martes, 3 de noviembre de 2009

Progeria

Dos niños tomando zumo de piña en una terracita, perdón, en una mesa en la acera, porque de terraza ahí no hay nada, sólo la sombrilla, la mesa de hojalata, las mondas de panchitos en platos de porcelana, los vasos de tubo y los servilleteros que agradecen la visita para ahorrarle tamaño alarde de buen humor al camarero. No es terraza la cosa porque está a ras de asfalto, a pie de tráfico rodado, y en Reina Victoria el día es espléndido, hace sol de junio, hace calor a deshoras y se suda al caminar.

Dos niños tomando zumo de piña con dos abuelos, una pareja de abuelos, la hembra y el macho de la especie anciana, cabe destacar que ni éstos son sus abuelos ni aquellos sus nietos, están sentados como equipos de mus, los niños frente a frente, y los abuelos también. Están cerrando un trato, una conspiración contra natura: los niños quieren la vejez de los ancianos y los abuelos la juventud de los niños. El intercambio se hará con una cajita, una cajita como de anillo, una cajita de pedir manos. Al abrirla un rayo de provecto verdor ilumina el rostro del niño dominante, avejentándole de golpe, cruzándole la cara con décadas de arrugas, una pequeña cara de abuelo con gorrita.

Los abuelos, está claro, lo hacen por los setenta años de vida extra, de vida con pensión a costa de los contribuyentes, toda otra vida de viajes del Imserso y descuentos en el cine. No se sabe si es su primera vez o vienen actuando así durante siglos.

Los niños, en cambio, lo hacen por otros motivos. Uno de ellos sólo quiere dar un disgusto a sus padres, “pica” el telefonillo y sube las escaleras como puede, como le dejan sus ahora ásperos y correosos pulmones. Se presenta ante sus padres con ese cuerpo ajado y calvo, vapuleado por la edad (que no los años) y con voz decrépita espeta: creíais que me había escapado, creíais que quería morirme para que escarmentárais todos, pues bien, no vais tan desencaminados ¡me he quitado setenta años de vida de golpe! Se los he dado a una anciana, Jorgito y yo se lo hemos dado a unos abuelos que hemos conocido por internet, así aprenderéis, ahora vais a tener que consentirme cualquier capricho por lástima. Voy a daros una muy intensa pena ¡una pena abisal! Mis últimos deseos son helado de chocolate y la güi. Los padres, a coro: Hijo mío lo que quieras, pobre hijo mío qué has hecho.

Al otro niño, al niño dominante, se la sudan sus padres, sólo quería ser mayor y no ha sabido tener paciencia. Como era de esperar nadie cree que sea un adulto, la auténtica vejez no es sólo arruga, lunar y cana, la auténtica vejez afecta a todo el esqueleto, alarga los huesos de la cara, hace crecer gibas y verrugas, otorgando un aire elegante en general. A diferencia del físico infantil, cada cuerpo anciano es distinto y sorprendente, es el cuerpo humano completo, desarrollado hasta su más excelente expresión y en toda su gloriosa diversidad. Nada de ésto tiene el cuerpo prematuramente avejentado de Jorgito, pero igualmente los parroquianos se apiadan, quién le diría que no a un niño con físico octogenario: tenga Don Jorge, su vermú, cambio para la tragaperras y una caja de puritos, de los buenos, que no se diga. ¿Unas olivas, Don Jorge?

Don Jorge se caga en dios con voz atiplada y cazallera, para luego esputar el mondadientes que hábilmente blandía entre sus morros arrugados, con tal pericia que le atina al camarero en la pupila.