaba cada vez más, cuando reparé en un detalle que habría de constituir mi salvación. La misma naturaleza autobusera del casco que le proporcionaba esa mortífera rapidez tenía a su vez un punto débil: las ventanillas y parabrisas, que estaban en su mayor parte bajo la línea de flotación y sin duda les eran muy útiles para vislumbrar la urbe sumergida. Apenas caí en la cuenta arranqué varias tejas de mi barcaza azotea y las arrojé en su dirección como haría un discóbolo.

El que parecía capitán de esta tropa de indeseables brutos se rió primeramente, al pensar que mis proyectiles iban dirigidos hacia él o cualquiera de los miembros de su tripulación, pero su sonrisa se le cayó a los pies y rodó por cubierta cuando por fin oyó el primer estruendo de cristales rotos: efectivamente una de mis tejas había alcanzado el parabrisas de proa, abriendo una enorme vía de agua que frenó su avance en seco y sumergió prácticamente toda la cabina, haciendo que el navío adoptara una verticalidad que sólo podía acabar en naufragio.

Contemplé el desastre de aquellos que habían querido mi perjuicio encaramado en lo más alto de mi balsa, que seguía indemne su curso, hasta que por fin vi cómo la nave atacante se hundía del todo en las turbias aguas matritenses, teñidas de fuego y óxido por el ocaso.

viernes, 26 de junio de 2009

A la rapiña


A la rapiña

Al final ni obra maestra ni nada. Quiero decir que la escritura del guión pornográfico me ha sido del todo imposible, ya que de tanto imaginar tórridas situaciones, apenas llevaba media página escrita tenía que parar, tomadas las entrañas por una ardiente lujuria que me veía obligado a desfogar inmediatamente. Así, con estas intermitencias, no había manera de mantener la perspectiva de la obra, y si luego se leían una tras otra esta serie de medias páginas inconexas, la mente del lector era sometida a un paseo extremadamente abrupto, escarpado y tuercebotas.

De manera que mi tiempo lo ocupo como ya digo en masturbarme. El grueso de él, digo, del tiempo, pero no todo el rato. Estando desempleado uno tiene también ocasión de leer y ver muchas películas en su casa, lo cual es bueno, pero acaba pareciéndose un poco a estar en presidio, piensa uno en sacarse la carrera de Derecho por correo, no sé si me explico.

Por suerte no estoy preso, sólo perdido, así que puedo salir a la calle a vagabundear. Si alguien me hubiera dicho hace un par de meses que dejaría voluntariamente de ir en coche, le habría abofeteado sin duda. Pero es que con semejante calor no hay quien se meta en la pequeña carcasa roja de mi destartalado forfiesta, un verdadero horno que bufa vaharadas de aire abrasador al abrir sus portezuelas, eso cuando quiere abrirlas, que el otro día por poco me quedo encerrado en su interior, hirviendo al calor del sol de mediodía. El volante que escalda mis manos, las ruedas reblandecidas, al mínimo frenazo subliman en forma de humo blanco y de gomoso olor.

He vuelto por tanto a viajar en autobús, por el aire acondicionado, claro está, pero también, no puede negarse, por rodearme de seres humanos, para variar la perenne y onanita soledad en la que vivo. Es verdad que al principio lo he hecho, esto de viajar en público, con la mirada fija en un libro y los auriculares puestos, derrochando renegada pose. Poco a poco he levantado la vista y mirado a mi alrededor, a través de la ventanilla concretamente. En la calle el habitual empedrado de cuerpos, pies enchancletados, barrigas rumanas, camisetas de tirantes por doquier, chicas con pantalones muy cortos y un montón de piernas, una madre con vestido que se agacha a coger algo del carrito que empuja, se agacha y la brisa traicionera deja al descubierto por un segundo la ausencia de bragas. Con este calor todo son carnes de muslo, también dentro del autobús. Una chica de pelo negro y piel muy pálida, con labios finos, pintados de rojo, otra de piel seguramente morena, pero que se cubre de maquillaje para parecer pálida, lo sé porque el talco difumina el tatuaje que lleva en el omóplato. A mí cada cual que haga lo que quiera, pero yo un tatuaje sólo me haré si algún día cruzo el ecuador a bordo de algún paquebote, y será un alambre oxidado lo que garabatee torpemente un ancla en mi antebrazo.

Una gorda de exótico acento hablando por su celular, con el altavoz puesto, así y todo en la oreja. Noto que estoy padeciendo los rigores del calor cuando escuchando su insulsa conversación pienso que no está hablando con otra persona, que no hay otra persona al otro lado del teléfono sino que es el propio celular el que le habla, tiene activado un modo de cháchara automática, aleatoria y estridente.

