martes, 29 de julio de 2008

Las Guerras Fórmicas

La jornada veraniega, que de intensiva no tiene nada, me permite pasar más tiempo del habitual en mi destartalado hogar, cochambrosa atalaya en la que echo las tardes tirado en la cama, doblegado el cuello en incómoda y perniciosa postura para poder videar toda suerte de penículas y mamarrachadas con las que paso el tiempo y las hojas de esta vida, libro de mal apuntalada prosa y endeble encuadernación. Hago repaso, por matar las horas ya digo, del deplorable catálogo que alberga la bodega de la nave hundiente. Y las mato, las horas, vaya que sí ¡pin, pan, pun! Como patos en una barraca de feria. No se puede fallar, pero tampoco hay premio.

Las hormigas han tenido a bien asediar mi destartalado hogar. Son finas y diminutas, tanto que no sé si son rojas o negras, motillas de polvo que caracolean sobre los cacharros sucios. Mi preciosa mugre, vilmente saqueada por este ejército de minúsculos insectos que se mueven como hirviendo, todos a una en armónico caos, cual si fueran un solo organismo gaseoso.

Las descubrí el otro día. Debían llevar ya un tiempo acechando, pues fue su asalto implacable, decidido, escrupulosamente planeado y ejecutado sin miramiento ninguno. La envidia de tanto general de salón que no hace más que jugar al Risk y bruñir sus inmerecidos galones. Ni vi venir las hostias, como debe ser, iba a hacerme el café y allí estaban, bien de mañana, sabiéndome desprevenido, pululando veloces sobre la tabla de cortar y la espumadera y otros cacharros con los que había cocinado la cena de la víspera. Patatas y huevos fritos con chorizo, manjar oleabundo donde los haiga, lo mejor para sudar una calurosa noche de verano. Pues bien, era el almidón, ese caldillo de la patata cruda, ya reseco, lo que habíalas atraído en gran número para hacer rapiña.

Naturalmente hube de defender mi preciado almidón de esta despiadada razzia. Primero probé a aplastallas con el dedo, el índice, si hay que concretar, pero era ésta tarea hercúlea, no tanto por requerir de una fuerza prodigiosa, sino porque a cada hormiga que espachurraba, aparecían dos de sus hermanas, cual si de monstruo hidra se tratare. Probé a hacer masacre sirviéndome de una servilleta de papel que hice burruño y con la que barrí sus filas endiosado cual furibundo King Kong, pero esta táctica demostró ser igualmente inútil, toda vez que con veloces quiebros y filigranas esquivaban mi apocalíptico azote.

No cejaban en su latrocinio empeño, y hacían gala de admirable valor y disciplina redoblando sus ataques y cargando con gruesas migajas y cascarillas refritas de vuelta al hormiguero. Viendo peligrar mis valiosas reservas de almidón, me vi forzado a hacer genocidio en contra de mi voluntad y mis principios. Empuñando el gatillo de un famoso flus flus desengrasante con aroma a limón, descargué sobre ellas una rociada de venenoso líquido. Sabía yo por experiencia que este producto escuece sobremanera en las humanas heridas, y suponía que no saldrían airosas de esta versión miniada del gas mostaza, pero no podía imaginar que el efecto sería tan devastador.

Su vertiginosa ebullición se congeló al punto, cual si hubiere tomado una foto del campo de batalla. Recubiertas por el nocivo líquido, las más quedaron paralizadas, y alguna que otra, haciendo gala de épica bravura y sin par hombría, aún agitaba sus mandíbulas en el aire, agonizando. Por respeto a su valentía guerrera las recogí rápidamente con una nueva servilleta de papel, la cual arrugué luego y tiré a la basura, húmeda de veneno y salpicada de cadáveres retorcidos, heroicos puntitos que con total desprecio para su vida habían querido saquear la cocina del guarro equivocado.

Naturalmente las que no cayeron bajo la ácida lluvia del flus flus batiéronse rapidamente en retirada, y quedé ya sobre aviso de sus intenciones. Me impuse guardias nocturnas de dos turnos de cuatro horas que habrían de cumplir mis respectivos hemisferios cerebrales, de modo que de madrugada mi brazo derecho le pasaba el flus flus al izquierdo. Digo flus flus y digo mal, pues existe una hermosa palabra para tal artefacto, de funestas resonancias además: nebulizador.

Con el nebulizador como digo bajo la almohada, me despierto sobresaltado a mitad de la noche, creyendo oír un masticar insectoso, centenares de patitas correteando, crepitar de antenas. Sin encender la luz, sudorosa la mano que empuña la química arma, me yergo sobre el colchón y muy lentamente pongo un pie sobre la moqueta.

Para mi mayor espanto, descubro que una avanzadilla de hormigas se ha internado en mi propio dormitorio y al verme huyen a todo correr, sabiéndose descubiertas, cargando con los restos desmenuzados de una madalena que dejé a medio comer en el desayuno y luego pisé, al volver del trabajo. En las tinieblas de la calurosa noche no las distingo, son sombras fugaces que se escabullen bajo el radiador.

Se han ido, pero ¿por dónde?

Creía que en su primer ataque habían entrado por la ventana de la cocina, pero no es así. La única explicación posible redobla la amenaza: corretean por el interior de los muros de mi destartalado hogar, aparecen y desaparecen por donde quieren como fantasmas, violando la sacrosanta intimidad de mi atalaya torre para robarse los restos de comida, caspa y piel muerta con los que abono la moqueta, y de paso cambiar de sitio mi ropa interior y pinzar furiosas mis condones, horadándolos con sus poderosas mandíbulas.

