El aburrimiento canicular ha alcanzado su punto álgido del todo. Revolviendo con el cucharón en la sopa bullente que cuece bajo la tapa de mis sesos, he visto aflorar algo que jamás había pretendido hacer: un “post” al uso, normal e inteligible, con un sentido. No sé siquiera si soy capaz de tal cosa.
Era “post” término abominable que hasta ahora me había negado a utilizar y que traducía, muy acertadamente en mi opinión, como “sandez”. Pero ya no puedo negar la evidencia: mi ocurrente ingenio y verbal desfachatez se han evaporado como el agua de mi retrete, que ahora tose polvoriento al tirar de la cadena, y en su lugar sólo quedan cubos y cubos de oprobio y mal hacer.
Es por ello que me resigno a redactar una banal reseña cinematográfica. Pero antes, unas cuantas excusas más.
Históricamente, a la gente que como yo carece de erudición, habilidad o pericia, y se desenvuelve con total ineptitud en sociedad, sólo le ha quedado una opción: exiliarse allí donde ningún ser humano haya ido antes, alejarse de toda fuente de criterio, sobriedad o juicio cabal, esto es: convertirse en pionero.
Pioneros fueron los colonos americanos y australianos, todos ellos gentuza exconvicta, como prueba la experiencia. O lo que es peor, puritanos. Pues como ellos me lío yo la manta a la cabeza y me encamino allá donde no haya nadie que haga por comparación evidente mi idiocia y mediocridad.
¿Es acaso el páramo de la crítica cinematográfica este erial olvidado de la civilización que ando buscando? ¡De ninguna de las maneras! Se trata de una selva frondosa e intransitable habitada por todo tipo de tarántulas y ofidios que al menor descuido inoculan, sañudos, su ponzoña. Durante largos meses he recorrido esta jungla febril y antropófaga sin hallar claro alguno entre sus barros y lianas, cuando no esquivando los virulentos ataques de loros, cacatúas y cuadrúmanos de toda clase y pelaje, que con gran vesania pretendían arrancarme el pellejo, las gónadas o los globos oculares.
Largos meses como digo hasta que, febril, exangüe y demacrado, ya sólo esqueleto envuelto en apergaminada piel, logré por fin dar con una tierra yerma y abandonada, en la que no había rastro de vida ni por tanto mirada suspicaz alguna. Y allí, encima de un peñasco, me senté. Cavilé un buen rato, dejando que el nuboso viento me inspirase, y en viendo que pasaban las horas sin que ninguna idea hiciera acto de presencia en mi cabeza, me resigné como ya digo a hacer una reseña cinematográfica del único título que he visto y carece, que yo sepa, de comentario castellanófono en estos éteres virtuales.
Efectivamente, éste ha sido el único reducto de pionereidad que he podido encontrar. Triste, pero comprensible en un mundo donde ya ha habido hasta un español cosmonauta, el cual sin duda no ha desaprovechado la ocasión de extender por los espacios astrónomos nuestra fama de gañanes, y de paso robar uno de esos bolígrafos que escriben con gravedad cero.
Hablaba de una reseña que no me animo a empezar, porque el sólo nombre me es vomitivo: Crítica. No. ¡Elogio! ¡Eso es!
¡Lean y Conozcan el presente Elogio!
El cual no ha Razón de Ser, siendo como es Gratuito y Del Todo Insolvente
De “EL PARAÍSO DE HAFFNER”
-o-
Siendo el susodicho HAFFNER’S PARADISE (en adelante LA PELÍCULA) un largometraje en formato documental con cierto número de minutos de duración y dirigido por un individuo en concreto, se establece que:
A pesar de que el género documental tiene, con gran justicia, fama de gustar a gente rara y dotada de bufanda, nos hallamos ante uno de esos raros ejemplos que no teme poner un pie en lo pedante y otro en lo casposo, para gran dolor de su descoyuntada ingle, que se desangra sobre lo trágico. Tan cómico como lamentable es aquello que relata, tan absurda e incoherente es la realidad que capta el objetivo, que al espectador se le atropellan la náusea y la risa en la garganta, con turbadores y antihigiénicos resultados.
El protagonista es un octogenario, antiguo coronel de las SS, que se llama Haffner y vive en Madrid desde que, después de perder la Segunda Guerra Mundial, el régimen de Franco le recibiera con sus autárquicos brazos abiertos. Se jacta de que siempre ha presumido de ser nazi y de que jamás nadie le miró mal por ello, mientras come una hamburguesa en un MacDonalds, al lado de una familia con niños.
Luego nos lleva a su granja de cerdos, y nos presenta ufano al mamporrero, a quien da la mano repetidas veces. Más tarde, en un aparte, relata henchido de orgullo un recuerdo de su niñez que intentaré destripar con la mayor fidelidad:
“Siendo yo muy pequeño, había en la granja de mi padre un mozo alemán. Rubio. Alto, fornido, musculoso el torso” declama mientras se le hace la boca agua, despertando las lógicas sospechas en el espectador. “Que una vez se masturbó ante mí, mientras me miraba
sonriente” continúa sin perder la sonrisa “Para luego metérsela a un ternero que pacía por allí. No me pareció que al ternero ésto le
disgustara”
Cuando aún no hemos digerido ésta escena, se nos muestra la casa del afable genocida, plagada de retratos de altos mandos del ejército Nazi, amén de diversa parafernalia fascista, de la que sólo recuerdo un
llavero con esvástica, que también colgaba de la pared. Pero con lo que más se rió la gente en el cine fue cuando, al acompañar a Haffner en su día a día, descubrimos que se desayuna en una mesa camilla presidida por un retrato de la Marquesa de Madríd, Esperanza Aguirre. Ah, la democracia, ese régimen fabuloso, capaz de transitar alegremente de la dictadura militar a la boda homosexual (y viceversa) sin que nada cambie realmente por el camino.
Después, a petición del cineasta, viajan a algún lugar de la costa este, no sé si Benidorm, en busca de un amigo del vejete, que también fue nazi. Tras pasar dos días hospedado en un hotel, donde le vemos desnudarse sin empacho alguno ante la cámara, y después de haber telefoneado repetidas veces a dicho amigo, quien niega conocerle, vuelven a hollar suelo capitalino.
En este momento crucial el cineasta hace gala de su vocación de guionista de realiti-sous, y convoca a un antiguo preso de un campo de concentración, consiguiendo uno de los momentos de mayor tensión geriátrica que hayan presenciado estos ojos en una pantalla de cine. Porque uno ha visto a todo tipo de actores, afeminados y faranduleros haciéndose pasar por soldados en cientos de películas que han servido para cubrir con un halo mitológico los hechos históricos, alejándolos así de la realidad, enajenándolos. Por eso digo, se hace raro ver a dos vejetes que podrían ser mi abuelo, o sus compañeros de petanca, y notar en sus miradas fulminantes que hubo un tiempo en que uno vestía de rayas y sobrevivía de milagro, mientras que el otro paseaba en coche y cultivaba el buen humor.
Al final, un rótulo indica que gracias a la insensatez de este individuo, su amigo de Benidorm ha sido localizado y deportado a Bélgica, donde, éste sí, será juzgado por crímenes contra la humanidad.
Bueno, no sé si era Bélgica.
-o-
Una y no más ¡lo juro!