lunes, 4 de junio de 2012

Mis anfitriones


Les lleva un rato convencerme de que la película está hecha con piel humana, hábilmente cortada, pero cuando me dejan examinarla encuentro que es ciertamente correosa al tacto. Tiene un grosor mínimo que la hace translúcida de un modo natural, y parece haber sido curtida de alguna forma para conseguir ese acabado liso y suave que le permite correr como es debido en el proyector.

Me explican con la ayuda del siguiente gráfico el modo transversal en que los fotogramas se disponen dentro de la piel:

La película entera se distribuye por todo el cuerpo, plegándose sobre sí misma en extraños arabescos que varían según la persona, y ha de ser cortada de un solo trazo o se echa a perder. Como puedo comprobar, cada fotograma mide unos pocos milímetros cuadrados, de modo que la imagen no tiene demasiada resolución e incluso con este modesto proyector de salón puede verse el mosaico de poros y forúnculos que la forma.

Han visto que el tema despierta mi interés y no les cuesta convencerme para que me deje desollar. Tardarán todavía algunas horas, hay que contactar con una clase muy concreta de cirujano, se requiere una veteranía sobrenatural obtenida durante siglos de ejercicio de la profesión, y si no abundan los seres humanos que lleguen a los doscientos y trescientos años, menos aún son los que haciéndolo se dedican a trabajar la piel.

Me extraña no haber oído hablar nunca de esta clase de anciano, pero mis anfitriones me tranquilizan diciendo que esto se debe a que muy pocas personas a lo largo de la Historia han logrado envejecer hasta tal punto. Para ilustrarme y hacer tiempo hasta que llegue el doctor, hacen servir unos cócteles y me explican que si el cuerpo humano consigue superar la tercera edad alcanza nuevos estados de madurez fisiológica en los que entran en juego órganos aparentemente inútiles, como el apéndice o las amígdalas, que despiertan a una actividad hasta entonces inédita. Por supuesto, el cuerpo continúa envejeciendo más allá de lo grotesco, desarrollando enormes chepas, dedos de treinta o cuarenta centímetros y ese tipo de cosas.

El servicio nos hace pasar a una sala donde se exponen cuadros, esculturas y fotografías que prueban la existencia de estos casos de longevidad extrema desde el Renacimiento hasta la actualidad. Me llama la atención una fotografía en blanco y negro de lo que parece una especie de simposio, en la que una multitud de individuos vestidos de etiqueta sonríe a cámara, formando en torno a una grotesca criatura chepuda de tres metros de alto, también vestida de gala. Hago notar cuán hundidos tiene los ojos y la boca en el rostro, y el modo en que se le nota el cráneo a través de la piel, fina como una gasa. La encantadora hija menor de mis anfitriones me explica que a pesar de su naturaleza rotundamente decrépita son en extremo habilidosos, y cuando hablan su voz resuena como caída del cielo, profundamente grave, aguardentosa y sobre una especie de acople magnético.

Falta poco para el amanecer y la mayor parte de los invitados cabecean en sus butacas cuando aparece el doctor, y es efectivamente monstruoso. Apenas somos presentados, el deteriorado galeno me inocula una fórmula a base de curare que paraliza y agarrota mis músculos, dotándolos de la férrea rigidez que conviene al despelleje. Viéndome así petrificado, se le excita una especie de buche que va adquiriendo extrañas y palpitantes formas, y al inflamarse va haciéndose más transparente , y permite a este achaparrado sujeto retroceder en el tiempo, ejecutando el desuello de fin a principio. Así, actuando sobre una piel que refleja el efecto de su siguiente movimiento, consigue realizar la operación de un único y afortunado tajo.

Naturalmente no trabaja sobre mi cuerpo, le es mucho más cómodo desollarme del todo y extender mi cuero sobre una mesa bien iluminada. Una vez la película ha sido extraída y mandada al laboratorio, trata sin mucha fe de volver a vestirme con mi expoliado pellejo, pero ya no arraiga, se desprende y hay que darlo por perdido, tal y como me avisaron que podría suceder. Me cubren con un substituto cutáneo de látex amarillo hasta que mi carne sea capaz de hacer una costra que no se esté continuamente agrietando.

Todavía lo llevo puesto cuando me invitan al pase de la película, que resulta ser malísima. Me paso la proyección revolviéndome en mi butaca y haciendo sonidos gomosos al frotarme las manos o la cara. Me quedo un rato después de que termine, pero entre mis anfitriones y yo hay cierta tensión, miradas esquivas e incomodidad. No es siquiera medianoche cuando, aduciendo un misterioso compromiso, pido mi sombrero y me voy.