Vaya por delante que esta mugre que voy a soltar es verídica y no tiene ninguna gracia. Por eso mismo he vuelto a todo meter, asqueado, al máximo que permite el debilucho motor de mi viejo y destartalado forfiesta. En realidad es una excusa, claro, pero: Siempre digo que lo bueno de llevar un coche de mierda es que continuamente lo manejas al máximo de sus posibilidades, a punto de reventar. Y es cierto. A 140, que no alcanza más. Las revoluciones en zona roja, el volante vibrando, los retrovisores amenazando desprenderse, la carrocería entera agitándose como los cachetes de una mulata sambista, vertiginoso traqueteo sobre el cien veces remendado asfalto de la A-2. El acelerador pisado a tope durante todo el trayecto, la pata tiesa, apretando furiosa el pedal a pesar de los calambres.
Todo para volver y hundir la cabeza en la rutina cuanto antes. A olvidar. La resaca palpitando sucia en mis sienes, el seso áspero, como cargado de gravilla. Pero por más carretera que trago me vuelve a la cabeza su cara, su estúpida y perpetua sonrisa. Ya sabía yo que huir no iba a servir de nada.
Había llegado a la aldea de mis antepasados como si tal cosa, a una comida familiar, y por escapar un rato también. Ya me quedé, por curiosidad, por ver más de cerca a las jóvenes hembras de la raza. Este pueblo es una aldeúcha perdida en medio de un pinar, vacía en invierno, llena de coches en verano. Y gente con niños, claro. Un lugar de fertilidad, al que vuelvo algunos veranos como los salmones a la charca donde les desovaron. Será el campo, el sol, el aire tranquilo, la paja seca, los culos de las niñas, que todo incita a la natural coyunda, a llenar la granja de retoños. Pero ya no hay granjas, ésa es la trampa, el espejismo. Ni cerdos, ni gallinas, ni mulos. Moscas sí. Y chalés. Pero sobre todo campo, y generaciones mezcladas. Ahí está el peligro. Nada bueno puede salir de esas verbenas populares donde treintañosos y quinceañeras se emborrachan juntos hasta el amanecer, y un rato más.
Vuelve uno a verse con los otros, con esa gente que sólo se ha visto en verano, cada verano, eso sí. Con un año de por medio cada vez. Pasan muy rápido, los años, de esta manera. Quizá sea eso, por lo que me cuesta digerirlo. La prima que antes era una mocosa que jugaba a clavarme agujas, así, por hacerme rabiar, de pronto tiene veinte años. Y sigue siendo la misma cría inaguantable, no hay duda. Y sigue pinchándome. La muy zorra, sigue jugando, pero ni siquiera me pone cachondo, porque no para de rajar y rajar, descarada e insolente bocazas.
Pero no es la única. Me miran, las crías. Por algún asombroso milagro no reparan en el grosor que ha ido adueñándose de mi panza. Ni en las arrugas de los hombros ¡En los hombros, lo nunca visto! Pues ahí las tengo. Decadentes, señalando hacia abajo, allá donde toda mi carne poco a poco se va precipitando. Mis toses y mi voz cazallera y alarmantemente grave, nada de eso las disuade, una de esas golfillas me toca el culo y todo, tan fresca. Se merece unos azotes. Por qué será, que les parezco deseable vejestorio. Los genes, seguro, algún rollo incestuoso y vomitivo. Otra que ni conozco me increpa a voces indecencias y obscenidades mientras pasea con su madre. No tienen vergüenza ni la han conocido, las de ahora. No saben el peligro a que se exponen. Y yo tengo un certificado de penales que mantener intacto, y conozco a sus padres, que me han saludado con sonrisa sincera y me han invitado a cenar, hasta que me han visto cerca de sus hijas, y ya no les hago tanta gracia, con el cubata en la mano. Y así les pago yo el recibirme con los brazos abiertos: con miradas lascivas, muecas lúbricas y sórdidos tejemanejes en los que podría perfectamente enredar a sus retoñas. Serían presas fáciles, pero ¡mierda! Aquí todo el mundo me conoce. Y me juzga. Yo mismo, por qué negarlo.
