Hacía tiempo que no salía a beber por los sórdidos arrabales de esta urbe católica y putrefacta, pero no pude posponer por más tiempo mis deberes para con amigos de muchos años atrás que, habiéndome reclamado en infinidad de ocasiones y habiéndoles yo hecho el vacío cuántico no cogiendo sus llamadas, se veían tentados de aborrecerme de una vez por todas. Era ésta circunstancia que yo no puedo permitirme, pues si un día tiene lugar mi ansiada manumisión y me veo en la gélida y puta calle habré de recurrir a estos individuos, que son mi único contacto con la sociedad de los humanos. Jugaba así vilmente mis cartas, infectada mi conducta por el morbo mercantil de que me rodeo a diario, sin sospechar que mi ruin actitud veríase recompensada sin merecimiento ninguno.
Debí sospechar que aquella noche me deparaba sorpresas porque, en aquel lóbrego descampado donde dimos cuenta en total de seis litronas, compartiendo salivas y otras mononucleosis, y comimos de un mismo plato de plástico e indistinta cuchara, la novia de un amigo me pidió que le diera de la misma como se les da a los niños chicos, haciendo el avión, con el morboso temblor que eso produjo en mi bajo vientre, pues no era esta novia un niño chico precisamente, sino una hermosa y carnal mujer cuya exótica e incuestionable belleza no describiré, por temor de que el interfecto novio lea estas líneas y resuelva darme muerte.
Entonces no di mayor importancia a aquel augurio. Más adelante, en otro lugar y habiéndonos dejado ya la pareja, pero estando yo acompañado aún por uno de estos amigos de muchos años atrás, se nos unió otro de no menor antigüedad y peculiar carácter, quien vino acompañado de dos desconocidas. No tardó en agregarse un simpático que pasaba por allí y peroraba verborreico.
Naturalmente mi atención se centraba en las dos desconocidas, quienes despertaron mi aletargado impulso sexual, que antaño fuera mi único norte y hogaño parecía desperezarse y bostezar felino, abrir los ojos por primera vez en mucho tiempo y disponerse a retomar su posición privilegiada en mi cadena trófica particular. Una de ellas era una hermosa indígena que pilotaba una silla de ruedas, mientras que la otra, estando en disposición de utilizar todas sus extremidades, tenía también moruna la tez, y negros los ojos y el pelo.
Cuando sí debí atar cabos del todo fue en el momento en que el amigo de no menor antigüedad y peculiar carácter inclinóse sobre la silla de ruedas de la hermosa indígena y besóla en los morros. Es cierto que este amigo no es de muy elevada talla, pero aún así había de agacharse para alcanzalle la boca, y componía una sugerente imagen, apoyando las manos en los reposabrazos del asiento vehículo en síntoma de intimidad.
El caso es que bebimos durante un rato, en el que la otra desconocida hizo pedazos un folio y, utilizándolos a modo de viñeta, dibujó en ellos una historia de la que apenas retengo gran cosa. Reparába más bien yo entonces en lo aniñado de su aspecto y voz, ponderando la posibilidad de someterla a intenso fornicio. Una de mis taras personales es que tengo debilidad por aquella gente que se conduce como si jamás hubiera conocido las inmundicias humanas y consigue hacerme olvidar, por un momento, que habitualmente me muevo entre idiotas. Resultó no ser ella natural de allende los mares, sino cacereña, pero tenía el acento raro y en los tiempos que corren lo cierto es que ya no sabe uno a qué atenerse. No es que me importe, claro, y menos entonces: embriagado mi correcto razonar por garrafones y otras espirituosas heces, veía tambalearse mis votos de abstinencia y hacer aguas mi vocación de pajillero.
