viernes, 30 de enero de 2009

Los Náufragos de la calle Providencia

Hace mucho que no hablo del trabajo, siendo como fue uno de los pocos temas que a mi pesar y en su momento diera coherencia a esta virtual e infecta plaza. Sé que la llegada a mi lugar de esclavismo, por la novedad, supuso una gran cantidad de indigestos y muy biliosos estímulos que resultaron en una prosa brillante y furibunda, pero como algunos ya saben la trama fue decayendo miserablemente, traicionando las esperanzas de aquellos que deseaban leer aquí la crónica de un asesino en serie que diera su merecido a tanta gentuza ensoberbecida y vil, sin dejar por ello de relatar minuciosamente todo tipo de carnales escaramuzas con mujeres casadas, y abundando al tiempo en instrucciones para convertir objetos y herramientas de uso cotidiano en potentes armas e instrumentos de tortura sexual. La tantas veces retrasada venganza del hombre anónimo sobre las gentes afamadas y las pedantes elites en general(1), cuyos oropeles e indolencias desgarraría con callosa y nervuda mano con la misma furia con que Hulk Hogan se rasgaba las vestiduras.

El único caído, ya lo saben, fue mi aguerrido espíritu. Ahíto el cuerpo merced al menú cotidiano, atrofiado el cerebro por los frecuentes atascos y la repetición continuada de tareas sencillas, me conformaba con poder pagar el alquiler como máxima meta vital.

Afortunadamente, los Hados me sonríen de nuevo, y veo ya cercano el día que me vea por fin en la gélida y puta calle.

Ya he narrado con opípara profusión la decadencia y putrefacsis de la galera oficina en la que hago vida, en forma de alegoría náutica. Ya pudrí aquellas cuadernas y las cubrí de percebes, tentáculos y algas negras, llegué incluso a hundir aquella nave, antes de tiempo y por puro aburrimiento. Hundía únicamente el símbolo, claro, no la propia prisión laboral en la que cumplo condena, cuya corrupción aún continúa, rebasando todo tipo de frontera imaginable.

Primero apagaron una bombilla de cada dos. Luego redujeron el menú a plato único, consistente en unas grises gachas de sabor anodino, trivial y solipsista. Últimamente, y tras haber despedido a las señoras de la limpieza, nos obligan a fregar las letrinas por turnos. Y la guinda final: la mudanza a un sórdido semisótano lleno de cal y telarañas, sito en las bodegas del buque insignia del infame pirata Cogesable. Allí nos hacinamos desde hace poco, en un penoso ambiente de biblioteca carcelaria. Mi nuevo escritorio está situado en un rincón, bajo un bote sifónico que ocupa el lugar donde debería estar mi cabeza, con lo que me veo obligado a teclear con la barbilla rozando el teclado, sin poder ver lo que estoy escribiendo. Trabajo al tacto.

Lo milagroso es que el comodoro timorato, ese almirante para nada que gobernaba la metafórica nave hundiente, ha llegado a sublimar su incompetencia hasta rozar el Acto Poético. Como obedeciendo un mandato surrealista, en ningún momento del traslado ha llegado a pronunciar la palabra “mudanza”. Desde el principio la negó, a pesar de que múltiples fuentes corroboraban el rumor. De hecho, cuando se le planteó directamente y a la cara, sólo supo responder preguntando Pero ¿quién os ha dicho eso? Ya me enteraré y os digo si hay algo. Más adelante, cuando recorría la galera oficina contando armarios y tomando medidas a las mesas, se le planteó de nuevo en reunión:

-Entonces hay mudanza ¿no?
-¿Cómo? Me extraña mucho… Procuraré informarme y os tendré al tanto.
-Pero eso de contar los armarios y medir las mesas, entonces ¿a qué se debe?
-¿Contar los armarios? ¿Quién os ha dicho eso?
-Lo estabas haciendo hoy por la mañana…
-Eh... Procuraré informarme sobre eso también.
-Perdón… No sé muy bien cómo plantear esto sin que suene violento, pero ya no puedo ignorarlo por más tiempo. Llevas los pantalones bajados desde que ha empezado la reunión.
-¿Cómo? ¿Quién os lo ha dicho?


(1) Nótese la paradoja intrínseca, pues la propia frase es pedante. “Pedante”, de hecho, es una palabra pedante. Lo normal es utilizar en su lugar términos más generales como “imbécil”, “gilipollas” o “estirado” todo lo más. Todos insultos que me han llovido como heces celestiales en gran cantidad de ocasiones.

Hay mucha gente que no comparte mi vicio por ese empalagoso dulce de abuela que es la palabra apolillada, y encuentran su uso churrigueresco y afrentoso, cuando es a todas luces evidente que al oír pronunciar vocablos mágicos como buró o secreter debieran postrarse arrebolados, tomada el alma al asalto por un amor de sublime atrocidad.