martes, 2 de marzo de 2010

¡Ay!

Todo empezó justo antes de cerrar la puerta de mi casa, en esa ya habitual demora que tengo que tomarme cada vez que salgo a la calle y, en el mismo umbral, la gata insiste en explorar el descansillo. Me veo obligado a empujarla con el pie para mantenerla a raya, con el tiempo he ido depurando la técnica: sitúo mi pie bajo su panza y entre sus cuatro patas, de manera que con el empeine puedo levantarla y arrojarla al interior de mi casa cómodamente.

En esos segundos de más que me lleva salir, digo, la puerta del vecino se abrió, y tras ella una señora mayor permaneció en cambio cerrada, cerrada y sonriente. A esta mi vecina yo la había visto sólo una vez, y de pasada (si no contamos las veces que la he visto entrar y salir de casa a través de la mirilla, esas tardes tontas en las que me aburro y no sé qué hacer, y el sonido de unos pasos subiendo las escaleras promete sorpresas y nuevas emociones que luego quedan en nada) Insistente, preguntó si me molestaba la música que ponían a veces, sobre todo su marido, quien al parecer gusta de escuchar no sé qué conciertos a todo volumen, y es cierto que alguna vez lo he oído, pero no me ha molestado nunca e incluso me parece un hábito a celebrar, y así se lo pinté a la señora, muy educadamente.

La cosa no se alargó mucho más, yo pregunté si tenían piano, ella me dijo que no, y que decía lo del ruido porque una anterior inquilina les había protestado (¡Sin duda una loca, una alienada! – repuse yo) y después de aquello habían mandado insonorizar las paredes, y es cierto también que si algo tiene de bueno mi destartalado hogar es el silencio, una ausencia total de vibraciones acústicas en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido. Ese aire, completamente quieto y seco, estéril, incapaz de transmitir sonidos, flotando inmóvil en mi salón; pesa como si fuera de piedra. Ese aire, ese silencio me llena de horror, por eso tengo prendida la radio todo el rato y la verdad es que no me entero si los vecinos ponen música. A veces pienso que de hecho serían los vecinos quienes debieran tener motivo de queja, no tanto por la música, que no pongo muy alta, sino por la pornografía, que sí me gusta escuchar a la máxima potencia.

Total, que ni ellos ni yo teníamos queja alguna, así que nos despedimos poniendo fin a aquel orgasmo de urbanidad, civismo y buenas maneras. Sólo más tarde caí en la cuenta de que en un momento de la conversación me había llamado por mi nombre de pila, a pesar de que jamás hemos sido presentados formalmente y yo de hecho no conozco el suyo. Esto no sería del todo preocupante, si no fuera porque se había referido también a actividades muy concretas que suelo llevar a cabo en mi salón (le preocupaba que sus conciertos las interrumpieran) y de las que no sé cómo estaba al tanto.

Porque una cosa es que sepa mi nombre (basta leer los buzones, o preguntar a cierto vecino metomentodo y lenguaraz), y otra muy distinta es saber cómo paso las tardes, lo cual sólo se explica en buena lógica concluyendo que estoy siendo observado y tal vez monitorizado. Después de todo, una de las paredes de mi salón da a su casa, y no sería raro que después de sesenta y quién sabe cuántos años de reclusión hogareña este ama de casa haya sucumbido a sus más bajas pasiones y se dedique a espiar lasciva al joven vagamente apuesto que aquí escribe, que para ser sincero ya ni es joven ni es apuesto, aunque la vagancia le queda toda.

Por eso apago las luces por sorpresa, esperando ver algún delator hilillo de luz procedente de esa pared, o mejor dicho de un hipotético y diminuto agujero practicado en el muro, a través del cual fuera espiado, pero nada. Revuelvo todos y cada uno de los libros y desmonto los anaqueles de la estantería que se apoya contra el tabique en cuestión, no vaya a estar el orificio espía camuflado en alguna moldura, pero todo es en vano. Ya no puedo masturbarme con comodidad, porque siento un ojo invisible fijo en mí, un ojo empañado de geriátrica lujuria.

Esta carencia de alivio sexual resulta extremadamente perniciosa, ya que como todo el mundo sabe el esperma que no es expulsado se acumula en el interior del organismo, pudiéndose formar coágulos de semen en el cerebro, muy peligrosos y difíciles de extirpar una vez arraigados. Antes de que mi sereno juicio se vea nublado por estos cirros lefáticos, resuelvo pasar a la acción: prepararé una emboscada en el descansillo y haré de esta señora mi prisionera, para no soltarla hasta que confiese.

¿Pero por qué escribo en futuro si la tengo aquí a mi lado, amordazada y atada a una silla? Me ruega que le quite la mordaza, insiste en hablar; había pensado torturarla un poco, hasta sonsacarle nada más, pero parece ansiosa por darme una explicación, parece tener una razón sólida para conocer los detalles de mi vida y mi casa.

Y confiesa.

Según su lacrimógena versión, se trata de cierto amorío de juventud que una vez me despechó de malas maneras, con la idea de no volver a verme jamás. Naturalmente y como yo entonces ya me figuré, se acabaría arrepintiendo, aunque hubieron de pasar para ello largas décadas, concretamente cuatro. Según su lacrimógena versión, el día 4 de marzo de 2039, lunes para más señas, tuvo lugar esta revelación, merced a la cual vio claro que sólo a mi lado había logrado ser feliz. Lamenté haber vendido el calendario perpetuo, que me hubiera servido para corroborar su versión (dudo mucho que el 4 de marzo de 2039 caiga en lunes) pero seguí escuchando su melancólica diatriba.

Por fin arrepentida, había encontrado el modo de viajar atrás en el tiempo hasta el momento en que nos conocimos. Llevaba desde entonces espiándome, sin dar señal alguna de vida, ya que de haber interferido habría cambiado el curso de los acontecimientos dando lugar a una paradoja, como todo el mundo sabe. Por eso había esperado hasta que nuestros caminos se separaron completamente, dedicándose en el entretanto a observarme desde una prudente distancia, para recopilar información acerca de mi vida cotidiana, y sin dejar jamás de idolatrarme con fervorosa y recogida devoción.

Sabiendo desde el principio cuál acabaría siendo mi destartalado hogar, se había hecho con la casa contigua, y llevaba desde entonces esperándome, contando los años, haciéndose amiga de todos los anteriores inquilinos, invitándoles a té y pastitas para que éstos le devolvieran la invitación, buscando así ocasión de pasearse por la que sólo con el tiempo sería mi casa.

Cuando por fin, según su lacrimógena versión, se había animado a abordarme, su idea era entablar conversación y eventualmente seducirme. Era, ha dicho con las mejillas arreboladas, su pequeña fantasía: a sabiendas de que no sabría reconocerla, tenía pensado cortejarme como si fuera la primera vez, como si se hubiera hecho borrón y cuenta nueva.

Yo le he dicho que es imposible que fuera mi amor de juventud, que no se le parecía en nada, que estaba vieja, y decrépita, y luego le he puesto una bolsa de Carrefour en la cabeza y la he asfixiado.

Una de esas bolsas nuevas, biodegradables.