Resolví armarme de paciencia y esbocé en una servilleta la que de toda la vida ha sido mi estrategia para la seducción: pedir un whisky tras otro y esperar a quedarme solo con la hembra de turno, para tomarla por sorpresa y previsiblemente ebria. Milagrosamente, esta vez la táctica dio resultado y nadie se la llevó en el entretanto. Es verdad que los otros no mostraban mucho interés, uno a uno se fueron yendo, el amigo empujando la silla rodante de la otra, y aún así hube de esperar a que desapareciera de escena un tipo bangladesí de cómico acento que apareció de no se sabe dónde; pero el caso es que por fin quedamos solos, caminando por la calle, y tras un intercambio de miradas que hacía evidente lo que estaba por venir, no me costó mucho aferralla las carnes y gruñir lascivo para acabar lamiendo la lluvia de su cara.
La vuelta en el primer metro de la mañana no fue todo lo romántica y algodonosa que cabe suponer. Ya dije en otra parte que tengo a bien vivir en un barrio de negros y latinos, quienes gustan como nosotros de salir por la noche a corroerse los hígados, y que también vuelven en gran número en el primer metro de la mañana. Siendo mi partenér moruna y de pelo y ojos negros, tomábanla por compatriota suya, y encontraban en extremo afrentoso que viajara en mis rodillas y se retorciera lúbrica. El silencio en un vagón en marcha es imposible, pero aún así me parecía que los gemidos que emitía ella se propagaban hasta el último rincón, provocando unas miradas en el resto de los viajeros que nada tenían que envidiar a la estampa que ofrece un pelotón de fusilamiento.
De todos modos llegamos por fin a mi destartalado hogar, y fingiendo erótico juego, tapé sus ojos para que no viera la inmundicia en que vivo y no se espantare hasta estar ya atrapada en mi sórdida alcoba. Allí procedimos al carnal ayuntamiento, con los desastrosos resultados que a continuación enumeraré.
Bueno, en realidad se resumen en éste: me fue imposible mantener una erección digna de tal nombre. Tuve tiempo de considerar las posibles causas de esta abulia sexual mientras, para salvar los muebles, recurrí al ya manido cunilinguo y me rebajé a la altura de sus caderas para enfrentarme a la hedionda bestia que tenía por coño y sabía a puerto y metales pesados. En comiéndole el barbudo parrús, consideraba yo que tal vez habíame entregado con demasiada pasión a la pornografía, y ahora me era imposible ejecutar el acto sexual como dios manda, con todas sus humedades, chapoteos y fatigas. Divagé, sin que ello estorbara la cadencia de mis babas y lametazos ni el periódico escupir pelos retorcidos, y entre mis cavilaciones brilló esta decepcionante conclusión: mi renegar de la vida, ese refugiarme en ficciones de toda índole me ha enajenado de mi animalidad condenándome a la minusvalía sexual.
Afortunadamente la hembra en cuestión ha demostrado gran presencia de ánimo e incomprensiblemente ha repetido tan lamentable experiencia con igualmente catastróficos resultados no sólo el domingo, sino también el lunes, y el martes, y hoy miércoles también vendrá.
En la espera me entretengo haciendo esta deplorable recapitulación, pero escribo como embobado, y cuando me distraigo me golpean recuerdos de alientos abrasadores, voraces monstruos vaginales, su cara emitiendo un estruendoso alarido sin grito, su boca abierta como fauce leonina, a medio centímetro de mi ojo derecho que empañado se asoma a la garganta hambrienta, réplica de la de más abajo, la carne palpitante, violenta, el fuego de mis entrañas que no sé cómo aplacar sino es mordiendo su carne, apretando su cráneo, usando mis manos de viejo, y la lombriz pusilánime y traidora que me ha dejado en la estacada y sin estaca cuelga péndula entre mis piernas encogiéndose de hombros y diciendo a mí que me registren, yo a esta no la quiero, parece una niña. Calla idiota, le digo, pero es verdad que lo parece, y aún así yo no me puedo resistir a alguien que no sólo no repudia mis pústulas, sino que las acaricia y lame el bubón de mi ingle, y cada dos por tres me desconcierta no sé con qué.
El diagnóstico es claro: me hallo en plena embriaguez erótica, atestadas las venas con el antidepresivo más antiguo y que peor resaca deja. Esto va a acabar muy mal.