martes, 21 de abril de 2009

A mis brazos

Despertar con ambos brazos dormidos. Para siempre.

Mal síntoma. Como el tamborcillo ese de Karate Kid II, así los brazos, colgando.

Agitando mis extremidades, su peso muerto, su carne callosa, como de otro. Siempre que me pasa algo así, siempre que se me duerme un brazo, aprovecho la comatosa coyuntura para, sirviéndome de la mano buena, aplicar la que está anestesiada sobre la zona inguinal, sobre el miembro pene concretamente, y eventualmente sobre el saco escrotal, por aquello de sentir un tacto extraño y novedoso. Empero y como era de esperar, las durezas y callosidades de mi muy varonil y hasta casi diríase que simiesca mano no me excitan en absoluto.

Ni eso, puedo hacer, teniendo ambos brazos muertos. Sólo puedo erguirme malamente y salir de la cama para afrontar el hecho de que no puedo desayunar. No puedo abrir la cafetera con los dientes. Es inútil que me duche, toda vez que no puedo enjabonarme ni secarme después. Quizá si practico con los pies, o restregándome contra la toalla tirada en el suelo.

Sucio y en pijama, porque tampoco puedo vestirme, sopeso la posibilidad de salir a la calle, confiando en que se me pase el entumecimiento de los brazos. Es inútil, no puedo manipular ni las llaves ni la puerta, por otra parte en el pijama no tengo dónde guardar las llaves, de modo que necesariamente me las dejaría dentro si decidiera salir, en un alarde de tamaña estupidez. Es ineludible por tanto llamar al trabajo para avisar de que no puedo ir debido a un súbito y esperemos que pasajero coma de brazos.

Marcar el número es bastante complicado, aún así consigo apañármelas mordiendo perruno el teléfono y depositándolo sobre la mesa, para con la ayuda de un lápiz que sostengo entre mis dientes, marcar el número del cipote substituto.

-Oye… Sí, no, estoy en casa. No voy a poder ir hoy. No, se me han dormido los brazos. Los dos. Y no se me pasa. No sé, imagino que una mala postura durante el sueño… Supongo que será cuestión de tiempo… Bueno. Bueno, vale. Vale, venga. Venga, hasta luego… (clic) Gilipollas…

Solucionado el trámite empiezo a considerar cómo salir adelante. Cómo voy a alimentarme, por ejemplo. Soy incapaz de cocinar nada, bien podría comérmelo crudo, pero casi prefiero la idea de ir al burguer king y pedir a sus amables dependientes que me den de comer, como a un inválido, supongo que tendrán un servicio especial para impedidos, como no lo tengan menudo pollo les voy a montar, hasta que me pongan la servilleta de babero y como a un niño chico me alimenten. La dominicana cuarentona con su uniforme rojigualda, haciendo lo del avión, con su acento salsero “Y acá viene el avión...” y yo con la boca abierta, mugiendo levemente, borrego perdido.

Una hipótesis de futuro que debo combatir a toda costa. La prioridad: despertar mis aletargados y otrora justicieros brazos. Rebusco por el baño, desparramando el botiquín con el hocico, por ver si hay algún estimulante que me pueda inyectar, idea ridícula ésta ya que nunca he guardado estimulantes en el botiquín del baño. Pero por asociación de ideas, de la imaginaria ampolla de adrenalina salto a la jeringuilla con la que habría de inoculármela, pieza instrumental que tampoco tengo, pero de ahí a pincharme con cuchillos y tenedores hay un breve paso que en absoluto me cuesta dar. No teniendo dedos vigentes con los que pellizcarme, habré de buscar el despabile de mis aborregados miembros con la ayuda de diversos y muy hirientes utensilios de cocina.

Mordiendo el tenedor, intento una primera acometida en el brazo izquierdo. Huelga decir que sabe a metal, el tenedor, es curioso cómo el metal, tan sólido y coherente él, huele y sabe de una manera muy característica. El metal, y sus maravillosas propiedades, todas derivadas al parecer de una última capa de electrones libres que son compartidos por todo el cuerpo metálico (si entendí bien cuando me lo explicaron en el instituto) donados por cada átomo para el bien común del sólido, para su mayor coherencia, conductividad y brillo. Debe ser esa capa de electrones libres lo que sabe y huele así, se desgranan, los electrones, como cuando arañas una de esas bolsas de huevas que a veces tienen dentro los pescados. Pues así los electrones, me da igual si no lo entendéis, yo los estoy sintiendo muy claramente, se me quedan entre las muelas, cuando muerdo el tenedor, orbitan en torno a ellas, haciéndome cosquillas.

