No hubo huevos. Ni ocasión. Ni plop, puestos a enumerar. El martillo lo llevaba, y creánme que es notable el hormigueo que a uno le entra cuando pasea por la Gran Vía con un peso anormal en el cinturón y un mango extra entre las piernas. Cierto es que esta avenida, verdadera aorta babilónica, es un río de dementes en cuyas orillas se amontonan mendigos y otros seres amputados, y quién sabe cuántos de los que van camino del bar o a por el pan llevan armas aún peores que un martillo, a punto de dispararse. Pero no entremos en paranoias de telediario.
La ocasión no la hubo porque ya en la calle caí en la cuenta de que no sabía dónde tenía lugar el cónclave preestreno, ni cuál de todos era el sucio tugurio donde habrían de hurgarse mutuamente los esfínteres. Normalmente disfruto de estos momentos de bendita ignorancia amnésica, me quitan un gran peso de encima, pero esta vez no era en absoluto conveniente para mis planes. Hube de volver a mi casa, pensando que tal vez fuera mejor así, pues de haber conseguido mi propósito y matado a los directores, la publicidad sería eternamente gratis, el éxito comercial de la película estaría asegurado y por si fuera poco dos de sus autores quedarían muertos: habría ejecutado sin querer la maniobra promocional perfecta, algo que jamás podría perdonarme.
Ah, urbe antropófaga. No es tan fácil como yo pensaba conseguir que me echen a tus putas calles. Ni siquiera puede uno dejarse llevar por la ira justiciera y cometer gratificantes barbarismos sin que una horda de advenedizos saque provecho.