Las tribulaciones que referí el otro día me han abierto los ojos. El Gran Chasco de Hadrón, y las pestíferas y reveladoras búsquedas gugleanas me han reafirmado en una vieja teoría: hay que volver al siglo XIX.¡No hay duda! Durante el siglo XX, y a las pruebas me remito, todo se ha hecho mal o peor, y el XXI no parece estar mejor encaminado. Es por ello que considero un deber ineludible de todo ciudadano de bien renegar tanto de tecnologías como de relativismos morales que no llevan más que a la disipación. Es menester retomar los recatos, pudicias y modosías que caracterizaron la decimonona centuria. Incluida por supuesto la doble moral en cuanto al intenso fornicio. Muy especialmente en lo relativo al intenso fornicio. Porque ¿qué gracia hay en yacer con una muchacha cuyas caderas ya hemos admirado a placer, ceñidas tan sólo por una impúdica braga “tanga”? ¿Cómo puede un hombre en su sano juicio lograr una erección digna de tal nombre si la hembra de la especie no suelta un escandalizado gritito y se ruboriza al contemplar por primera vez un miembro pene? ¿Qué gracia hay en desvestir a una fémina que ya caminaba por la calle semidesnuda? ¿Acaso se puede comparar al exquisito y anticipado placer que supone levantar enaguas y desanudar corpiños? ¡No y mil veces no!
Es por ello que he decidido quebrantar mis anteojos y obtener como resultado sendos monóculos, los cuales he prendido al bolsillo de mi chaleco con la cadena de la cisterna. Asimismo he empezado ya a aplicar un linimento crecepelo en mi labio superior, con el fin de cultivar un hirsuto bigotón que dios mediante y a su debido tiempo albergará numerosas liendres, glorioso mostacho cuyas puntas rizaré con gran placer cada vez que vaya al canódromo.
He cambiado mi tullido y nada rentable forfiesta por una suntuosa calesa con cochero incluido, y paso las tardes en el club de caballeros donde no dejamos entrar a ninguna mujer, básicamente porque nos dedicamos a comparar la longitud de nuestras pililas y a hacer apuestas ridículas que se olvidan nada más pisar la calle. Luego acudo a un local clandestino donde las gentes de la alta sociedad tomamos absenta y contemplamos las evoluciones de una dama y su negro alazán. Acabado el espectáculo de bestialismo, vuelvo al hogar donde leo a la glauca luz de un parpadeante quinqué las Memorias de Aristófanes Columpio, insigne cartógrafo.
Y ahora manuscribo en papel barbado y con pluma de oca, haciendo pausas de vez en cuando para mirar las vigas del techo en busca de inspiración mientras me hago cosquillas con la punta de la pluma en mis velludos orificios nasales. Luego doblaré el pliego y lo lacraré, entregándoselo a mi secretario para que se ocupe de la mundana tarea de virtualizarlo, porque yo me niego a tocar esa herramienta proletaria, falsa linterna mágica y entretenimiento de barraca que es el ordenador. Antes de desvestirme, embutirme en mi pijama y cerciorarme de tener a mano el orinal, echo una última partida de ajedrez contra mi autómata, maniquí de sonrisa perpetua y grato contrincante a la sazón, pues rara vez acierta a coger una pieza. Tras derrotalle, embebido de la humana superioridad sobre la máquina y el mundo en general, me aplico la diaria dosis de cocaína inyectable y me acurruco entre las gruesas y pesadas mantas que tejiera mi bisabuela, la señora Ignominia de Tarambana y Melifluo, poetisa bucólica y aun así esposa casta y hacendosa.