Les lleva un rato convencerme de que
la película está hecha con piel humana, hábilmente cortada, pero cuando me
dejan examinarla encuentro que es ciertamente correosa al tacto. Tiene un
grosor mínimo que la hace translúcida de un modo natural, y parece haber sido
curtida de alguna forma para conseguir ese acabado liso y suave que le permite correr
como es debido en el proyector.
Me explican con la ayuda del
siguiente gráfico el modo transversal en que los fotogramas se disponen dentro
de la piel:
La película entera se distribuye por
todo el cuerpo, plegándose sobre sí misma en extraños arabescos que varían
según la persona, y ha de ser cortada de un solo trazo o se echa a perder. Como
puedo comprobar, cada fotograma mide unos pocos milímetros cuadrados, de modo
que la imagen no tiene demasiada resolución e incluso con este modesto
proyector de salón puede verse el mosaico de poros y forúnculos que la forma.
Han visto que el tema despierta mi
interés y no les cuesta convencerme para que me deje desollar. Tardarán todavía
algunas horas, hay que contactar con una clase muy concreta de cirujano, se
requiere una veteranía sobrenatural obtenida durante siglos de ejercicio de la
profesión, y si no abundan los seres humanos que lleguen a los doscientos y trescientos
años, menos aún son los que haciéndolo se dedican a trabajar la piel.
Me extraña no haber oído hablar nunca
de esta clase de anciano, pero mis anfitriones me tranquilizan diciendo que
esto se debe a que muy pocas personas a lo largo de la Historia han logrado
envejecer hasta tal punto. Para ilustrarme y hacer tiempo hasta que llegue el
doctor, hacen servir unos cócteles y me explican que si el cuerpo humano
consigue superar la tercera edad alcanza nuevos estados de madurez fisiológica
en los que entran en juego órganos aparentemente inútiles, como el apéndice o
las amígdalas, que despiertan a una actividad hasta entonces inédita. Por
supuesto, el cuerpo continúa envejeciendo más allá de lo grotesco, desarrollando
enormes chepas, dedos de treinta o cuarenta centímetros y ese tipo de cosas.
El servicio nos hace pasar a una sala
donde se exponen cuadros, esculturas y fotografías que prueban la existencia de
estos casos de longevidad extrema desde el Renacimiento hasta la actualidad. Me
llama la atención una fotografía en blanco y negro de lo que parece una especie
de simposio, en la que una multitud de individuos vestidos de etiqueta sonríe a
cámara, formando en torno a una grotesca criatura chepuda de tres metros de
alto, también vestida de gala. Hago notar cuán hundidos tiene los ojos y la
boca en el rostro, y el modo en que se le nota el cráneo a través de la piel,
fina como una gasa. La encantadora hija menor de mis anfitriones me explica que
a pesar de su naturaleza rotundamente decrépita son en extremo habilidosos, y
cuando hablan su voz resuena como caída del cielo, profundamente grave,
aguardentosa y sobre una especie de acople magnético.
Falta poco para el amanecer y la
mayor parte de los invitados cabecean en sus butacas cuando aparece el doctor,
y es efectivamente monstruoso. Apenas somos presentados, el deteriorado galeno
me inocula una fórmula a base de curare que paraliza y agarrota mis músculos, dotándolos
de la férrea rigidez que conviene al despelleje. Viéndome así petrificado, se
le excita una especie de buche que va adquiriendo extrañas y palpitantes formas,
y al inflamarse va haciéndose más transparente , y permite a este achaparrado
sujeto retroceder en el tiempo, ejecutando el desuello de fin a principio. Así,
actuando sobre una piel que refleja el efecto de su siguiente movimiento,
consigue realizar la operación de un único y afortunado tajo.
Naturalmente no trabaja sobre mi
cuerpo, le es mucho más cómodo desollarme del todo y extender mi cuero sobre
una mesa bien iluminada. Una vez la película ha sido extraída y mandada al
laboratorio, trata sin mucha fe de volver a vestirme con mi expoliado pellejo,
pero ya no arraiga, se desprende y hay que darlo por perdido, tal y como me
avisaron que podría suceder. Me cubren con un substituto cutáneo de látex
amarillo hasta que mi carne sea capaz de hacer una costra que no se esté
continuamente agrietando.
Todavía lo llevo puesto cuando me
invitan al pase de la película, que resulta ser malísima. Me paso la proyección
revolviéndome en mi butaca y haciendo sonidos gomosos al frotarme las manos o
la cara. Me quedo un rato después de que termine, pero entre mis anfitriones y
yo hay cierta tensión, miradas esquivas e incomodidad. No es siquiera
medianoche cuando, aduciendo un misterioso compromiso, pido mi sombrero y me
voy.