El calor pudre esta nave hundiente, que cada vez está más llena de agua, pero no acaba de naufragar del todo. La furcia de mi jefa se fue en el primer balandro con el que nos cruzamos, y quedo yo, galeote a las órdenes de su cipote substituto, que se retuerce y salta sobre cubierta, pez completamente. Si por lo menos no hiciera tanto calor y no estuviera yo mismo bien jodido, podría hasta reírme de él. En este buque agujereado apenas hay un hueco o dos donde echarse a la sombra, a deshacerse, costrosa la piel y los labios por la continua paliza solar y la deshidratación. No cabe sino yacer sobre la mohosa cubierta y resollar este aire caldoso y salado, y hurgarse con la lengua entre los dientes, para ya casi ni alarmarse al sentir cuántos de ellos bailan en la encía, por culpa del escorbuto.
El comodoro timorato sí tiene sombrilla y pai pai y un esclavo indígena que le abanica, y me sonríe imbécil mordiendo un melocotón mientras cree hacerme creer que si me porto bien perdonará mi condena a muerte y me obsequiará con un par de grilletes de remero, ahora que necesita fuerza motriz, y es que la calma es chicha y el aire remolonea fofo, incapaz de hinchar ni siquiera levemente las rezurcidas y astrosas velas de esta puta nave hundiente, perfecto barco fantasma si no fuera por el penetrante hedor a carne humana viva y a la vez pudriente, agusanada.
La tediosa faena se multiplica, en parte a causa del gran calor, que corrompe películas y enmohece latas, cuando no abre vías de agua en la reblandecida madera. Hay además una especie de mosca tsé-tsé que trajimos entre la carga, y que tiene a bien poner huevos en lugares harto incómodos de la humana anatomía. Flaquean las fuerzas y el seso, faltan brazos, y por lo que me toca, se paga también la inexperiencia y catetez del cipote substituto. Y mi desgana, no hay que olvidarlo.
¿Cómo ha sido que me han atrapado? ¿Cuándo me enrolé? Ya no me acuerdo. Pero no sé cómo soy ya casi uno de ellos. Aunque sólo sea porque han muerto unos cuantos en el camino, y otros, como la mi jefa, se han largado con viento fresco. Y ya sólo quedamos un puñado de orates descerebrados que cada día que pasa piensan al menos una vez si no merecerá la pena quemar la nave con todos dentro.
Hay una especie de sentimiento de trinchera en este ataúd que flota sin rumbo, fláccidas las velas, crucificadas. Se da una especie de amistad hueca, masturbatoria, por engañar la soledad un rato más que nada. Por lo menos por mi parte. Por la de los demás, ya he dicho que son gentuza y no saben tramar nada bueno.
El facha con pluma se emborracha cuanto quiere, y hay que aguantar sus latosas peroratas y batallitas. Es el más veterano, junto con otra bribona filibustera que anda continuamente enredando, de sierpe la risa. Ambos me han cogido vicio, no sé cómo si no llamarlo, pero por las noches, cuando debería aflojar el calor pero no, se emborrachan a mi lado y me cuentan toda suerte de plomizas anécdotas.
Como cuando el facha con pluma hizo el servicio militar en no sé qué destacamento africano, que si una vez le tocó estar una noche entera de guardia, vigilando un escalón que estaba arrestado por uno de los mandos, que en él habíase tropezado. Que si el origen de la superstición, para mí desconocida, por la que trae mala suerte dar fuego a tres pitillos seguidos. Porque si se hacía de noche y en la trinchera, con el primer chasquido del mechero el enemigo te veía, con el segundo apuntaba, y al tercero disparaba.
Pero luego en la guerra no había estado, el veterano. No por ello se cree menos legitimado para dar órdenes a todo quisque, visto que el comodoro timorato pasa de todo y se limita a morder melocotones y beber margaritas bajo su sombrilla, pellizcándole el trasero al esclavo indígena que le abanica. Y vocifera, el facha con pluma, se enfurece cuando hablan de mí y de mi condena a muerte, berrea que no va a consentir tal injusticia, que por mí se quema los huevos, pero cuando quiero hablar me dice tú te callas, coño.
Y luego, al día siguiente, no se acuerda de nada y hace planes para sus vacaciones, mientras yo oteo el horizonte a ver si, aunque sea a lo lejos, avisto un islote descampado donde por fin me abandonen a mi suerte y les pierda de vista a todos.
Incluso a la becaria, esclava indígena que capturaron en un archipiélago hace ya tiempo, y que había permanecido a la sombra, encadenada en no sé qué rincón de la bodega. Por eso tiene la piel tan blanca, aunque me temo que no tardará mucho el sol en resquebrajar sus carnes y estropajearle el pelo. Y con esos ojos tan azules, como cubitos de hielo, se va a quedar ciega en menos de un mes, me juego el miembro. Y eso que, debido al gran calor, lo tengo fláccido e inapetente. Aunque de vez en cuando le vienen espasmos y redivive, y me descubro admirando el torso glorioso de esta becaria esclava indígena, su pelo teñido de rojo, sus tetas redondas, imponentes en lo alto de ese cuerpo inacabable, inabarcable, que mi mirada no hace sino lamerla de arriba abajo mientras friega la cubierta. Tiene un poco cara de batracio, los labios gruesos y los ojos saltones, como en la escena final de desafío total. Pero está buena, me digo mientras me finjo amistoso con ella, sin darme siquiera cuenta de que soy, de la cabeza a los pies, un mugriento cerdo más, uno de ellos.
(Y sólo por 35 $ de cuota anual, que al cambio no llega ni a los veinte euros)