jueves, 12 de junio de 2008

Estraperlo

Al día siguiente, domingo, no me dio la real gana de acudir a mi deber laboral. En su lugar me dediqué a pasear mis resacas y a dar tumbos por este sin dios de ciudad, dislate pandemonio donde llueve y hace sol sin que nadie haga nada por evitarlo, y abundan las paradojas incomprensibles que hacen de mi mente alfiletero.

Como la negrita que iba en el metro y no pude sino seguir, verde y vetusto. Era niña sin duda, pero tenía el cuerpo de hierro forjado, con un culo que se movía púgil al caminar y complexión general de amazona violenta y troncharrabos.

El jarro de agua fría no tardó en entrar al vagón, en forma de teutónica banda de rock esquínhead. Literalmente vikingos, mamotretos humanos junto a los que el mismo Conan parecería afeminado. Iban cubiertos de tatuajes, los cráneos exhibiéndose en agresivo rape, patillas descomunales como hacha de bárbaro, grumos musculares abultando su cuerpo todo. Sin contar con la estética hitleriana del pantaloncito corto y la bota asesina.

En realidad, cualquier mariquita puede pulir su atuendo e imagen para copiar este estilo. Lo que les hacía auténticos eran sus rostros de guerrero huno, faces acantiladas, narices garrudas, muy nórdicos pómulos, como puños de roca, dientes amarillos, retraída la encía, guerreros bárbaros, literalmente vikingos, ya lo he dicho, joder. Se bajaron no sé a qué en malasaña, quizá llevándose a la negrita como trofeo.

El caso es que, por no sacrificar mi domingo en aras del bien de la nave hundiente, me encuentro el lunes con el gesto asqueado y de perfil de la mi jefa. Al parecer la gentuza con la que me mezclé el sábado, guay de mí, no me ha aprobado como miembro de su clú. Me dice la inmunda mi jefa que me encuentran espantoso a la vista y al oído, que se me ve basto y nacido pobre. Y que encuentran sobremanera molestas mis ingeniosas bromas, ignorantes de que lo gracioso de hurgarse con ahínco el orificio ano para luego ir dando a oler el humillado índice es ver cómo arruga el gesto quien por sorpresa aspira estos sudores aceitosos de que está impregnado.

Así que, no habiendo tarea que hacer en la nave hundiente por cuya cubierta paseo mi laboral milla verde, he desembarcado pronto hoy, casi deseando mi manumisión completa, o la ruina y rompimiento del buque, puestos a soñar. Luego he entrado al supermercado a por lo único que gasto: atún y madalenas, y una vez al mes, papel higiénico.

El ambiente era sospechoso. La escasez se había enseñoreado de estantes, mostradores y vitrinas, y correteaban por ahí gran número de clientes, todos ellos cagaprisas y asustados. No sé qué pasaba si una huelga de camioneros o la burbuja inmobiliara, o un corralito, tal vez llamaban a filas para combatir al turco, o era que el Apophis había decidido que finalmente no podía tolerar este sinsentido despropósito ni un minuto más y había hecho derrape en plena órbita para abalanzarse obús sobre nuestras cabezas.

Estas ponderaciones habrían de variar mi lista de la compra, sin duda. Comida en conserva y munición en cantidades industriales. Pero como vivo en un país de maricas y bobalicones donde sólo los señoritos de montería pueden tener armas, lo más de que me podía surtir es de albóndigas en lata, que ya probare una vez y que a la larga hubieran supuesto un destino peor que la muerte.

Hice mi compra normal y salí a la calle, volviendo el cuello a cada rato, pero en vano. El cielo seguía sucio de nubes, sin que ningún cuerpo celeste se animara a desgarrarlas, y tuve que volver a mi destartalado hogar, a hacer tiempo mientras se me viene encima otro ridículo mañana.