viernes, 12 de marzo de 2010

Aquel imbécil

Aquel imbécil decidió que la manera de resolver el problema del cambio climático, al menos en lo tocante al derretimiento de los casquetes polares, era subir el punto de fusión del hielo, de modo que éste se derritiera no a cero, sino a cinco grados centígrados. Bastaba con diluir en agua corriente la cantidad justa de un compuesto químico determinado y sentarse a esperar a que esta solución se distribuyera uniformemente por todo el planeta. Es cierto que así se evitó la subida del nivel del mar, pero lo que aquel imbécil no supo prever es que, una vez conseguido este ligero aumento de la temperatura de fusión del hielo, las nieves de las montañas tampoco se derretirían, de manera que el caudal de los ríos a la larga ha acabado siendo menor, disminuyendo así la cantidad de agua potable y provocando terribles sequías y hambrunas. Dado que, por una parte, los océanos fueron recibiendo cada vez menos agua de los ríos, y por otra, su evaporación continuó al mismo ritmo (si no mayor), se comprende fácilmente cómo fue que el nivel del mar, en lugar de subir y anegar miles de ciudades, descendió, retirando la línea de costa varios centenares de metros, kilómetros en algunos casos.

Es verdad que este aumento de la superficie costera generó muchos puestos de trabajo, pero lo que este imbécil no pudo ni de coña prever fue que un pico en la actividad electromagnética solar provocaría como así fue una exótica recombinación del compuesto soluble con el que se había subido el punto de fusión del hielo, y que a estas alturas era ya parte integrante de cada gota de agua del planeta. Esta exótica recombinación provocó que el líquido elemento solidificara instantáneamente en todo el globo, pero no en forma de hielo, sino de una especie de vidrio o cristal tibio, parecido al metacrilato pero extremadamente duro y cortante, incapaz de fluir, derretirse o evaporarse.

Como cabe imaginar, aquello fue un desastre a escala mundial:

Barcos encallados en un mar de vítreas colinas, coronadas por espuma de cristal, tripulaciones abandonadas a su suerte, recorriendo desorientadas y en penoso éxodo esta inacabable extensión de dunas traslúcidas y reflectantes que acaban por causarles ceguera permanente y abrasión en sus pies descalzos.

Nadadores atrapados en ríos, lagos y estanques, pidiendo ayuda a gritos, pidiendo ser libertados, pero sólo el eco de los valles responde, ni siquiera el pescador acude en su auxilio, ha tenido que romperse los tobillos para poder sacar los pies del agua, que apenas le cubría hasta la espinilla, y se arrastra como puede ladera arriba.

Buceadores condenados a la asfixia en una tumba de cuarzo, congelado su movimiento en el acto de comprobar el nivel de oxígeno, congelado en una fotografía claustrofóbica. A doce metros de profundidad este agua solidificada no aguanta el peso del agua que hay por encima, a doce metros de profundidad se resquebraja, se estratifica, por eso he dicho que su tumba era de cuarzo, porque entre las grietas y el modo extraño en que la luz se refracta ahí abajo apenas entrevé el coral, las anémonas, los erizos y los peces payaso que morirán con él en el arrecife, pero no tiene problemas para seguir comprobando el nivel de oxígeno y llevar la cuenta atrás perfectamente.

Bebedores ahogados por su propio trago, solidificado a medio camino. La gravedad no depende del líquido en sí, ya que cualquier bebida contiene agua, sino de lo largo que haya sido el trago: hay quien sólo ha dado un sorbito y, aunque a duras penas, consigue vomitar la amorfa pelota de cristal que amenazaba con asfixiarle, pero el que engullía como si no hubiera mañana ve castigada su ansia con un tramo de vidrio que ha adoptado la forma de su tráquea, su esófago y parte de su estómago, y que ahora se mantiene rígido, obstruyendo el paso de aire, hasta que la falta de oxígeno provoca espasmos y convulsiones que causan la fractura del cristal y la subsiguiente carnicería interna.

Individuos que en pleno disfrute de su ducha se ven súbitamente apresados en una diabólica maraña de volutas cristalinas y, temerosos de romper su prisión y hacerse la carne jirones con las esquirlas, permanecen inmóviles hasta consumirse.



Y la lista sigue, pero es la lista de los afortunados, lo verdaderamente agónico ha sido estar en seco y sentir ese ochenta por ciento de agua que compone el propio cuerpo cristalizando, y no hablo de agujetas generalizadas, hablo de carne desmigada y quebradiza,
huesos de fractura fácil, que al partirse suenan pastoso, como al partir chocolate,
saliva formando una jaula interna en la boca,
líquido lacrimal apresando el ojo como un cepo,
una incómoda y pétrea pelota por vejiga,
el líquido del oído interno solidificado, anulando el sentido del equilibrio, y en consecuencia provocando la estrepitosa caída y rompimiento de todo el que no estuviera sentado o tumbado.

Claro que para éstos, para nosotros, tampoco ha sido mejor, porque respirar se ha convertido en un acto imposible de puro áspero y pesado, y es como si la sangre, en lugar de fluir, hubiera coagulado en las venas, espesa, cuajada de gotas de este vidrio tibio. Como en una morcilla, una morcilla en la que en lugar de arroz hubiera pequeñas cuentas de cristal, un collar de perlas corriendo por mis venas.