El otro día me vi obligado a bajar a por leña para alimentar mi estufa. Las crudezas y fríos de este invierno de posguerra lo llenan todo de agua y frío, copos de nieve gordos y paposos se precipitan sin gracia ninguna desde el cielo, como una torpe ceniza nuclear, como si el sol hubiera estallado en mil virutas y cayera por fin sobre nosotros. De ahí el cielo encapotado, nubes negras, gordas como vacas, niebla, y mucho frío, y no es el invierno: es el frío del espacio. El sistema solar, desperdigado, ahora sí que estamos solos, independizados al fin, surcando la negrura universal en línea recta, sin padre ni órbita, ni más abrigo que estas nieves perpetuas y sucias de hollín.
Tampoco es cosa de lamentarse, por eso bajo a la calle embozado en los abrigos, tienen que ser varios o no sirven para nada. Buscando trozos de madera o muebles desahuciados por la calle, tendrán que valer, por muy mojados que estén. He escogido buena hora, no hay nadie, sólo algún gato aterido, de pelo erizado y sucio, tuerto de un ojo. O a lo mejor ya es muy tarde y ya han arramblado con todo el material aprovechable que suele haber por mi calle, el caso es que no encuentro nada. Y ayer mismo había un perchero durmiendo sobre un armazón de cama roto, en esa esquina. Malditos traperos, se me han vuelto a adelantar.
Me veo obligado a deambular cada vez más y más lejos, no es muy sensato, con este frío, el aguanieve arrecia, y tengo que parar en las alcantarillas a calentarme las manos con el vapor que sale. Huele a ducha, a champú, a sales de baño mezcladas con horín y eces. Ece Homo.
Ahora ya no busco madera, busco refugio. Un portal, semisótano, cañerías negras, vapor, y menos mal. Una ventana rota y mugrienta, un cuarto de calderas en el interior. Válvulas, émbolos, vacíos, descompresiones y bombeos. Vapor. Calor húmedo en la nariz, olor a vestuario de piscina cubierta, a hongo, a frío y desnudez. Sigo adentrándome hasta llegar a una cámara donde unos artefactos que no pueden ser sino unos acumuladores de electricidad hacen honor a su nombre y se cargan, gracias al movimiento continuo y fatigoso de un sistema de poleas, engranajes y palancas que bajan desde el techo a través de orificios practicados al efecto. Algo, por encima, lo mueve todo.
Semejante hallazgo me hace llorar de electricidad, perdón, de alegría. Los acumuladores, zumbando rebosantes de energía, pletóricos, ubérrimos y tiernos como carne de teta materna. Necesito un recipiente para hacer acopio y rapiña, qué ansia, qué prisas, el bombeo de los acumuladores, tan rítmico, como tambores de guerra, una tribu de robóticos masais, industriosos, infatigables.
Una llave inglesa, larga y pesada, sucia de grasa, como de unos setenta centímetros (ya he dicho que era larga) La herramienta perfecta, hay que emplear las dos manos para manejarla, pero servirá para abrir la válvula del acumulador y liberar la preciosa electricidad. Una vez encuentre un continente adecuado, claro.
Una puerta detrás de una escalera que salía de la cámara de los acumuladores me lleva a la parte de atrás de un vestuario: de ahí venía la peste a cloro y hongos, callo reblandecido y desodorante. Sale un individuo con la mirada empañada y una toalla tapando sus vergüenzas a la romana, recién duchado, y no creo que le de tiempo a atar cabos porque cargo contra él blandiendo la llave inglesa, volteándola en preciso semicírculo para darle con la herrumbre en la cabeza, dejando en su cráneo la huella del tornillo sin fin con el que se le abre o cierra la boca a la herramienta.
Es pesado, el individuo, pero es el continente perfecto. Aplico nuevamente la llave inglesa a su nariz, y tras hacer palanca por fin cede, saliendo un chorro de vapor como de olla a presión, y puedo levantarle la cara. De tanto tiempo que llevaba cerrada, hace ventosa, al destaparla.
