Hace bochorno fuego en la nave hundiente. En toda… No. El camarote del capitán se mantiene homeotermo día y noche, empapado de un denso frescor. Como de cripta. Allí se mantiene encerrado el comodoro timorato, en parte porque sus grisáceas y cenicientas carnes de molusco han empezado a acusar el calor, reblandeciéndose y amenazando hacer desprendimiento del hueso. Y en parte también porque nos tiene miedo. Se nos ha ido algo la olla, y estamos muy lejos de cualquier puerto civilizado. Aquí afuera, en cubierta, nos dedicamos a lo que nos viene en gana, y vamos descalzos todo el día a pesar de que en cubierta hay astillas, anzuelos y garfios oxidados.
Hay que decirlo bien claro: aquí no trabaja ni dios. Yo mismo paso el día husmeando en internet, donde abundan los bulos y rumores acerca del incierto futuro no ya del buque hundiente en que navego, sino de la flota entera de este infame pirata Cogesable, quien al parecer se encuentra enfangado en tempestuosas batallas contra no sé qué corsario que le ha salido ahora. Todos esos cañonazos, por suerte o por desgracia, quedan muy lejos. Ya no cabe duda de que a esta nave hundiente la han enviado a morir, a naufragar en este mar de calma chicha, teléfonos silentes y escorbuto. Sólo es cuestión de tiempo, un buen día el mar acabará de masticar este agujereado cascarón, sonará un crujido más alto que otro, haremos aguas ya del todo y nos hundiremos, cadáveres hinchados y azulencos, para que los cangrejos nos mordisqueen los dedos de los pies en el fondo del mar.
Nótese que hablo de “nos” al referirme al buque hundiente. Finalmente el síndrome de Estocolmo ha hecho presa en mí, y me veo ya uno más de la tripulación, otro memo sin remedio ni norte que se deja llevar, medio podridos ya el cerebro y la alma inmortal.
El cipote substituto de la mi jefa encontró hurgando entre los pergaminos que ésta dejara atrás lo que, según dice, es el mapa de un tesoro. Se rasca la calva barbuda y camina nervioso de proa a popa, como un preso en el patio de la cárcel, vocifera aferrado a la borda, retando al piélago obscuro y sudado de calima. Ha perdido ya el juicio del todo, no cabe duda, apenas duerme, pasa las noches haciendo cábalas y numerología con un fláccido compás y un oxidado sextante. No sabe que el mapa es material promocional de una película, y por ende falso, pero yo me abstengo de chafarle el equívoco para poder reírle la verdad a la cara en cuanto surja ocasión. La espera del momento propicio es dura.
Es evidente para todo el mundo que yo no tengo cometido ni razón de ser alguna en este mohoso paquebote, y tampoco es que haga nada, siquiera por disimularlo, por eso las miradas de los otros son arteras y de reojo, pero como ya digo no me importa gran cosa.
Me tumbo todo el día en cubierta, las manos sobre la panza, enmoheciendo al sol, sudando amarillo, y permanezco así toda la noche, en parte porque mi carne y la madera han compartido putrefacciones con adhesivo resultado, y en parte por pereza de moverme. A veces, entre la bruma, se ven las estrellas, cosa que en la ciudad no, y es que en esta civilización de mediocres hemos perdido el contacto diario tanto con la tierra como con las estrellas, afirmo. Y afirmando me quedo dormido, mecido por el crujir de las cuadernas, al arrullo del viscoso y lento chapoteo de las olas contra el casco que surca perezoso esta sopa marina, fangosa placenta trufada de tentáculos y algas podridas.
Me despierto con el sol ya alto en el cielo. Cegador, pero cortado por siluetas que van y vienen, sombras estroboscópicas que me revuelven sobremanera las entrañas. Un dedo me recorre el vientre, señalando un área determinada de mi anatomía. Sobre mí, ahora las veo, las caras de la veterana, el facha con pluma, su esclava, una mujer córvida de la que no había hablado, no sé cuántos son, pero me palpan las magras canillas, me meten sus asquerosos dedos en la boca para ver si alguna muela se me mueve, me tiran de la lengua, me aprietan los riñones. Están pensando qué parte de mí quedarse cuando la palme, carroñeros infames:
-Por antigüedad me corresponde elegir –establece el facha con pluma- así que me quedo con su hígado. Dentro de lo malo...
-Yo quiero la glándula pineal.
-El cerebro es mío, si no te importa. Apestaba a hierba cosa fina y además padecía severos aburrimientos. Sabroso cóctel ¿no es así?
-¿Cómo que "apestaba"? ¡Aún lo hago, señora!
-Yo quiero su miembro pene, para desecarlo, vaciarlo, horadar su extremo romo con alfileres y obtener un salero decorado en el que ponga “Recuerdo de Portugal”
-Bueno, al lío.
El facha con pluma saca un cuchillo de carnicero, que tiene más de hacha, en mi opinión, pero el caso es que aplica el fierro con saña, y al rato soy un bufé libre al que se unen gaviotas y algún que otro pez volador que salta olímpicamente la borda al olor de mi abundante sangrado y posterior despiece. No tener cuerpo, en contra de lo que pudiera parecer, es un gran inconveniente. Sin cerebro no hay gran cosa que uno pueda pergeñar para resolver la papeleta de constar únicamente de restos de cráneo y una incómoda columna vertebral revestida de jirones sanguinolentos. Lograr rodar siquiera un poco es toda una hazaña.
A mi alrededor, después del festín, los miembros de la tripulación yacen y eructan, frotándose la barriga con la mano y respirando con dificultad en la caldosa bruma nocturna. Algunos de ellos piensan ya en quién será el próximo, y el que lo es lo sabe y se caga en este puto nido de chacales, y reza porque el barco haga CRAC así, a lo grande, antes de que el hambre vaya acuciando. Sólo lamento no haberme reído del cipote substituto y su mapa cuando tuve ocasión. Sí. La vida es así. ¡Zas! En un chasquido se te va, y a tomar por culo todo. No puede uno confiarse.