Sus asaltos a la cocina se repiten, y a duras penas logro repelerlos a golpes de nebulizador. Pero cada vez queda menos líquido en el depósito, lo agito junto a mi oído para oír el fatal chapoteo, débil y ligero. Ya no puedo dormir. En cualquier momento podrían saltarme encima. Adentrarse por mis fosas nasales, u otros orificios menos nobles pero igualmente velludos. Abrirse camino en mi pustulentas carnes, reblandecidas por el calor, corretearme por las venas, alcanzar mi cerebro y tomar de rehén a mi glándula pineal, ese señor barbudo que, según Érase una vez la vida gobierna nuestros actos.

Rehuso alimentarme o beber agua, por miedo a ingerir algún comando suicida camuflado.

Por si fuera poco, mi gata no hace nada por defenderme. Estoy solo en ésto. Desquiciado. En un estado de alerta perpetua. Temo que me hagan prisionero y me lleven al terráqueo interior de su hormiguero para devorarme lentamente, por ello he fabricado un fusil casero con una cañería, varios petardos unificados y una pesada canica de hierro. Sólo hay una bala, y es por supuesto inútil contra esta marabunta, pero su propósito no es defensivo. Confío en que, llegada la hora, sabré morir como un hombre.

Los minutos gotean eternos, desgajándose de la vaga y caldosa brisa nocturna que ofende mi cara, vapor reseco, olor a paja del descampado. Atento al silencio. En mi mano derecha el nebulizador, cuyo gatillo presiono levemente, haciendo palpitar una gota que brilla en su punta. Con la izquierda abrazo mi fusil casero, aplicando el frío y pesado hierro de la cañería en distintas partes de mi anatomía, intentando aplacar la estival calentura de mi carne. Empiezo a acusar la falta de sueño, este coma insomne que empapa mi cabeza, cada vez más pesada, desfalleciente. Los párpados, de plomo, acaban por rendirse.

Un brutal estruendo me devuelve a la vigilia. La ventana de mi dormitorio ha sido reventada, encaramada a ella, una hormiga gigantesca que emite rugidos estruendosos y bate fiera su pinza mandíbula. Sin duda la hormiga reina, y su ejército, nutridísimo, se extiende por las paredes como un aliento infernal que exhalara la enorme boca rota que es ahora mi ventana.

El nebulizador sólo sirve para escocer sus múltiples ojos e irritarla aún más. De una sola y brutal acometida lo muerde, me lo arrebata de las manos y lo raja, destripando su depósito plástico, ya casi vacío. Aferrado a mi rudimentario arcabuz, palpo nervioso la mesilla, en busca del mechero.
El dormitorio parece una caverna, ya no se ven las paredes ni los muebles, todo cubierto de hormigas por millares, enjambre palpitante que devora mi ficus sin piedad, en un suspiro, recubre el monitor del ordenador, hurga entre sus teclas, se descuelga del techo formando estalactitas vivientes.
Demonio de mechero del chino, da chispazos pero no sale llama alguna. La hormiga reina, pesada como un buey, ha penetrado ya en el cuarto del todo, cabeza, tórax y abdomen, se sube a la cama, gruñendo furiosa, muerde el colchón y arranca brutalmente un cacho, muelles y tela deshecha saltan por los aires. Me mira fijamente con su grueso cabezón de engendro, sopesando qué parte de mi anatomía destrozar. Abriendo su mandíbula se me acerca, ante mi cara esas pinzas aserradas, crustáceas, gruesas y afiladas, cuando por fin quiere prender el gas.
Con pulso tembloroso aplico la llama a la mecha del primitivo rifle, chisporrotea, se consume la cuerdecilla, pero tan lentamente... Las pinzas de la colosal hormiga me aprietan las sienes con fuerza y crueldad descomunales, perforan mi piel, mi cráneo amenaza resquebrajarse bajo ese grotesco cascanueces.

Por fin, la detonación. Abrasadora, ácida, humeante. Cegadora. La cabeza de la hormiga reina ha saltado en pedazos como una piñata, y con ellos cae también su desguazada mandíbula. La marabunta que ha invadido mi casa se detiene, congelada. Pero no estarán así mucho tiempo. Corro al baño, pisando la alfombra de insectos que cruje musgosa, agarro el bote de lejía, desenrosco el tapón, me lleno la boca del corrosivo líquido y escupo, nebulizando frente a la llama del mechero. Dragón de boca abrasada, logro por fin churruscar la masa hormiguera, que se retuerce, humea, chilla, y se bate, por fin, en maltrecha retirada.




El amanecer me encuentra yaciendo sobre la moqueta sembrada de insectos cadáveres que luego habré de barrer. Mis muebles, las paredes, todo chamuscado, cuando no roto, o en pie pero deshecho por dentro, merced al trabajo de millones de voraces y diminutas bocas. La mía, chamuscada, los labios corroídos, las pestañas y el pelo quemados, pequeños mordiscos por todo mi cuerpo, cada cual con su gotita de sangre. Respiro con dificultad el aire de la mañana, emponzoñado de este olor acre y nauseabundo que impregna mi humeante casa. Carraspeo y escupo, con gran dolor para mi lengua abrasada, un esputo que sabe a victoria.