También lo sé porque empiezo a ver números aparentemente significativos por todas partes. Cada vez que miro un reloj, son las 13:31, las 12:21, las 18:18 o cosas así. No sólo números, me pasa también con palabras, que se aparejan formando palíndromos. Me quedo perplejo, claro, desbordado por la cantidad de coincidencias absurdas que se me aparecen, pero por suerte enseguida me corrijo, ya me conozco las ebulliciones de la cabeza y sé que sólo tienen un culpable: este bochorno paposo y asfixiante. Intento combatirlo mojándome al llegar a casa y apuntando hacia mi piel el ventilador, es inútil, puede haber un refrigerio momentáneo pero el calor sigue mandando y paralizando mi sesera.

Por eso salgo al atardecer, cuando los bares ecuatorianos empiezan a abrir sus persianas pintadas de fucsia y celeste. Pululo un rato más, pasan horas hasta que la temperatura baja un grado o dos. Calle abajo, los operarios que esta tarde manipulaban alguna cañería subterránea han olvidado cerrar las tapas dentadas que dan acceso a ellas. Me asomo a su interior y recuerdo ese remedio de anciano que consiste en regar las baldosas y el asfalto para sofocar el calor que desprenden tras pasar todo el día horneándose al sol. Con uno de los picos de los operarios la emprendo a garrotazos contra la cañería, saltan chispas, y sudo aún más, pero pronto se abre una raja en la gruesa vena de hierro y el agua mana a borbotones, fresca, un poco maloliente, sí, pero fría, sale a chorros, un géiser cuya humedad encharca poco a poco el asfalto de la calle, que sisea y se retuerce como piel de lagarto. Me tumbo para descansar, aliviado, y al rato vuelvo a casa para aprovechar las horas de noche que quedan durmiendo en pelota picada.

Despierto con la nariz rozando el techo. La cama se mece con un bamboleo suave pero desconcertante, y es un despertar vertiginoso cuando descubro que el agua ha inundado mi casa hasta dejar apenas un pie de aire hasta el techo, en ese pie flota mi cama. Me zambullo en el agua, buceo para pasar entre las puertas y escapar a duras penas por una ventana. No sólo es mi casa, el barrio entero y es de suponer que toda la ciudad ha sido anegada por un agua turbia y fresca.

Subo al tejado de mi hogar y miro el horizonte de azoteas que asoman sobre la superficie del agua como islotes. Un enorme y masivo archipiélago de pequeños islotes, eso es ahora la ciudad. Debería arrepentirme por haber abierto aquella cañería, por la destrucción y la pérdida de vidas, se supone, pero el caso es que el sol brilla ahora más clemente, reflejado sobre esta superficie acuosa. El calor es incluso soportable, no aplatana, y el frescor del agua favorece la actividad.

Brioso y pletórico de energías, remolco hasta mi tejado un poste de madera que flotaba a la deriva, y con cierto esfuerzo logro ponerlo erecto, amarrado a la salida de humos de mi hogar. Remendando unas cuantas sábanas logro hacer una vela decente, la cual arrío a lo alto del mástil, y ya sólo me queda levar anclas. La cosa no es difícil, toda esta agua ha reblandecido el yeso y la madera que mantenían arraigada la azotea de mi hogar, y con la ayuda de una hachuela puedo separarla del resto de la casa, para surcar las tranquilas aguas de esta ciudad, en busca de rapiña.

viernes, 19 de junio de 2009

Daguerrotipo




Ordenando mi trastero me he encontrado con este daguerrotipo de Don Bubón de la Ignominia y Salcedo, notorio morfinómano.


No sé si saben de alguien que compre quincalla de esta clase, ya digo que necesito hacer sitio.

miércoles, 3 de junio de 2009

Ejército de desharrapados

Ya tenía pensado liarla, cuando llegara la hora aciaga en que me tocara visitar la Oficina de Amparo y Caridades, cuando me tocara acudir casi de madrugada, en faltando aún varias horas para que la oficina abriese, y me encontrara así y todo con una larga cola como de rata, toda hecha de gentes desahuciadas. Pensé que no me sería difícil reclutar allí muy nutridas huestes a las que acaudillar y a cuyo mando dirigirme río arriba, para instalarme en plena naturaleza y hacer de mí todo un Coronel Kurtz.

