domingo, 22 de junio de 2008

Espíderman contra el Dr. Dios

Como no podía dormir he salido a rondar las azoteas. Llevaba largos años sin hacer más ejercicio que levantarme del sillón, bajar a la calle y desplomarme en el asiento del coche, por eso enseguida me he visto sudoroso y falto de resuello, áridos y escocidos los pulmones. Hormigueos de cansancio en las piernas y los brazos, amagos de agujeta, y es que ya no soy el gatesco espíderman que solía ser, peso más, de hecho una o dos tejas se han quebrado a mi paso, y cada dos por tres he de apoyarme en alguna antena de telefonía móvil para recuperar el aliento.

De hecho, tal es la debacle de mi forma física que por dos ocasiones estoy muy cerca de despeñarme azotea abajo y quebrar contra el asfalto o dura acera, escogorciándome con quién sabe cuántos cables, cuerdas de tender o semáforos en el a plomo trayecto. Sentado, jadeando al borde de la apoplejía, maldigo la cantidad de horas que el ordenador me ha tenido hipnotizado frente a él, por ocio o por oficio, me es igual. Atrofiando mis achacosos miembros, engrosando el bacon de mi panza. Puestos a servir, casi preferiría ser esclavo de los que construyeron las pirámides, que por lo menos sería fuerte como un búfalo, y no me vería en la obligación de ducharme cada día.

Pero no, soy un carraspeante treintañoso con el culo enmohecido y blandurrio de tanto tenerlo sentado. Lástima de juventú echada a perder, escombro humano, bípedo cascajo, expectorante y tan a menudo resacoso.

Si cogiera al culpable de todo esto, se iba a enterar… Como le agarre, que se prepare, me digo, y tan bien me hablo que me convenzo de no tolerar la estafa existencial ni un minuto más, doy una patada a la mesa y hago llamar al encargado.

Cuando con rostro serio el encargado se me acerca, juntas las manos en beatífica compostura y perfectamente ceñido por un chaqué sin una sola mota de polvo, me yergo ante mi mesa de tercera y grito colérico, poniéndome de puntillas y agitando el dedo enhiesto. Montando el pollo, vaya, esperando que quizá me salga gratis esta cena de mierda trufada de moscas, uñas y pelos retorcidos que han osado servirme en la mesa más cercana al baño.

El encargado, empero, delega su responsabilidad en esferas aún más elevadas. Me da la razón en todo como a los locos mientras me acompaña hasta la puerta, reverencioso, pródigo en sisisisís y loqueustedigas, pero no me quedo tranquilo hasta que no llama a la policía y denuncia al máximo responsable de toda cosa, o sea, a Él.

Él ve la tele en pijama, espatarrao cual Bertín Osborne en el cochambroso sofá de su casa. Tiene un bol de palomitas de microondas al lado, y el triángulo que normalmente luce sobre la cabeza cuelga del perchero, tras la puerta de su pisito de soltero. Se oye de fondo mi voz increpándole, ¡Vago! ¡Chapucero! ¡Maleante! pero no parece oír, mastica las palomitas una a una, asqueado de su divina existencia. No se percata por tanto de que la policía ha atendido la llamada denuncia, y desde una azotea, un experto riflista apunta con su rayo láser de luz ultracoherente, ese puntito rojo que mariposea por la pringosa pared de Su salón para posarse en Su frente.

Este riflista contiene la respiración y se concentra, a pesar de los molestos e insistentes susurros del compañero, Ahí, ahí.. Ahí le tienes… A pesar de ello digo, el fusilero enfoca todo su ser en el acto de francotirar.
Despeja su mente, se vuelve uno con su arma, con la azotea, con el edificio todo, y alcanza súbitamente la iluminación, desvaneciéndose con un plop para ir a dar con sus huesos en el nirvana.

Plan B.

Tipos escafrandados y armados hasta los dientes se descuelgan por la fachada y a golpe de ruda bota destrozan las ventanas y riegan de esquirlas Su salón, para encañonarle con armas automáticas e instarle a que ponga las manos sobre la cabeza, por más que Él replica que es ciudadano americano.

Si hay algo que me guste de Él, es Su ira. Por ello, cuando como buen héroe de acción empieza a repartir puntapiés y soplamocos e invocar plagas, tsunamis y seísmos, me regocijo y aplaudo en mi butaca. Y no sólo yo, el cine entero se vuelve loco cuando por fin coge en brazos a la chica y haciendo incómoda torsión le planta un beso que, si bien amenazaba lengua, seguramente ha sido recortado por la censura para dar paso a unos títulos de crédito que se atropellan en la pantalla para el general descontento.

Ya de vuelta en casa me siento en mi sillón y escucho una tertulia radiofónica al azar. No tardo en sentir la necesidad de hacer de vientre, y es durante este soltar lastre, vaciarme de heces, cuando caigo en la cuenta de que una vez más Se me ha escapado, distrayéndome como siempre con ilusionismos y fuegos de artificio. Es un maestro en este arte.

Tarde o temprano le agarraré, y me las va a pagar todas juntas. Aunque tenga que ser en su Juicio Final, y aduciendo daños y perjuicios, le voy a dejar desplumado, con un tonel por único atuendo.