Tuvo que ser en la misma gasolinera donde me prendiera fuego en erótico bonzo. Tuvo que ser ahí donde, al ir a pagar el navajazo en los higadillos que hoy día cuesta llenar el depósito de mi tullido carrucho, va y me dice la elementa dependienta que mi tarjeta crediticia ha caducado. Y lo miro y es verdad, y de pronto se rompe la magia y hácese patente la tramolla de este teatrucho infame, burda farsa de trilero por la que los bancos se quitan y ponen y arreglan cuentas consigo mismos sobre el papel, aferrando avariciosos mis cuartos y los de todos para no soltarlos jamás. Mi dinero plástico no vale un pimiento, y mira que siempre lo he dicho, que donde esté un buen lingote de oro o una ristra de morcillas de Burgos, no hay burbuja ni especulación que valga.
Y antes de que mi perpleja persona pueda montar el suicida pollo que la situación merece, me cogen entre varios gasolineros y la elementa dependienta se acerca a mí con un fierro al rojo incandescente con el que pretenden marcar en mi mejilla la palabra MOROSO. Me debato, pero sólo consigo patearle la cabeza a un mamotreto rumano tan maleducado como para resarcirse a puñetazos conmigo. El muy bobo cree haberme hecho saltar un par de dientes, pero la mayoría eran sólo palomitas, que a modo de empaste casero me había yo colocado con habilidad, en la intimidad del cuarto de baño, para suplir las piezas que ya perdiera a causa del escorbuto.
Los muy hideputas malandrines me aferran el cráneo con sus simiescas y velludas manos, y logran paralizarme mientras el fierro candente sisea y churrusca mi piel, echando a perder mi hermoso rostro.
Con modales sicilianos, me conminan a subsanar mi deuda en las siguientes 24 horas, y me dejan marchar. Eso sí: con el depósito de gasolina lleno, como quien dice por la patilla, la derecha en este caso, la que me han cauterizado malamente y a traición.
Llego a mi barrio de negros con el escozor y la inflamación que cabe suponer. Me palpo la ingle, en busca de mi testiculidad, y ahí está efectivamente el pelotudo par, pero como si no estuviera, me digo, pues últimamente me veo mangoneado por cualquiera, esclavo aborregado, cobarde ciudadano que pasea su humillada cerviz por las aceras.
Por ello, cuando levanto la vista y veo el destartalado rótulo del antro vudú que hay en la esquina de mi calle, pondero las diversas ofertas que se exhiben en el escaparate y finalmente me animo a entrar, convencido ya del todo por el mal de ojo que regalan con cada consulta esta semana.
Me atiende un achaparrado negro legañoso, quien escucha distraídamente mis ruegos y preguntas y, tras examinar mi diezmada dentadura y palparme varios ganglios, emite un diagnóstico que no podría ser más acertado:
La falta de una figura paterna digna de tal nombre, o su absentismo de facto, ha provocado el necrosamiento de mi glándula pineal, la cual ha dejado de producir adrenocromo. Dicha sustancia, como todo el mundo sabe, es el poderoso alucinógeno que a diario segrega nuestro organismo, merced al cual la actividad perceptiva y cognitiva se disocian, haciéndose así posible el pensamiento abstracto y por ende la enajenada consciencia humana. En resumidas cuentas: que soy un borrego adocenado con horchata en lugar de sangre.
Relata burócrata el negro legañudo que esta patología es habitual cuando se alcanza mi provecta condición de treintañoso. En mi caso, dicha dolencia viene agudizada al verse mi destartalado hogar privado de artefacto televisor, esfínter excretor de ruidosos y atropellados ilusionismos, diseñados con el único fin de paliar o distraer el aburrimiento, carencia endémica de la vida cotidiana, de natural parca en disparos, persecuciones u otras escenas de acción.
Si todavía, continúa el adusto negro legañoso, tuviera algún jefe o padre tirano, serían sus estacazos y vituperios los que movieran mi vida, pero si a mi abulia congénita le sumamos la falta de distracciones y la ausencia de cualquier forma de autoridad, es comprensible que mi ridícula existencia se calcine y deshaga como ceniza. Sin embargo, se trata de un problema de fácil solución, según el mago, quien se ve capaz de preparar un brebaje que me devolverá el varonil espíritu, ese brioso relinchar que caracterizare mi vida en el pasado.
Ante mis ojos veo desfilar pócimas y frascuelos que vierte en una pequeña y abollada perola renegrida sobre el camping gaz que la hace hervir. Cuando el líquido emplasto comienza a adquirir consistencia, el oráculo chamán arroja en su interior diversas reliquias que va recolectando de estantes y aparadores.
De entre ellas puedo recordar el ojo derecho de John Wayne, conservado en salmuera; así como el bigote que Pat Morita luciera en sus interpretaciones del Señor Millagui. También incluyó un pelo negro y retorcido que, según afirma, perteneció a Mister T; y una expectoración que una vez saliera del gaznate de Humprey Bogart y que hubo de raspar de una servilleta de bar. Descolgó de un clavo en la pared una pata de gallo de Charles Bronson para añadirla también al mejunje, para poco después hacer lo propio con las llaves del coche de Hemingway y una muestra de heces de Hunter S. Thompson, bastante líquida, como me permití observar. Tuvo a bien aderezar el conjunto con un chorrín de una mohosa botella que Charles Bukowski olvidara en una fiesta largos años atrás, y remató el guiso con una pestaña de Benny Hill. Lo realmente efectivo, me dijo, era usar los mofletes, pero al parecer se le habían acabado y habría que conformarse.
Cuando de un larguísimo y nauseabundo trago engullí el contenido de la perola aún caliente, no noté gran diferencia. Pero luego, al reclamar el mal de ojo de regalo que venía de oferta, el tipo negro y legañoso me dio largas y un vale. Entonces sí: mi ceja izquierda se arqueó y fulminéle con la mirada, al tiempo que comprendía que tal vez aquellos arcanos sortilegios iban a surtir efecto.
Pletórico de gratitud, le crucé la cara y me negué a marcharme sin al menos un muñequito del jefe que alfiletear por las noches, antes de acostarme.
Al día siguiente fui derecho a saldar mi deuda, pero para mi absoluto desconcierto, al ir a pagar con mi flamante tarjeta nueva, el encargado de la gasolinera hubo de confesar azorado que llevaban toda la tarde con las líneas telefónicas fuera de servicio, y que por tanto le era imposible cobrarme lo que les adeudaba. A duras penas contuve la hideputa sonrisilla, pues si la víspera era mi dinero plástico el que no valía ni para ponerse rayas, hoy su sistema de cobro electrónico, monedero imaginario, les dejaba con el culo al aire. De pronto me veía envuelto en una aureola de respetabilidad que no por falsa era menos eficiente. Esperé durante largos minutos, henchido de soberbia y respaldado por una larga cola de miradas fulminantes e impacientes carraspeos, mientras este caballero intentaba en vano pasar la tarjeta una vez, y otra. Tú dirás, le conminé chulesco, y acabé por irme sin pagar y con la cabeza bien alta.
Jamás me ha sido dado contemplar semejante apoteosis de justicia poética, y dudo mucho que me vea envuelto en el futuro en un nuevo toma geroma tan simétrico, perfecto e inverosímil. Pero así fue como ocurrió, y al que ose negarlo lo desuello vivo.