Anoche decidí que no podía ser eso de pasarse todo el día adherido a la computadora y me dí al esparcimiento, acudiendo a un tugurio de resonancias teutónicas donde unas camareras ataviadas con el traje regional de la Baja Baviera nos sirvieron varias ensaladas de morros de cerdo e innúmeras cervezas. Lo del traje regional no debe caer en saco roto, pues era éste atuendo que subrayaba la gracia y donosura de sus abundantes carnes y venía adornado de ridículos volantitos, harto risibles y del todo equiparables en lo bochornoso al pantaloncito tirolés que lucen los machos de la especie germana. El mayor hallazgo, hay que señalarlo, era el escote, verdadero muro de contención que al tiempo que lo mostraba prácticamente todo, ceñía con gran rigor lo opíparo de sus ubres rebosantes, a las cuales no podíamos quitar ojo como es natural.
Vino a estorbar esta gloriosa visión un mamotreto gigantesco, barbudo y rubicundo, que con grandes ansias engullía jarras de a litro una tras otra, poniéndonos en evidencia a los demás, que por comparación parecíamos melindrosos y escuálidos afeminados. El orondo tragaldabas reía estentóreo, haciendo vibrar los cristales coloreados de las ventanas, y sacudía rotundos manotazos en la espalda de un vejete que leía el abecé y comía panchitos en la barra. Así es, el bávaro mostrenco se comportaba como si aquella posada fuera suya o de su primo, e iba saludando tanto a la decrépita clientela como al servicio, parándose un rato largo con la gobernanta que, como habíamos visto a los cinco minutos de entrar, tenía a bien tratar a patadas a las camareras, en su mayoría estudiantes alemanas, así como despotricar en cuanto tenía ocasión contra los cocineros ecuatorianos, a quienes se refería como “machu pichus”, escupiendo al suelo y batiendo de risa su cuadrilátera mandíbula. Todo ello, sumado a la abundancia de caracteres góticos que adornaban el local, hacía pensar que en cualquier momento los parroquianos podrían cuadrarse, hacer el saludo romano y entonar el Horst Wessel Lied. Sí, muy probablemente eran todos nazis, de los de verdad digo, los que lucieron uniforme de las SS en su momento y ahora son nonagenarios que juegan al mus en los centros de día para mayores, proclamando con orgullo y acento extranjero la excelente acogida que este país campeón de europa les ofreció en su momento, rescatándoles de la derrota mundial y los juicios sumarísimos de la bella Nürnberg.
Cuando por fin llegó ante nos, el rubicundo mamotreto, plegué el ejemplar de Noticias del Mundo que había estado hojeando, por ver si acaso en su etílica euforia nos invitaba a un codillo crujiente, pletórico de grasa y bañado en miel, que eso por las noches entra que es un gusto. Resultó, como enseguida descubrimos, que el tipo ni era dueño ni era nada, y no sólo no pensaba invitarnos sino que albergaba gorronas intenciones. Se aprovechaba para ello el elemento de su aspecto paquidermo, y bien consciente de que podía desahuciar a un hombre adulto con sólo dejarse caer sobre él, sonreía ufano y peroraba sin pausa.
Naturalmente sus ininteligibles balbuceos me la traían al pairo, por lo que me dediqué a inspeccionar la su aparatosa anatomía, en busca de algún pilar maestro que pudiera servir como punto flaco, en caso de que se pusiera violento. Durante este examinoso escrutinio descubrí con gran sorpresa que bajo la punta deshilachada de sus botas le asomaban mugrosos los dedos de los pies, negruzcos e hinchados de recorrer el asfalto. El tipo había gastado la suela a base de caminar, o tal vez, en un arrebato de gula, había querido erigirse en émulo de Carlos Chaplin.
Mi energúmeno y obeso amigo sí que le prestaba atención, seguramente aún pensaba que aquél tipo nos daría cosas materiales a cambio de aguantarle, y por si acaso le tiraba de la lengua. Mareado por lo eterno de sus parrafadas, volví a hacer lectura del ejemplar de Noticias del Mundo que había traído. Mientras buscaba la sección de anuncios clasificados, como siempre para ver si bajo el epígrafe “Relax” encontraba el número de teléfono de alguien conocido, pasé por encima de una fotografía que logró cortar en seco el balbucir del mostrenco, quien enseguida aplicó su enorme y salchichesca mano sobre el periódico para impedir que hojeara más allá.
Atónito, levanté la vista y le vi palidecer. Utilizando una servilleta para no mancharme levanté uno por uno sus grasientos dedos Bratwurst, y así pude ver lo que tan poderosamente había llamado su atención. No era otra cosa que la fotografía de un platillo volante cruzando entre dos cables de alta tensión, falsa a todas luces, de hecho habría que ser un completo lelo o haber sido objeto de lobotomías para no ver que se trataba de un tapacubos arrojado al aire por algún malicioso trilero. Se podía adivinar incluso el logotipo de Simca en el centro geométrico del presunto hufo.
La tarada psique del bávaro mostrenco no demostraba ser de igual opinión. Temblábanle los mofletes de manera admirable, y dichos tremores se transmitían papada abajo con gran armonía. Lamenté no tener a mano un sismógrafo con el que registrar aquellas resonancias cárnicas, pero por poco tiempo, porque enseguida comprendí que tocaba escuchar lo que aquella morsa humana se empeñó en declamar de la siguiente manera:
-Hacía yo mi ronda a la salida del colegio, con mi gabardina y la habitual bolsa de caramelos, a ver si había suerte y alguna bella e inocente jovencita quería acompañarme a la Casa de Baños. No se me entienda mal: en dicho establecimiento cobran a euro la ducha con pastilla de jabón y toalla de papel incluidas, y no disponiendo yo mismo de capital alguno, he de embaucar a alguien para que me invite. Pues bien, las niñas de doce años han demostrado tener más corazón que el ciudadano medio. Además, a cambio les doy masajes genita…
-Un momento. Hasta ahí podíamos llegar.
-Es igual, tampoco hubo ocasión de pedófilos palpamientos. Porque fue como digo haciendo esta ronda a la caza de preteens cuando oí un extraño y ululante sonido sobre mi cabeza, tras lo cual fui cegado por una potente luz de colorines, de manera tal que lo siguiente que recuerdo es estar atado a una mesa...
-Bueno. Ya veo por donde vas, y me temo que no puedes seguir, a menos que hagas constar por escrito que no harás mención explícita o alusión que razonablemente se pueda considerar implícita a: penetraciones no consentidas, consumo o suministro de substancias estupefacientes, abuso de autoridad, desprecio hacia formas de vida inferiores…
-Lo de las sondas nada… El gas hipnótico tampoco… ¡Me quedo sin texto!
-Pues mejor, vamos acabando, que me quiero ir a comer.
-Va: me abducieron y estudiaron con malos modos y trato vejatorio, realizándome un estudio antropométrico tras el que concluyeron que la raza humana está gorda y es blanquita y rubicunda como los cerdos, y sin duda ha de dar muy ricas morcillas y jamones, una vez nos lleven a todos en camiones a las cochiqueras de su planeta.
-Así, sí.
-Bah.