domingo, 3 de mayo de 2009

Saliva a borbotones

La reconocí por el olor. La reconocí de entre todas las hembras por el olor ferruginoso de su sangre. El riquísimo olor metálico de su sangre, escapando a través de los poros de su piel. Ignoro si estaba menstruando. No sé de dónde viene el olor, puede que sí, que venga de sus entrepiernas, pero yo huelo su piel. Sus pieles. Sus pelos. Cuando pasan a mi lado, y es primavera, y huelen igual que las flores de los arbustos, esas flores del arbusto altísimo, tan alto como para llegar a un segundo, a un segundo primera. Sus flores, pelotitas blancas sudadas de aceite aromático, ese penetrante olor a sexo vegetal. Ese mismo olor, si es primavera. El muy dulce y puto olor de su ventana, arraigado para siempre en mi cabeza.

Decidí que ella debía ser mi presa, por el olor ferruginoso de su sangre, vapor de sangre transpirado por la piel. Tuve que contener el impulso de restregar mi hocico entre sus pechos, sus abundantes carnes, sus tetazas brutales, vaya; nada más tenerla delante. Preferiría hacer las cosas así, animalesco, odio la forma humana del cortejo, tan cerebral, protocolaria y comedida. Tan verbal. Hipócrita. Preferiría gruñir, sin más, morder su oreja, empujar su frente con la mía y sin intercambiar palabra fornicar. Para eso, claro, no debería haber ciudad.

La había. Y en ella un bar. O un restaurante. Una mesa, en cualquier caso. Vasos de vino, así que más bien sería el restaurante. Varias personas hablando. Presumiendo, debería decir, haciéndose por tanto odiosas a mis ojos. No sé cómo me dieron pie, y metí la mano, saqué la colación, una pequeña fantasía, de eso se trataba, sacar a pasear las perversiones, era de esperar que el tema enarcara mi ceja y el labio superior de mi sonrisa torcida, el colmillo, asomando. Adoro mis colmillos, son puntiagudos, y habrán de traer mucho dolor el día que decida desgarrar con ellos tanta tráquea imbécil. Digo que me dieron pie a contar mi propia fantasía, que es la que sigue y no otra:

-Quede la hembra sola con seis o siete desaprensivos de internet y júntelos en el hogar conyugal, para en el momento más sórdido de esta tumultuosa coyunda entrar el hombre armado de un hacha, motosierra, taladradora industrial o similar, en cualquier caso un arma que le garantice la victoria sobre sus enemigos, lo más sangrienta que pueda ser. Recomiendo vivamente el huso de cócteles molotof, por aquello de dar espectacularidad a la entrada, si bien puede ser un problema caso de realizarse el acto en un inmueble de su propiedad. Es cierto que seis o siete desaprensivos pueden defenderse muy bien de un hombre solo, por aguerrido que sea, yo esto lo soluciono usando granadas lacrimógenas, entrando a saco vaya, con máscara antigás pero también desnudo y armado con una larguísima y muy pesada hacha, cuya hoja ha de poner fin a las toses y lagrimeos de mis aturdidos e indefensos enemigos. Luego cargo con la hembra a hombros y me la llevo, aún tosiente, lejos del humo lacrimógeno para acometer el fornicio propiamente dicho. Hacha en mano y sin quitarme la máscara de goma negra.

Resultó no sé cómo seductora esta diatriba a oídos de la susodicha hembra, aquella cuya sangre herrumbrosa sudaba olores penetrantes. Así fue como me la conseguí llevar lejos de los demás, a mi destartalado hogar, y supe que sería adecuada para mis planes cuando recibió con risas el pestuzo amoníaco del cajón de la mi gata, el cual tengo plantado en nada más entrar a mi morada precisamente para calibrar la reacción de las visitas.

Le ofrecí entonces bebedizos con los que agasajarla, y los recibió contenta e ignorante de que disueltos en sus etilos viajaba una sustancia narcótica que habría de dejarla inconsciente por algunas horas. Efectivamente la pócima surtió su somnífero efecto y al rato la tenía yaciendo sobre mi mugrienta moqueta morada. Desmayada y comatosa.

La tendí en mi cama, desnudándola a fin de contemplarla como es debido. Atadas sus cuatro extremidades a las cuatro patas de mi cama. Su coño magnífico, sus pliegues carnosos entre mis dedos, saliva a borbotones. Debajo de la cama guardo un maletín con el instrumental apropiado para estos casos, era la hora pues de sacarlo.

Aguja en mano, me dispuse a penetrar su vena. El pinchazo fue limpio. El bombeo firme y seguro, de manera que pronto estaba sintiendo su corriente sanguínea en mi propio antebrazo, inflamándome las venas. Glorioso y exquisito paladeo de la sangre fresca de una que de virgen nada, y espero que de sifilítica aún menos. Esa experiencia gloriosa, rejuvenecedora. La vida que vuelve a mis brazos.

Un par de litros, sólo. Lo suficiente para dejarla lívida. Cadavérica. Lo suficiente para tenerme amoratado. Hinchado de sangre, tumefacto, moverse duele y mi aspecto es horroroso, todo yo soy un hematoma, un miembro morcilloso y palpitante. El miembro pene también lo tengo hinchado, claro. Es el propósito de todo este ejercicio, procurarme el flujo sanguíneo suficiente para paliar mi proverbial flaccidez. Con ayuda de una goma de “junk” me hago un nudo de doble lazada en la base del pene, para asegurarme que la sangre que ya lo ha anegado no me deje en mal lugar retirándose. Así es como penetro, cuando puedo. Intruso violento en la vagina ajena, que sigue inexplicablemente sudando palpitosa. La crema carnal, la baba, el sudor y ya al final el semen, en su piel, su piel sudada de gotitas microscópicas de sangre ferruginosa.