El evento al que debía acudir a pesar de ser fin de semana resultó ser tan puta mierda como parecía.
Hube de ir en avanzadilla a primera hora de la tarde para recoger las acreditaciones, y de camino cavilaba, tentado de hacer alguna felonía, como substituir las fotos que en ellas figuraban por otras más joviales, que no en vano soy hábil en fotoshopías y demás artes falsificatorias. De hecho, afronto con serenidad y templanza mi inminente manumisión porque estoy depurando esta técnica y me veo en breve capaz de imprimir mi propio dinero.
Sólo tuve tiempo para decidir que al comodoro timorato le pondría como foto carné la imagen de un culo encorbatado y muy serio, porque enseguida me encontré a las puertas del hotel do habría lugar el evento. La impresión fue letal. Jamás había hollado yo hall alguno que desprendiere tal tufo a lujo y decadencia, todo brillaba, acomplejando al visitante, haciéndole sentir sucio cagarruto. Me extrañó que no acudiera al punto el ordenanza, para rogarme que por favor abandonara el lugar sin montar una escena. Imagino que les habrían puesto sobre aviso, y que tendrían orden expresa de tolerar el infame aspecto y los hedores de que, como todo el mundo sabe, hace gala la execrable gentuza del cine.
Esperé al ascensor admirando un buda hecho de oro que sonreía junto a mí, feliz estatua que celebraba no ser cosa viva y aún así valer más que un país africano cualesquier. El ascenso en el elevador fue un tanto tenso, pues hube de hacinarme con dos afeminados y tres italianos que, según insistieron, no iban juntos. Todos obscenamente ricos como se podía adivinar por su atuendo, maneras y sulfuroso olor.
Cuando por fin salí no sólo cargaba las cuatro acreditaciones que había venido a recoger, con sus respectivas guías y folletos, sino también una horrenda sensación de haber sido vapuleado y vencido en lo moral. ¿Qué lugar poderoso era aquél, qué arteria del Mal, luciferino cónclave donde habría de empezar la noche en dios sabe qué compañías?
Pues bien: nada de esto.
Primero: el hall del hotel era lo único aturullante de aquel edificio, seguramente hubo de consumir gran parte del presupuesto y cuando los hacedores del susodicho Buil Ding cayeron en la cuenta, sin duda rehicieron los planes conforme a un estilo más austero. Lúgubre, cabría incluso decir, pues no otro calificativo convenía al salón subterráneo donde tenía lugar el cóctel.
Segundo: La gente grasienta, ungida en aceites, eminentemente afeminada, falsaria, frívola, untuosa, oleabunda, sucia la piel merced a los rayos U. V. A. , pringosa de maquillajes y otros afeites, de pechera impúdicamente abierta y tan pronto depilada como harto velluda, collares y medallones grotescos, gafas pastúceas de extravagante forma, atuendos que más parecían experimentos de papiroflexia, maneras raras, muy muy raras, sospechosas en extremo aunque no acabe de saber por qué. Cóctel de edades, razas y nacionalidades, cóctel selecto eso sí porque lo cierto es que no vi ningún negro o latino similar a los que pueblan mi arrabal. Se conoce que no son gente de dinero… Pero los que estaban, eso sí, todos mezclados, el italiano de hiperbólico pijerío con el ucranio cincuentón y obeso que engullía de su plato de plástico, sentado en un rincón, famélico y ojeroso después de no sé cuántas horas de vuelo.
Tercero: La comida. Del todo inapropiada para un evento que pretendíase ostentoso. Yo que iba allí dispuesto a blasfemar y volcar bandejas de ridículos aperitivos a patadas, ¡me encuentro con una enorme paella, salchichas fritas y pinchos de morcilla! Incluso creo que circuló una bota de vino y una tapita de choricitos a la brasa. Este menú de merendero sindical pillóme por sorpresa y dejóme dislocado, incapaz de reaccionar con mi intolerancia y violencia habituales.
Háse visto en muchas ocasiones que en juntando la suficiente cantidad de vendedores en un solo recinto, al poco rato se encuentran éstos exudando su maldad y su cudicia, las cuales es inevitable respirar. Gran parte de ellos estaban además cansados, resacosos y con el rostro abatido, de modo que despedían un aroma si cabe más penetrante, pero aún así bebían y se preparaban para salir en comitiva. Primero un bar atestado donde enseguida me hice un hueco en la barra y pedí un Singapur Sling, bebida que no había probado jamás pero que me sonara de una de las novelitas del señor Toshiba. De haber conocido antes su infecto sabor no la hubiere pedido sino que habría organizado una benéfica colecta de firmas exigiendo la abolición de tan repulsiva mezcla y el exterminio de sus creadores.
Escupía como digo acodado en la barra. Pululaba a mi alrededor diversa gentuza, repugnantes todos ellos menos una coreana de poderosa mandíbula cuya foto dicho sea de paso puedo buscar. De no ser por esta mujer con fauces dignas de escualo yo me habría ido a la primera de cambio, pues la mi jefa tosía crápula desde un rincón del antro, y el cipote substituto charlaba con no sé quién, visiblemente afectado por la cocaína.
Luego hubo otro bar, donde merced a la influencia de un tipo bastante raro que venía con nos, abrieron una sala privada.
Cuarto: La sala privada. Una ratonera, sórdido cuartucho sin ventanas ni música ni bebida donde nos encerraron bajo llave, por si venía la policía. A la media hora hubo varios que sufrieron sofocos y vahídos, y hubimos de aporrear fuertemente la puerta y gritar auxilios que nadie parecía oír. Temiendo que la falta de oxígeno tuviera consecuencias fatídicas, los más aguerridos resolvimos echar la puerta abajo, acometiendo con hombría y de cabeza.
Cuando por fin escapamos de aquel fraude, acabamos en un último lugar donde la coreana de feroz mandíbula se dio por fin cuenta de que yo no era víctima potencial de alguna de sus estafas, y al punto desechó su sonrisa y me dio la espalda. A los otros les perdí ya del todo y me puse a perseguir a una mocita despampanante que reía ingenua cuando la quemaba con la brasa de mi cigarrillo. Desafortunadamente, el pincho de morcilla me hubo de repetir en el peor momento, y entre el tufo de mi regüeldo se desvaneció la posibilidad de arrimarme a tan excelsa criatura.