El primer inconveniente es que ninguno de estos sujetos parecía apto para formar una milicia. Me extrañó la abundancia de personajes grotescos en aquella cola, aquella cola de madrugada, el único rato de frescor que he pasado en todo el día. Grotescos, sí, pero lo que es peor: aborregados. Concluí que jamás podría desplegar mis artes de fino estratega si había de movilizar aquel desfile de caras largas y ojos rebosantes de drama. Cabizbajos, arrastraban los pies cada vez que la cola avanzaba siquiera fuese medio metro, con la pesadez y desazón de un condenado a garrote vil. He de confesar que me vi defraudado al constatar que jamás haría carrera militar de ninguno de ellos, que entre todos no juntaban ni una sola pizca de ardor guerrero, que su moral estaba carcomida y se deshacía con el mero soplar del aire, en fin, que aquella Santa Compaña no sería capaz ni de espantarse las moscas que les rondaban la frente, ni hablemos ya de combatir a mis enemigos.

Arrojé lejos de mí por tanto el cajón de fruta que transportaba, y que me hubiera servido de improvisado púlpito desde el que proferir la más enardecedora arenga. Hubiera sido un desperdicio de saliva, talento y energías, ante aquella caterva de borregos adocenados a los que sólo faltaba mugir, y que no protestaban ni cuando algún avispado hacía caso omiso de la cola y se sentaba como si tal cosa ante la misma puerta de la Oficina de Amparo y Caridades.

Tuve que aguantar los lamentos de un bizco entrado en años que al parecer había perdido su establecimiento después de cuarenta y dos años y ahora trataba de buscarse la vida como asalariado. Temí que fueran todos a desahogarse allí mismo y contar uno por uno sus miserias, pero por suerte nadie hizo caso del dichoso bizco, quien pronto calló y bajó la cabeza para sumergir el rostro en el fango de su desgracia. ¿Podría aquél tipo ya no diseñar y construir sino tan sólo empuñar un arma? ¿Podría blandirla con brío y energías para atracar una bancaria sucursal? Lo dudé mucho, y me abstuve por tanto de proponérselo. Tenía en la mirada ese aire del exconvicto que tras cuarenta y dos años de condena sale por fin a la calle para sentirse extranjero y cometer el primer delito que le salga al paso para volver al penal, al hogar.

Era demasiado tarde para él, pero no para mí. Me plegaré a este trámite, me arrastraré por entre las ruedas de este molino pero sólo hasta conseguir mi cuota parte del dinero del contribuyente, al cual pienso dar muy fructífero y ocurrente uso: voy a emplear esta suma para mantenerme vivo y bajo techo mientras escribo un guión pornográfico como Dios manda, uno como no se ha hecho hasta ahora, plagado de corsés, mujeres orondas, penes con monóculo, tipos disfrazados de caballo y dirigibles.

A partir de ahora lo llamaré Mi Obra Maestra, y no consentiré que se me moleste mientras lo escribo, daré grandes voces a quien lo critique y seré extremadamente suspicaz y tendente a imaginar conspiraciones e intrigas de cara a su plagio.

jueves, 28 de mayo de 2009

Manumisión - Hedor

Cuando el día primero de mi última semana como tripulante de esta flota llego por fin a la hongosa sentina, me recibe el apestado, luciendo una mascarilla color quirófano, color turquesa desvaído, y los buenos días que me da son de ese verde en concreto.

Nunca había hablado del apestado. Es un tipo suspicaz e introvertido, probablemente sea buena persona en el fondo, pero nadie lo sabe porque le pueden sus propias intrigas, y por eso vive enemistado con los demás. En realidad yo también soy de esta manera, el apestado bien podría ser un hipotético yo mismo, si hubiera llegado hace varios años en lugar de uno solo. Por fortuna, hace varios años estaba curtiéndome en muy sórdidos lugares donde precisamente aprendí a desenvolverme con campechanía por mucha escoria que me rodee.

Pues lleva la mascarilla por no sé qué alergia que dice, le molesta la sequedad del aire, el polvo del cartón, la aspereza de las cajas. No puedo sino aplaudir su prudencia, después de todo mis proverbiales afecciones epidérmicas surgieron precisamente durante una época en la que manipulaba a diario polvorientas cajas y botes de sustancias químicas altamente concentradas. Abrasivos tóxicos densos y pegajosos dentro de botes azul oscuro, botes polvorientos donde cualquier mano dejaba huella, tapones que parecían verdes hasta que al desenroscarlos se revelaban negros, verde eran el polvo y el moho, e incluso dentro, dentro de ese bote hermético, había una capa de polvo y pelusa sobre la superficie del líquido tóxico, de la sustancia química color marrón oscuro, color herrumbre.

