miércoles, 16 de abril de 2008

Herodes

El intento de seppukku fue una bochornoso ejercicio de impotencia. El tal acero toledano demostró ser de factura deleznable, digno de figurar en el stock de un vendedor de crecepelo, y doblábase de manera harto cómica e inapropiada cuando lo intenté clavar en mi panza. Tanto el filo como la punta de dicho fierro resultaron ser romos cual tijera infantil, de manera que más me hubiera valido acometer el intento autolítico aguantando la respiración. Iracundo, salí a la calle empuñando el mandoble, dispuesto a conducir hasta Toledo y cantarle las cuarenta al charlatán que me lo vendiera, años atrás.

El primer obstáculo resultó ser mi memoria, pues hacía ya días que no cogía el coche y me era imposible recordar dónde lo había aparcado. Mientras deambulaba perdido por las calles en las que suelo dejar mi vehículo, mirando a mi alrededor en su busca, seguí sin querer ni darme cuenta a un grupo de infantes que se disponían a detonar unos petardos. Primero metieron un puñado en un vaso y tras encenderlo echaron a correr, y fue su carrera lo que llamó mi atención, no una explosión que finalmente no tuvo lugar. No tuvieron redaños de volver a por su defectuosa munición, temerosos de que explotara justo en el momento de recogerla, en lo que hubiera sido un arrebato de justicia poética que de seguro me habría hecho prorrumpir en sonoras risotadas a su costa.

Pronto me los crucé de nuevo, volviendo de una calle cortada a la que me había asomado en busca de mi coche. Me reconocieron, lo cual no suele ser difícil pues la imagen que proyecto posee una gran pregnancia, y andar empuñando un curvo acero toledano siempre subraya esta característica. Quizá sospecharan de mí y tomáranme por policía. Entonces se encontraban prestos a depositar una carga explosiva en el interior de una papelera, y al acercarme yo a ellos, buscando mi coche como ya he dicho, interrumpieron su tropelía y disimularon de modo lamentable. Uno de ellos incluso me puso gesto de mafioso, a pesar de que su físico prepúber y propenso a la obesidad le restaba toda autoridad imaginable. Lo risible de la situación me hizo dar grandes carcajadas en su cara, algo que irritóle en extremo y le llevó a darme una mala contestación. Ni por un momento pensé consentirlo, y para acallar su insolencia, descargué poderoso mandoble sobre la cabeza del impertinente que había dicho una palabra más alta que otra. Mi fierro justiciero demostró que sí podía ser dañino si se blandía con brío y energía, y para elevados fines. El bisoño desplomóse, no sé si cadáver, sobre la acera, y sus compadritos, haciendo gala de la más repugnante cobardía, echaron a correr en opuestas direcciones.

Pavoneándome por la acera continué mi paseo hasta dar por fin con mi coche. Pero el suceso habíame templado el humor, y en lugar de ir a Toledo me acerqué a un restaurant conocido y pedí un biftec.