La putada de que mi destartalado carrucho tenga rojos los colores es que no hay modo de saber cuándo está incandescente. Porque lo está, en verano, y no pocas veces. Cuando acabo la jornada y lleva al sol todo el bendito día, vaya si se ha puesto al rojo, naranja casi. Un horno. Es abrir la portezuela y recibir en plena jeta esa vaharada como salida de una caldera, peste de fundición. Pensar que hay que meterse dentro derrite la poca ilusión que hace salir de trabajar. Pero hay que entrar, y escupirse las manos para poder agarrar el volante, quema y si no no hay modo. Esputarse los callos y frotarlos entre sí, para no hacerse ampolla. Como aquel otro verano hace ya la tira de años, ése que mi padre me puso a hacer un muro, allá en su pueblo.
Tarea boba donde las haya, pero era más por darme faena que otra cosa, como queriéndome meter en cintura “este chico, no hay modo de hacer carrera dél” así que a picar piedra, a cavar zanjas como yo digo, como al indomable ése que se hinchaba a huevos duros, y es bien cierto que se te quita la tontería. Pero para ponerse la idiotez. Porque anda que no me lo pasé bien, rompiendo piedras y poniéndole puertas al campo. Muro tonto, como ya digo, rodeando una escueta parcela de tierra, paja y cardos. Sobre todo era por envidia, la que a mi padre le daba el chalé que al lado estaba mandando construir un primo suyo, también de pueblo, pero con dinero, que no es lo mismo.
Así que hala, a amasar cemento, y bien de mañana, que luego cae fuego del cielo. ¡Fuego! Y no exagero. La resaca, claro, no me la quitaba nadie, a ver, con veinte años. Pero ahí estaba el bidón lleno de agua, bien fresquita, con sus larvas de mosquito y todo, metía los brazos y la cabeza y salía resucitado, chorreando que era un gusto. Luego vuelta a la carretilla, arriba y abajo, cargada de peñascos, venga a amasar cemento guijarrero, ya no me acuerdo la mezcla qué llevaba, pero olía a tierra y herrumbre, ese barro gris. Era una lata, apilar pedruscos, pero lo del mazo lo compensaba todo. Un mazo gordo, el mango como un brazo de largo, ensartando ese bloque de hierro sucio y pesado de cojones, suavecito y bien pulido, de tanto dar y recibir. Había que hacer fuerza para levantarlo sobre la cabeza y acabé con el hombro jodido, pero qué gusto, dejarlo caer, a mala leche ¡CATACROC! Se quebraba la piedra, ese peñasco tremendo, resquebrajado, vencido en tres o cuatro pedazos que, ahora sí, podía cargar en la carretilla. Una gozada, ya digo.
Pues igual que antes de coger el mazo me escupía los callos de la mano, pero ahora para agarrar el volante y no abrasarme. Lo del aire acondicionado ni en sueños, además que me parece mal, los coches tienen que ser viejos y hacer mucho ruido y humo, y tirar muy poco. Les tienen que bailar las piezas, y ser pródigos en óxidos y abolladuras, lo otro es para mariquitas. Lo viejo es lo bueno, de toda la vida. No dura, lo joven, es un engaño. No hay más que vernos, a todos. Ochenta y tantos años de vida y sólo veinte (treinta ya es pasarse) de juventú. Se mire como se mire no salen las cuentas. Hay que ser viejo y carraspear todo el rato, leñe.
Porque las muchachitas, no digo que no esté bien mirarlas, tomando café, pero qué lata de conversación. No, lata es poco. ¿Qué nombre se le pone a una charla sobre tamagochis? Hasta de ver tetas se aburre uno, si para mirar hay que aguantar esa cháchara infumable sobre su nuevo móvil o no sé qué conciertos a los que van en rebaños.
Eso hace la juventú. Nada. Pasar el rato que se tarda en ser viejo.
¿Y esa vejez? Lo mismo. O peor, porque encima son feos. Otro café, ya después de comer, a mi izquierda el facha con pluma, a mi derecha el cipote substituto. Y venga a hablar del madrí y del bernabéu, que por qué les han dado las olimpiadas a los chinos y no a ellos (a “ellos”, claro, yo me evado de cualquier “nosotros” en cuanto veo la puerta) y venga a decir bobadas. ¿No se darán cuenta? O es que no soportan estar en silencio. Sí, en silencio no hay más narices que mirarse uno mismo a la cara. Y no hay huevos para eso. Se tienen miedo, a sí mismos. Y tampoco es para tanto. ¿Sacos de mierda? ¡Pues claro! Como todo quisque. Y yo el primero, eh, no se vaya a pensar nadie que me las doy de listo. Pero a las cosas hay que llamarlas por su nombre, y por escrito. A algunos no nos queda otra, si no, la cabeza acaba mal.
