Estimado Barón Von Studebacker,
Me pongo en contacto con usted para comunicarle una información de extrema gravedad, y para excusarme al mismo tiempo. En las condiciones en las que me encuentro no me es posible acudir al inminente simposio que usted, tan amablemente, me había ofrecido presentar. Temo que tendrá que buscarse a otro para el discurso inaugural, y bien puede entregarle a este substituto los galardones que me había prometido, incluida la dotación económica correspondiente (la cual me pareció paupérrima desde un principio, debo decir).
No crea que no agradezco el reconocimiento que su sociedad me ha profesado desde hace décadas. Soy consciente de que sin el respaldo de su organización mis teorías no habrían sido aceptadas por la comunidad psiquiátrica con tanta rapidez. Desde muy joven me interesé por los entresijos de la mente humana, y quizá sin su ayuda hace mucho que habría desistido de mis intentos, en lugar de consagrar toda mi vida a la penosa aunque sublime tarea que supone teorizar acerca de los insondables misterios de la existencia.
Como usted bien sabe he atendido a centenares de pacientes a lo largo de mi carrera. Sin embargo, el núcleo de mis teorías se ha basado siempre en un grupo relativamente reducido de no más de treinta individuos, algunos de ellos aparentemente sanos, otros aquejados de terribles y asombrosas dolencias mentales. El germen de dicho grupo de estudio, como recordará, procede de mis primeros trabajos en la residencia Glöppeblotz, donde recluté a una docena de pacientes a los que he seguido estudiando durante años, y a los que a lo largo del tiempo he añadido cuantos casos me han parecido interesantes.
Pues bien, recientemente he descubierto que ninguno de ellos padece realmente los problemas que dice tener. Están todos confabulados con el solo fin de hacerme elaborar absurdas teorías e hipótesis, y se juntan todos para reírse de mis elucubraciones y planear el siguiente disparate. Empecé a sospechar una tarde en mi consulta, cuando desde mi despacho oí hablar entre susurros a dos pacientes que aguardaban turno en la sala de espera. Apliqué el oído a la puerta, pues sus risitas me sorprendieron sobremanera, y dado que en un principio quise darles el beneficio de la duda, en sus respectivas sesiones indagué con mi sutileza e ingenio habituales, tratando de averiguar si se conocían y tal vez mantenían una amistosa relación. Sus reacciones me parecieron en extremo sospechosas, así que decidí seguirles, y con indecible asombro descubrí que efectivamente se reunían con el resto de componentes de mi grupo de estudio en un semisótano pobremente iluminado.
Allí pude ver cómo estos dos pacientes daban cuenta del contenido de sus sesiones, para el general regocijo. A continuación uno de mis pacientes más antiguos les propuso un par de sueños absurdos y traumas de la infancia, que habrían de ser material para futuras sesiones. La reunión concluyó con la lectura de mi último artículo "Delirio especular, una aproximación heurística", que les hizo llorar de la risa. Entrechocando sus jarras de cerveza, ovacionaron al individuo que deliberadamente me había inspirado dicho trabajo sin yo saber que todo aquello no era más que una farsa miserable.
Ya en mi gabinete deduje que todo debía ser obra del primer núcleo de pacientes, aquellos a los que traté en la residencia Glöppeblotz. Sin duda habían ideado la broma durante aquel primer retiro, y la habían mantenido a lo largo de los años, asegurándose de incluir en la pantomima a todos aquellos pacientes que yo iba sumando al grupo.
Creo que es usted muy capaz de imaginarse el pavor que me invadió cuando recordé que mi joven esposa fue a la sazón y en su momento mi paciente, parte también de este grupo de estudio. Dado que nunca me ha dado a entender que estaba siendo engañado, sólo puedo colegir que ella misma forma parte de esta sórdida estafa.
He repasado mis primeros trabajos, comprobando con estupor que absolutamente todos están basados en sucesos, conductas y sueños fingidos por estos individuos. Debe usted saber que todos y cada uno de mis siete tomos, cuatro ensayos y centenares de artículos, que a su vez han inspirado el trabajo de miles de psiquiatras en todo el mundo, se basan en la broma de la que he sido objeto.
He mandado a mi joven esposa a nuestra residencia de verano, so pretexto de preservar su piel de posibles ajamientos provocados por el aire seco del otoño vienés. He arrancado todo el papel de pared de mi gabinete, en busca de orificios por los que pudiera estar siendo espiado, he repasado los planos de mi caserón y he comprobado si realmente se ajustan a la distribución de mis corredores y estancias, temeroso de que hubiera alguna habitación secreta. Me he afeitado el cabello y rehúso lavarme. Estoy agotando a marchas forzadas mis reservas de cocaína inyectable para mantenerme despierto, pues sospecho que esta banda de tahúres se dispone a aprovechar la guardia baja del sueño para robarme los pensamientos y servirse de los mismos en su mascarada. Cuando me abandonan las fuerzas y me sumerjo en las algodonosas brumas de la duermevela, puedo notar claramente una mano etérea, como de gasa, que se introduce por mi nuca y hurga el interior de mi cabeza con sus espectrales y gélidos dedos.
Como comprenderá, en semejantes circunstancias me es imposible ejercer el eminente papel que usted espera de mí. Me dispongo a abandonar mi caserón familiar, y le ruego comprenda que no puedo darle más detalles acerca de mi destino. Respecto a usted, mi querido Udo, creo recordar que su familia posee tierras y plantaciones en Luisiana, de modo que por favor acepte este postrero y fraternal consejo, y esfúmese sin dejar rastro.