Apenas entré en el coche busqué desesperado el emepetrés, que así escrito suena a saltapatrás, a abrazafarolas, a quíteme allá esas pajas. Conectélo a mi aparato radio con precario cablerío, que a ratos rompe el sonido con chasquidos y carraspeos, y palpé los botones a tientas al tiempo que arrancaba el motor, para hacer sonar el bello tema principal de El Resplandor. Sus ominosos y atenazantes gemidos inundaron mi vehículo y distribuyeron calma por mis venas pustuladas, pude por fin respirar, volver a mi tormentoso ser, el cual me había visto obligado a castigar al rincón de mi cabeza.
Venía de la que hasta ahora ha sido mi primera experiencia comercial, corrupto simulacro de la interacción humana. Una reunión entre mi lúbrica y carnal jefa y otra envra que venía a vendernos espacio publicitario en una revista, y era de sensualidad algo más basta, pero igualmente viva y follable, al menos en mi tarada cabeza de abstinente y pajillero. Se confesaba madre reciente, condición que siempre me hace pensar en placentas desgarradas, licuores vitales desparramados, presas rotas y mareas desbocadas en cuyas aguas van arrastrados pequeños y arrugados seres que chillando demuestran justísima indignación por haber sido convocados sin previa consulta a esta aburrida vida de humano. Pero no traía al hijo, por motivos obvios habíalo abandonado a su suerte en alguna guardería que como nos contó consumía gran parte de su sueldo y la obligaba a emplearse con aún más ahínco y sacrificios, en lo que no dejaba de ser un magnífico ejemplo de la habitual esquizofrenia urbana.
Yendo para allá tuve ocasión de hacer de chófer de mi jefa, la cual no ocultó su escándalo al ver una imponente hez aviar en el centro mismo de mi capó. Era éste truño monumental, digno de cóndor, qué digo cóndor, ave Roc o incluso pterodáctilo; desaprensivo plumífero en cualquier caso que tuvo a bien la noche anterior posarse sobre la farola que hacía sombra sobre mi coche, para descargar sobre él el fruto de sus entrañas, fruto que, una vez petrificado, dio en arraigar sobre la pintura convirtiéndose en un magnífico coprolito que no había forma humana de limpiar. No es que me esfuerce sobremanera en la higiene de mi vehículo, pues pienso que el polvo del camino honra a la bota que lo ha hollado, pero viendo el gesto de repulsión que agarrotó la cara de mi jefa, me avergoncé, debo decirlo. El caso es que de camino tuvimos una serie de confidencias, por las que me enteré que mi jefa planeaba abandonar el buque hundiente, decisión ésta de lo más juicioso, considerando lo dudoso de su futuro. La adulé sin asomo alguno de escrúpulo, asegurando que se la echaría en falta por su ingenio y saber estar. Pero en mi ínterin atesoré esta información, pues parecióme valiosa y útil. No sé aún cómo, pero seguro habría de servirme para urdir la treta que andaba planeando, ardid éste por el que el Comodoro Timorato sería pasado por la quilla y que me serviría para lograr manumisión.
Una vez aparcados y llegados a la reunión apenas hablé. El grueso de mis energías concentrábanse en componer gesto amable y comprensivo, apuntalar la sonrisa y asentir maquinalmente con la cabeza a un ritmo que casi cronometraba, mientras bajo la mesa, a salvo de miradas indiscretas, me toqueteaba el bubón de la ingle, ponderando un hipotético cambio en su tamaño. La mi jefa llevaba la voz cantante y hábilmente guiaba la conversación hacia su meta: conseguir de la madre reciente un favor que nada tenía que ver con el supuesto propósito de la reunión, la presunta compra de espacios publicitarios en una revista para cineastas y otros afeminados. Venía así la madre engañada, y compadecíme de ella, pues además había equivocado la dirección, llegaba tarde y escasa de aliento, y veíase obligada a hablar en un idioma extranjero. Parecióme además que realmente nos tenía por amigos, ignorante de que teníamos órdenes expresas de no aceptar ninguna de sus ofertas y en cambio conseguir mediante ardides y engañifas que nos hiciera una determinada gestión.
Bien pensado, esta situación erizada de dobleces debería ser el sueño de un paranoico como yo, que acostumbro a manifestarme de una manera contraria a mi carácter de natural aberrante, sirviéndome de pantomimas y simulaciones por las que finjo normalidad y solvencia. Pero odio que lo hagan los demás. Tengo gran estima a la mentira, y es éste afecto sincero y de toda la vida, por eso me incendian los celos cuando veo a otros servirse ocasionalmente de mi amada como cruel herramienta con la que hurgar en el alma humana y extirpar cosas della.
Debo admitir además que me invadía una cierta frustración. Yendo a esa reunión habíame asaltado el temor de que mi jefa me insinuara algo con perfidia, desde el asiento del copiloto: Mostrarme seductor, ofrecerme carnalmente a la otra en sórdido mercadeo. Y si llegara el caso: Satisfacer por tanto a esta madre en cualesquiera forma que tuviera a bien desear, por depravada y blasfema que fuere. Estas esperanzas fueron como digo frustradas, pues el encuentro se resolvió con medias tintas y descafeines de lo más civilizado. ¿Era aquella la pecaminosa bohemia de que la farándula presume? Yo que me esperaba un pandemonio de vicioso y truculento desenfreno, me encuentro tomando café a media tarde frente a una sancta mater de brevas caídas. Vivo convencido, y cada vez más, de que poco se puede esperar de este mundo de mediocres y timoratos, ignorantes de la gravedad de la vida. La prudencia no es más que un ir tirando, es en la desmesura donde se encuentra el genio verdadero: he aquí por qué Tejero fue y será un ridículo, mientras que el Coronel Kurtz es ya una leyenda intemporal.
Luego, ya aparcado el coche, calmado el espíritu merced a la tonadilla antes mencionada, de vuelta en suma a mi cabeza; me descubrí siguiendo un portentoso culo de jóvena que caminaba sostenido por piernas dignas de gacela, animalesca imagen que venía subrayada por el pelo ocre de sus botas de corte medieval, y rematada por una coleta rubia y respingona que saltaba con donosura al ritmo de su trote juvenil. Conjunto éste que como cabe suponer produjo fuego devastador en mis entrañas. Invadido el bajo vientre por el impulso bárbaro de tomarla al asalto, recorrí empero el camino habitual de vuelta a casa y la perdí de vista en una esquina, mediocre ciudadano yo también.