Hay pequeñas diferencias respecto a la ciudad. Para sacar dinero hay que conducir veinte o treinta kilómetros, por ejemplo. Esto a su vez se compensa porque el güisqui es mucho más barato. Lo cual siempre es de agradecer, pero también tiene su peligro. Hay mucho alcoholismo, y muy poca vergüenza. Es lo que tiene, conocerse todos y estar como en familia. La asquerosa confianza, ya se sabe, al principio uno intenta mantener el tipo pero acaba poniéndose en ridículo, es inevitable.
Algunos, los de mi quinta, medio amigos, tendrán que serlo digo yo, aunque les vea un día o dos al año ya van muchos. Para mí lo son, y basta. Pues agachan la cabeza, cuando les cuento lo del barco hundiente. Ese sórdido agujero infestado de piratas dispuestos a apuñalarte para vender tus órganos en el puerto más cercano, ese buque putrefacto me ha empapado de su hedor, y me creen cineasta, me toman por pez gordo o algo así ¡A mí! Hasta ahí podíamos llegar. Se nota, vaya que sí, la brecha que se abre entre ellos y yo. No sé por qué se creen peores, y me canso de decirles que valen mucho más que ese puñado de reptiles venenosos que me aburren y encallecen el alma a diario.
Y las niñas se ponen todavía más tontas. Y mira que despotrico y repudio, y les digo que jamás en la vida se acerquen a ese hatajo de viciosos drogadictos, pedófilos y proxenetas que conforman la gentuza del cine, si no es para pegarles un tiro a bocajarro, en toda la cara. Pero ni con esas. Esa que es prima mía y no se calla ni debajo del agua me dice que escribe guiones, y me meto en el papel de maestro ¡Yo! Que jamás supe de nada. Abandono a mis medio amigos, y todo, me quedo solo con ésta.
Y la brecha se hace aún más grande, el abismo de crapulencia en que me hundo es cada vez más profundo, cuando descubro que estoy hecho todo un gentuzo, yo también vicioso drogadicto pedófilo y proxeneta que sólo piensa en cómo y por dónde podría metérsela, aquí a mi prima, mientras hago como que escucho. Fingimiento imposible por otra parte, qué bocazas insolente, no para de blasfemar y picarme. No tiene conversación normal, sólo pullazos, y claro, yo me revuelvo.
Luego, en la verbena, me regala un clavo que ha encontrado por la calle. No pequeño precisamente, largo como un dedo, se nota su peso al sostenerlo y probar la punta con el índice. Y yo la abronco, claro, no sé de qué otra manera tratarla, le agarro de las muñecas cuando intercepta el porro que me iban a pasar, para quitárselo, pero no se deja y me faltan huevos para hacerle daño de verdad, se ríe, la boba, pero yo voy muy en serio.
Por eso me enfado y grito, y levanto la mano, mi callosa mano de viejo. Que grande me hace parecer, ésta y sus amigas, qué ruin y miserable. Gritándole a la cara, amenazando con abofetearla si no se calla. Agarrando la piel de su culo, milagrosamente suave y terso. Follándomela entre la paja mientras con mi manaza de viejo le tapo la boca, la estúpida sonrisa, a ver si así se calla de una puta vez. La voz de la sangre, que le dicen.
Por eso a la mañana siguiente, atravesado por la resaca, lo primero que hago es meter la ropa sucia en una bolsa, echarla al maletero y salir zumbando. No puedo pararme aquí, otra vez pedal a fondo y carretera. Más lejos, lo más posible, de este terruño infame y socarrado por el sol, este imperio de la gañanidad donde quedan mis raíces mutiladas, comidas por el moho y los gusanos.