Las innúmeras cervezas con que acompañé el dicho biftec produjéronme a la mañana siguiente resaca despiadada. He deducido tras haberlo observado en multitud de ocasiones que con el tiempo hay alguna parte del cerebro que se oxida o enreda, anudándose tal vez sobre sí misma y enmarañándose en demasía. Y al igual que la hiedra produce de continuo ramas, hojas y zarcillos, así el pensamiento y el discurrir nervioso se ramifican y retuercen en complejos arabescos que no tardan en sobrecargar el conjunto, haciendo que se hunda sobre sí mismo por su propio peso. Y si es la cruda y gélida hoja del hacha del jardinero quien hace poda masacre en la materia vegetal, así el alcohol, bebida espirituosa sobre todas, es quien con mimo de botánico inglés amputa las partes del mi cerebro que estorban su correcto funcionar. O lo detiene sin más, no estoy seguro. El caso es que, tumefacto el pensamiento por obra y merced de la purificadora resaca, salí hoy a la calle a hacer unas gestiones por mi barrio natal. Encontréme allí multitud de hembras deliciosas, que no abundan en el arrabal donde ha lugar mi vivienda, y caí pronto en la cuenta de que me estimulaban todas ellas por una sola razón: la lozanía de sus carnes y lo alocado de su indumentaria. Así es: no me gustan las mujeres: me gustan las jóvenas. Sus miradas atolondradas propias de los dieciseis años, sus medias de rayas, sus pelos estrafalarios y sobre todo su no haber puesto aún los pies en la tierra.
Descubrir esta gilipollez me produjo gran gozo, pues ya creía muerta mi libido, y me metí en el coche haciendo repaso de cuanto llevaba en los bolsillos: un chorizo de Cantimpalo, un cedé con un viejo videojuego FPS y una biografía de Nietzsche escrita por una dama que presumía de haber sido su amor inalcanzado y frustrante. Tres sórdidos objetos por los que me dejaría definir, sin duda. Volví a casa con la ventanilla bajada, a pesar de estar a primeros de enero, y con la resuelta intención de volver a dar clases particulares a domicilio.
Llegado ya a casa y tras la masturbación habitual, no supe qué más hacer. Mi televisor lleva meses estropeado y me niego a comprar uno nuevo, por otra parte mi radio ha demostrado no ser un sustituto aceptable, toda vez que lo único que retransmite son improperios y mamarrachadas. Así que una vez más hice repaso de las misteriosas anotaciones que hay desperdigadas por mi casas, garabateadas como ya he dicho por un bolígrafo azul. Persuadido de que estas incoherentes palabras encierran algún significado oculto, opté por ejecutar sobre ellas operaciones aritméticas de muy diversa índole, que ahora no recuerdo del todo bien. Quizá asigné a cada letra un número, hallé la suma total, lo dividí por el número de palabras, representé las ristras de números resultantes en un sistema de coordenadas, primero plano, y luego de 3, 4 y 5 dimensiones, hallé las razones trigonométricas de las figuras que de este modo se me aparecían, y finalmente obtuve una secuencia de cinco números más dos complementarios, lo que evidentemente era una secuencia de números de la lotería. El mensaje era claro: debía apostar todo mi dinero por esta combinación, y hacerlo sin pensar y cuanto antes, pues es del dominio público que la fortuna favorece a los audaces. De ello vengo, y si bien mi capital al completo no sumaba más de siete euros, tengo la satisfacción que emana de la inversión cabal y juiciosa, y el convencimiento inmutable de que en breve mi despropósita hazaña será recompensada.