Ya en la cámara de los acumuladores, sujeto al interfecto por los tobillos como cuando en los dibujos animados quieren vaciar los bolsillos de alguien, pero yo lo hago hasta que todas sus vísceras se han desparramado por las baldosas. El continente perfecto, lo sitúo bajo la válvula del acumulador y aplico la llave inglesa para que brote libre la electricidad, a chorros azules, luminosos, volcándose toda dentro de mi continente, llenándolo de los pies a la cabeza.
Cuando ya rebosa y no cabe más, cierro la tapa y cargo con el tipo fornido, desnudo y recién duchado. A hombros, como un cordero, los pies se me hunden hasta media pantorrilla en el fango del semisótano, antes de salir de nuevo a la ventisca. Suena un chirrido procedente del interior, como un gemido de titán mecánico, una fábrica viniéndose abajo, achacosa, llorando sus reumas. Debe ser por el brusco vaciado de los acumuladores, algo fatal para cualquier estructura. Miro hacia atrás, y arriba, hay una cristalera, y sobre ella un rótulo de gimnasio. Tras el cristal, iluminados por tubos halógenos, decenas de individuos en hilera, accionando todo tipo de máquinas "spinning", cintas de correr, pesas de polea, sudando la gota gorda, ejercitándose con el mayor de los esfuerzos, y más ahora, que los acumuladores se han descargado y les piden más y más electricidad. Efectivamente, es su gimnástico ejercicio, su sudor, su cuota mensual, lo que generaba la electricidad que luego el dueño, presumiblemente, vendería en el mercado negro, bajo cuerda, a precio de oro, pelotazo de libro, negocio del siglo, hombre del año. Cobrar a la gente por trabajar y romperse la espalda a ritmo de blues, con la excusa de que así ejercitan y fortalecen sus músculos. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.
La ventisca ya no me deja ver si el gimnasio finalmente colapsa o no, o si la imparable maquinaria y su vacío eléctrico descuartizan a los gimnastas, o les lanzan a través de la cristalera, o sin más se para todo. No lo veo, ya digo, por culpa de la ventisca, que además está empezando a congelar mi preciado continente. Para cuando por fin llego a casa, el señor fornido está tieso como un odre de porcelana. Gélida, la mano se me pega a su piel, esto pasa cuando tocas hielo. Casi no la siento, la carne de la mano, por el frío; por eso cuando tras cruzar el descansillo de mi casa y a medio subir las escaleras, no me doy cuenta de que parte de este hielo se está licuando, y se me escurre, horror, mi continente aún congelado cae al suelo, escalones abajo, horror, esquirlas, estruendo, puñados de hielo cortante volando por los aires, piernas y brazos vaciando su preciado y eléctrico contenido.
Sólo he conseguido salvar la cabeza, rota por el cuello, invertida para que no se derrame el líquido azul. No es líquido, está hecho todo como de barritas luminiscentes, secas, pero el hecho es que se comporta como un fluido. Se adapta a la forma de su continente, y tiende a expandirse por el suelo, y desperdiciarse estúpidamente cuando no encuentra una barrera que lo contenga.
Sacudido por la irreparable pérdida, entro en mi casa y me acurruco en el sillón, sosteniendo la cabeza del revés, llena de fluido azul luminiscente. Busco un soporte sobre el que poder colocarla sin que vuelque, e introduzco el enchufe del ordenador en su interior, para que chupe, sedienta, esta raíz, y se iluminen las lucecitas del monitor.
Contra reloj, no sé cuánto tiempo me durará este mísero coco de líquido azul, si por lo menos tuviera el cuerpo entero... En vano: no hay nadie conectado, ningún comentario, ningún mail, ningún tipo de mensaje.
Nadie actualiza, ya.