El giro de cabeza con el que de esta guisa intento azuzar la carne muerta de mi brazo es harto incómodo y de compleja ejecución. Además no veo bien dónde estoy acertando, tengo que intentar unas cuantas punzadas y luego observar los resultados, y sí, sin sentir nada me he clavado el tenedor en el bíceps izquierdo, mi magro y paliducho bíceps izquierdo, sangrar sí que sangra, sangre muerta supongo, porque no siento nada.

Empiezo a pensar que no ha sido una buena idea. No puedo detener la hemorragia.

Pasado un breve ataque de pánico, veo que por fin la sangre coagula, seguramente estaba ya espesándome en las venas, por algo estarán dormidos, los brazos. Dormidos, digo, y debería darlos por muertos. Maldita carne, estúpidos huesos, cáscara indigna y eterno lastre de mi espíritu banzai. Los que otrora fueran magníficos y muy leales brazos ejecutores, ahora no son más que péndulos orgánicos cuyo lerdo oscilar me hace parecer cretino. Ánimo, me digo, algún uso se les podrá dar. Quizá si amarrara fuertemente a mis manos sendos pesos pudiera utilizarlos a modo de temibles mazas, y avanzar por la calle girando sobre mí mismo al tiempo que vocifero para aterrorizar a mis enemigos.

Me parece ésta una idea espléndida, así que me arremango figuradamente y observo en derredor, buscando algo parecido a un bloque de cemento o un cubo lleno de escorias de fundición. Evidentemente no tengo tales objetos en mi casa, así que debo conformarme con una pesada maceta de treinta litros de capacidad para mi brazo derecho y la olla exprés llena de agua y bien sellada para el izquierdo.

No hay problema en acoplar la olla exprés a mi mano, basta con que introduzca el ahora inútil apéndice en el interior de la olla para cerrar después herméticamente la tapa, no temiendo dolor alguno al machucarme los huesos de la muñeca en el proceso.

Para incorporar la maceta a mi ser, en cambio, me veo obligado a rellenarla de concreto e introducir la mano hasta medio antebrazo antes de que frague. Es una lata esperar tanto, pero no me cabe duda de que hallarme en posesión de estas palancas de la muerte compensará tanto padecimiento.

Lamentablemente y como por otra parte era de esperar, me veo incapaz de levantar semejantes pesos por largo tiempo. Oigo crujidos en mis brazos, mientras la carne aguante da igual que se me descoyunten las articulaciones, pero me es completamente imposible avanzar con mis dos mazas en volandas, sus oscilaciones me desequilibran peligrosamente, y por si fuera poco el sólo hecho de mantenerlas en vilo es del todo fatigoso.

Cuando con un resoplido las dejo caer, encorvándome, horadan sendos agujeros en el suelo de mi destartalado hogar, y se precipitan hacia el piso del vecino de abajo, arrastrándome tras de sí, no muy lejos, en realidad, porque el suelo bajo mis pies sigue bien firme, y contra él se me aplasta el cuerpo, mientras los brazos cuelgan y se estiran más y más a través de los agujeros.

Afortunadamente el vecino de abajo, un tipo muy raro del que nunca había hablado, toma mis grotescos apéndices por lámparas, y los siembra de cirios y palmatorias con los que iluminarse durante uno de los muy frecuentes apagones que asolan el gueto donde vivo.

Lo sé no porque lo vea, ya digo que tengo la cara aplastada contra la mugrienta moqueta morada. Lo sé porque lo siento. Efectivamente y poco a poco un hormigueo confirma que la vida está volviendo a mis brazos, ese cosquilleo casi insoportable, mis células floreciendo de nuevo, resucitadas a un infierno de dolor, desgarros y fracturas abiertas.

jueves, 2 de abril de 2009

La buena muerte

El facha con pluma está últimamente aterrado por la inminencia de su revisión odontológica. Delante de su pacharán, acurrucado casi, sólo le falta encogerse entre las solapas de la gabardina que no lleva. Me confiesa sus tribulaciones bucales, a saber: que cada seis meses ha de someterse a una escabrosa limpieza de sarros, que de otro modo se infectan de manera harto hemorrágica y aparatosa. Naturalmente su problema me la trae al pairo, que el roce hará el cariño pero no obra milagros, y sus penas sólo me afectan en la medida en que me recuerdan a las mías, o me previenen de las que están por venir.

Todos, a muy tierna edad, hemos de pasar por la pérdida de piezas dentales, que tan extrañamente se desgajan entonces de las encías, en un primer y único aviso, que no se diga luego que hay traición cuando ya en el achaparramiento vital caen para siempre.