Sí, allí me salió el primer eczema, y desde entonces me recorre la piel de la mano, avanza lentamente al mismo ritmo que se cura, todo este tiempo me ha dado varias vueltas a los dedos. Podría medir el tiempo según estas órbitas eczémicas, si el sol se evaporase de golpe todo el mundo recurriría a mí para saber cuándo es verano.

Esta hongosa sentina me está trayendo recuerdos no del todo gratos. Ello es síntoma de la ruina total y efectiva de aquel buque que ya hacía aguas cuando me recogió, al cual vi hundirse poco a poco, desvencijarse, hasta encallar en un fangoso arrecife y finalmente ser recogido para su desguace por la nave nodriza, el buque insignia del infame pirata Cogesable.

Buque insignia, nave nodriza, estrella de la muerte, fortaleza infernal. Sin ventanas. Bueno, sí, las hay pero parecen de búnker, tienen láminas de hormigón separadas por ranuras donde no cabe un meñique. Ventanas que dan a una de las escalinatas de entrada, me explico: dan al interior de las escalinatas, que no son ni mucho menos macizas. El poco paisaje que se adivina entre las láminas es este oscuro hueco, lleno de polvo y cascotes. No corre el aire, no da la luz. Por si fuera poco, y juro por mi miembro pene que todo esto que digo es cierto, al pie de la ventana hay un foso de rejas fangosas donde caeríamos, caso de intentar escapar y haber logrado abatir las láminas de hormigón con la ayuda de un mazo muy pesado o un potente explosivo. Dicho foso exuda un hedor frío y extraños ruiditos, sonidos que reverberan de una forma muy particular, gélida, acuosa.

Pues aquí abajo viven ahora, y yo todavía, con gesto de condenado. Apilados en un sotanillo, encajonados entre columnas, en un opresivo ruedo de armarios donde no hay ventanas ni más luz que la que rezuman estos tubos de halógeno parpadeante. Encima de mi mesa han puesto un contador geiger, no sé para qué, pero si soplas hacia el sensor, hace ese ruidito característico, crepita.

Este es el aire que se respiran unos a otros, a la cara, o en la oreja, odiándose cada día un poco más. El que peor lo lleva es el bueno de Don Tancredo, custodio de la herencia de tiempos mejores, dueño del obsoleto legado de innúmeras latas y bobinas que produjo esta otrora insigne nave de la industria cinematográfica íbera. Para entrar en sus dominios hay que ponerse de perfil, o no se cabe, y ahí está, acurrucado sobre una mesa atestada de juguetitos, el flexo haciendo sudar su frente, una cazuelita de callos picantes en una mano, en la otra los palillos con los que se la está comiendo. Saluda con un mugido.

Ellos, y yo todavía, llegamos tarde y nos vamos pronto, en cuanto podemos. Salvo el otro día, cuando encontramos un pergamino despedazado en la papelera del comodoro timorato. Por entretenernos probamos a reconstruirlo, y lo cierto es que no fue difícil encajar las piezas de papel y adherirlas entre sí con celo. Lo complicado fue interpretar las palabras que había garabateado allí este chalado.

"-Cacahuetes nacarados ¡demasiada sal! Imposible abrirlos.

-Fisura craneal (¿fuga?) Bulto bajo piel, forma de giba, bolsa de líquido al tacto. Si no se toca, cada vez más grande, y si se toca, se desplaza hacia otro sitio pero al rato surge nueva bolsa de líquido en punto de fisura. Distribuir uniformente por todo el cráneo cada cierto tiempo pasándose la mano. Confiar en que nadie note agrandamiento de cabeza.

-Subvención: Auditoría el martes, auditor sospechoso, posible masón. Inventar excusa.

-Reunión de ejecutivos en casa de Demetrio Gonzaga. Comer mucho la víspera y no ir al baño en todo el día, nada más llegar hacer pis en su cisterna, cagar en su lavabo y limpiarse con su toalla.

-Adelita coge el teléfono en cuclillas ¡NO DEJAR QUE TOQUE MIS COSAS! ¡DIOS, LA MATARÉ COMO TOQUE UNA SOLA DE MIS COSAS!

-Botella de Tropicana, botella amarilla de extraño olor, etiqueta hortera con mulata y muchas frutas, aparecida como de la nada justo después de traslado (posible masón).

Nota mental: esperar a que se vayan todos e introducir la picha en la bisagra de la puerta y embestir hasta eyacular o hacerla trizas, lo que ocurra antes."

No veo la hora de largarme de aquí.