Cada vez que cierro los ojos veo soldaditos japoneses abalanzándose hacia mí en un último ataque banzai, vociferando con total desprecio hacia su propia vida, empuñando el fusil como cuando ésto se hacía con lanzas, hambrienta la bayoneta de mi sangre y mis entrañas.
No siento las balas, a pesar de que alcanzan mi cuerpo, en el hombro, en la mejilla. Noto el impacto, pero no hay dolor ya. Puedo estar de pie en medio de una lluvia de metralla incandescente, sintiendo la brisa y sus tropezones de plomo, el olor a pólvora, el humo negro, la carne y los uniformes quemados. Es igual ya. Una cojera más, no importa, el peso del fusil en mis manos, sudadas, sucias de tierra y hollín. Huelen a pólvora ellas también, cuando las acerco a mi nariz y aspiro, intentando diferenciar este olor del resto de aromas de la batalla.
Qué bien hecho está el movimiento de los cuerpos. Creía que era un japonés, pero es uno de los nuestros quien, ya cadáver, resbala por un terraplén, rodando muy despacio. Su cara sucia y vacía de vida, su mirada perdida, hueca.
Otro balazo en la cabeza, como una colleja, molesto, y tengo que responder al fuego enemigo, se abalanzan, uno tras otro, llega a ser aburrido, pero no puede uno distraerse del todo, si se acercan mucho a ti el fierro de su bayoneta sucia muerde tu carne, y son heridas feas que escuecen muy dentro y por mucho tiempo. No como las balas, el plomo quema y purifica la carne, y herida hecha, herida cauterizada. Peso más, ahora que he incorporado tanto metal a mi organismo. O a lo mejor es que me hago viejo, el caso es que me cuesta caminar, no sé hacia dónde, me sentaría a descansar, a dormir, pero si te paras en un sitio mucho tiempo acabas saltando en pedazos. Hay que andar con mucho ojo, por aquí, nunca ir el primero, no meterse en las madrigueras de esta gente, ni siquiera cuando creas que están todos muertos, porque seguro que alguno sólo agoniza y aún tiene fuerzas y el tiempo justo para quitarle la anilla a sus granadas, y se muere ya del todo sonriendo, sabiendo que no va solo.
No entiendo qué pasa. Hace mucho calor en esta isla. Apunto a una figura que se mueve y disparo, bum, la detonación resuena en mi cabeza y pecho, el ácido y goloso olor a pólvora, los brazos cansados de aguantar el fusil, el hombro derecho magullado, amoratado por los continuos golpes de culata. No le acierto, es igual, porque es uno de los nuestros, que corre a colocar no sé qué bandera en lo alto de la colina, será que hemos ganado. No hago mucho caso, no paro de mirar lo bien hecho que está el movimiento del amigo cadáver que resbala terraplén abajo.