Pues eso, a pasar calor ¿No es verano? ¡Pues a cocerse! Eso del aire acondicionado no es más que achicar la caló, echarla a cubos por la borda y sí, dentro se esta fresquito, pero es que luego hay que salir y ahí está todo el bochorno, no ha ido a ninguna parte, se ha desparramado sobre la acera y la tierra calcinada, paja pidiendo a gritos una chispa. No hay nada gratis, acaba llegando siempre, la factura, y cuanto más tarde, más intereses.
Le piso a tope, que corra el aire por lo menos, pero es inútil. Las dos ventanillas bajadas, y ventolera toda la que se quiera, bien caldosa, eso sí, fuego seco, plomo fundido goteando pesado desde lo alto. A los lados de la carretera, campo negro, achicharrado por el incendio de turno.
Es mentira eso de que en agosto madrí se queda vacía. Es un bulo, una excusa que se inventan para liarse a hacer obras. ¿Que no hay tráfico? ¡Los cojones! Ahí está el volquete para estorbar la circulación, cagando asfalto, que con este bochorno no hay ni que cocerlo, sale derretido ya, chapapote negro, apestándonos las narices con su alquitrán. Luego que no fume. Será que ya fuma, la ciudad, por mí y por todos. Se hincha, a puros baratos y tubos de escape.
Plomo fundido, lentamente derramado sobre la cabeza. Resbalando pesado, escaldándome el cuero cabelludo, y la frente. Esa fogata nuclear que otros llaman sol, marcando territorio, diciendo: ojito conmigo. Que el día menos pensado os barro de un plumazo y de vosotros no queda ni huella.
Ya ni al intenso fornicio le veo la gracia. No tiene mérito. Cualquier idiota puede hacerlo. Hasta los marranos, lo hacen, gruñendo y rebozándose en estiércol. Bah. Además, hablar de eso es como hacerse pajas con el órgano equivocado. Para mí, al menos, cada cual tiene su truco. El follar se hace olisqueando, dando cabezazos, como mucho. Pero pensando ¡nunca! No, el único impulso que le queda a mi alma de macaco es este acelerón cerebral, motor viejo y recalentado. Hay que echar tragos de refrigerante de vez en cuando, que si no se le gripa a uno la mollera. ¡Palante! Es difícil, sin carretera. Pero igual trepo a esta garita, a pegar tiros, sale aire hacia atrás en cada disparo y te escuece los ojos. Pegar tiros, con este viejo rifle que le he tomado prestado a uno que sí tuvo talento. Y es que es la leche, eh ¡Pun! El olor a pólvora. Ya se lo devolveré cuando reclame.
Y el camión lleno de cerdos “Transporte de animales” dice, y si no lo pusiera no habría modo de distinguir al hombre del gorrino. Luego me llama una amiga, ya en mi casa, interrumpe mis disparos. Le tengo más respeto, a ésta, que a la mayoría. Porque sé la guerra que libra cada día, batallas que harían aflorar el llorica que lleva dentro ese macarra cotidiano que sin falta te sale al paso, apenas cruzas el umbral de casa y pisas la acera.
Allí en la calle, dos tipos en un coche, han roto todas las ventanillas, para que corra el aire y nos enteremos todos de que les gusta el rapeo. Me parece muy bien. Cada cual aguanta el tirón como buenamente puede. A palos y piedras, si hace falta. De las ventanas también sale música a tropezones, y miradas, ojos húmedos en su madriguera a ras de calle. Los negros, unos huesudos y larguiruchos, con su cabeza redonda, sus hombros flacos, otros mamotretos con muros por espalda, carne rechoncha e imponente, sudada. Moros cetrinos, algún guiri acalorao, rojo e hinchado, el pelo pegado a la frente, las chanclas pegajosas, haciendo chuic al caminar la acera. Un gitano con melena de león y camisa floreada vendiendo fruta podrida junto al quiosco, se le va la vista tras unos rollizos culos ya no sé de dónde. Todos mezclados, hasta los chinos, hablando entre ellos ese idioma suyo resbaladizo. Y blancos paliduchos como yo, claro, pero la mayoría son viejos. Uno nunca aprecia aquello que tiene en abundancia, y aquí en la ciudá la gente abunda hasta sobrar, no vale un pimiento, la vida. Además la carne es blanda y cualquier día se te cruza un coche o un autobús, por decir algo, y ¡plas! se te lleva. Cada selva tiene sus tigres, y en la ciudad hay tantos que hacen atasco, y hay que dar gracias si respetan los semáforos.
Y en aquella terraza, una conocida, qué pereza, miro hacia otro lado, temiendo que me llamará a voces, pero por suerte también se hace la sueca. Me ha cortado el rollo. De todo se encuentra uno, por estas calles. Como en un vertedero, la gente tira cualquier cosa.