Me es necesario bajar a por comida para mi gata, ya que sus maullidos y orines de protesta son elementos de presión que no se pueden ignorar o tomar a la ligera. Es cierto que, debido a mi ser olvidadizo, hace días que en la escudilla donde deposito su alimento sólo hay una montaña de resecas migajas que se niega a comer. Descubro estupefacto que mi primera reacción es calco perfecto de la que mis padres tuvieron para con mí en gran parte de las cenas de mi infancia: levanto furibundo la barbilla, señálola con mi dedo acusador y vociferio:
-¡PUES HASTA QUE NO TE LO ACABES, NO HAY MÁS!
Apenas acabo la frase se produce la ya mentada revelación, y quedo meditabundo, comprendiendo que no soy sino títere en manos de hábitos y costumbres que, incuestionados, se perpetúan generación tras generación. Esta sólida y coherente conclusión dio pie a que depusiera mi dictatorial actitud y caminara hacia el ultramarinos para comprar un alimento digno de mi felina compañera, única hembra cuya compañía tolero por más de una semana.
Siempre que bajo al susodicho dispensario, ya que estoy, compro cerveza y panchitos. Es verdad que mis grumosas y cenicientas expectoraciones, así como mi dejadez en el vestir, me dan aspecto astroso y hacen que cualquier vigilante de seguridad active su alerta naranja apenas me ve pululando por su establecimiento. A veces, cuando estoy de humor, hago comedia y me conduzco como si fuere ladrón, echando miraditas cómplices al guarda, quien cree tenerme vigilado cuando en realidad está siendo distraído, circunstancia que suele ser aprovechada por la clientela, que carga cuantas botellas de whisky puede y aprieta a correr en todas direcciones mientras el vigilante mamporrero no me quita ojo, temiendo que quizá en el caos reinante aproveche para robar un paquete de chicles tutifruti.
Esta vez no, tenía prisa, así que me acerqué al mostrador para hacer cola y en el entretanto, deleitéme contemplando a la dependienta, una flaca y jovencísima morena, de aspecto un tanto insalubre y paliducho que así y todo despertó mi despropósita libido, la cual últimamente no hace distingos ni tampoco bien alguno a la humanidad. A todo respondía la dependienta ofreciendo lotería de la cruz roja con su atiplada voz, y no, no la quería, aunque por lo general soy crédulo y se me estafa con gran facilidad.
Fuíme cachondo del ultramarinos pero la masturbación que pensaba dedicar a la salud de esta elementa fue objeto de chasco y evaporóse cuando vi a la latosa consorte con sus maletas en la puerta de mi casa. La insensata de ella había dejado su piso compartido y agitaba en su mano, dichosa, la mensualidad que de este alocado modo se había ahorrado. No pensaba dármela, claro, venía en plan ocupa y cargada de arcillas, ceras de colores y molinillos con los que habríamos de entretenernos en el porvenir.
No tardaron en surgir los primeros roces, y es que la convivencia me irrita sobremanera todos los tipos de llagas, orzuelos y papilomas que cubren mi anatomía. Los putrefactos y nauseabundos puses que segrego no tardan en poner tierra de por medio entre quienes me rodean y mi persona, y en este caso prefería yo escuchar imprecaciones en la radio mientras me pasaba el Medal of Honor a bayonetazos antes que representar la versión pornográfica, pedofílica incluso, de una clase de manualidades.
Y es que la envra en cuestión insistía en ocupar nuestras tardes con pasatiempos tales como hacer árboles de arcilla y otros símbolos fálicos, así como decorar mi escocido miembro con motivos florales que dibujaba sirviéndose de las ceras escolares de que había venido provista, que por cierto, aplicadas a tan sensible área resultan áridas y rasposas en extremo. Ya cumplido el carnal trámite se empeñó en hacer lectura y declamación de algo que yo hubiere escrito, y no tuve más remedio que mostrarle una selección de cuentos entre los que destacan la historia de una desdichada estrella de mar que mediante engañifas y amorosas simulaciones es hecha presa por dos gambas, quienes la devoran poco a poco aprovechando que la capacidad regenerativa de la estrella alargará hasta el infinito su tormento; o aquella en la que narro la estoria de un individuo en cuya cabeza habita una araña que teje y desteje insidias y paranoias con la su voz, continua y venenosa como fuga de gas; por no hablar de la voluminosa saga que hace glosa de la venganza de un moroso que, cazado por el tétrico usurero que le es acreedor, es decapitado y ha de ver cómo su mujer, aún por desposar, es secuestrada y obligada a cometer toda clase de aberraciones contra natura. No logró pasar del punto en que el moroso se cose la cabeza al cuerpo, recapitándose y haciendo así posible una revancha de dimensiones apocalípticas.
Es cierto que nada de lo que escribo, leído en voz alta, suena muy bien, y de hecho su voz se quebraba síntoma de que su espíritu se estaba asomando a un lado oscuro y horrible de la existencia por primera vez. La consolé como pude, pero a la media hora estaba en la gélida y puta calle y el marrón era de otro.