Por si este recordatorio de la caducidad del cuerpo fuera poco, me cruzo al salir de la galera oficina con un curioso microbús que se encuentra estacionado de forma irregular, a fin de poder descargar la recua de ancianos que transporta, maniobra efectuada con la ayuda de una rampa hidráulica que deposita a los vejestorios en la acera, sin obligarles a realizar el menor movimiento, si bien sacudiéndoles a la manera flanesca sobre su silla de ruedas.

Espectáculo descorazonador y lamentable, es cierto, pero que ha de servir de acicate a este espíritu aguerrido, ha de meterme la prisa en el cuerpo, ahora que éste todavía es trampolín y aún le falta para ser lastre. En conduciendo de vuelta a mi destartalado hogar, no puedo sino hacer reflexión acerca del tanatorio asunto, especialmente sobre cómo pudiera evitarse la abominable degeneración y ruina de trae consigo la senectud, y si no sería preferible un óbito estrepitoso, violento, pero sobre todo espectacular y pintoresco, capaz de estremecer al respetable y arrancarle bravos y ovaciones, demostrándoles así que si se muere con gracia, se muere menos. Animándoles también a procurarse un fin chistoso y ocurrente para ellos mismos. Es esperar mucho, lo sé, del aborregado y temerosón íbero medio.

No puedo decir que espere realmente hacer ejemplo de mi propia muerte. Antes bien, la idea es afrontar el fenecimiento con el máximo de los narcisismos, la más desbocada egolatría y un solipsismo rayano en el insulto. Como si el propio fin fuera el del universo todo, ya que al menos y desde luego es el de la melodía que provoca en este cráneo.

Morir en una batalla naval. Reventado por una bala de cañón, enganchado malamente por un garfio de abordaje. A eso me refiero. Si hay que acabar, que sea con gran dolor, para que así dejar de sentir sea alivio.

Precipitado desde lo alto de un avión, caso de no haber un satélite habilitado al efecto de realizar el salto, caer desde los cielos con la autoridad de una plaga divina, kamikaze redentor, humana bomba de carne y sangre surcando las nubes en velocísima prespitación, vociferando “¡Sus, y al usurpador!” u otras arengosas líneas, fervientemente convencido de que el brutal impacto que ha de causar mi mollera resquebrajará la corteza terrestre cual fina cáscara de huevo, esparciendo así sus licuores magmáticos por el espacio. Esa sí sería buena, abofetear al planeta entero, en gresca como de antro de carretera, midiéndole el lomo con un palo de billar, a la Tierra, nada menos, menuda locura hacerle vejamen de este modo, tiene que sacudir de lo lindo, la Tierra encabronada. Pero a eso me refiero.

Hacer homenaje a la charlotada aquella de Tiempos Modernos, y abalanzarse insensatamente para ser masticado por un titánico engranaje, a ser posible en televisiva retransmisión que no escatimara detalle de la muy autolítica idea, y se hiciera asimismo eco de los alaridos de horror de los asistentes al evento cuando vieran cómo la broma se revela macabrísima y en lugar de salir indemne y aturdido por el otro lado del ingenio, asomo apapillado, líquido y vibrantemente rojo. ¡Lo que me iba a reír entonces, de esos idiotas!


Fabricarse un disfraz de pterodáctilo vivo, a todos los efectos funcional, esto es, volátil. No habría de flaquear mi brazo ejecutor en agitar sus pesadas membranas, al no haber día después ni por tanto agujeta alguna que temer, y sería del todo gratificante sobrevolar esta catolicísima y furcia ciudad profiriendo berridos antediluvianos y dejando caer descomunales bolas de guano que portaría al efecto. Así seguiría hasta ser abatido por artillería pesada, o lo que es más probable, hasta que una de las alas se desprendiera del disfraz y no pudiera sino caer a plomo o hacer improvisado y mortífero butrón contra alguna de las numerosas fachadas que a diario nos impiden ver el cielo.

Por supuesto, mi preferido de estos hipotéticos feneceres es el infarto cerebral en el apogeo de un intensísimo fornicio con un nutrido grupo de nínfulas amazonas, lúbricas y ansiosas, que me hubieren asaltado en yendo yo a recoger níscalos. Reviénteme así alguna aorta del cerebro, empápeseme la sesera de esta sangre edulcorada por los éxtasis carnales, sea luego mi cadáver devorado por estas hadas con alas de hormiga, desgarrando sus afilados dientes mi carne sazonada de gratitud y goce.

Lo firmaba ahora mismo, ésto.