El tipo que entra en el vagón del metro, ese tipo incómodo que nada más entrar ya se sabe lo que va a hacer, viene con cara de ir a declamar y se pone en uno de los extremos del vagón, equidistante de las puertas, la gente normal se arrima a los rincones, se agarra a los asideros o se sienta, por eso digo que a éste se le ven las intenciones, viene con instrumental y un portafolio, pero el viajero atento sabe que se avecina un incómodo discurso sólo por la cara que trae el tipo, la cara de circunstancia, si uno mira con atención puede ver cómo repasa mentalmente su diatriba:
-Buenas tardes, les pido perdón [empezar pidiendo perdón es el primer síntoma de que le van a poner a uno en un compromiso, le van a poner a prueba el altruismo y la credulidad, una prueba de fuego] lamento molestarles pero me veo en la penosa obligación de recurrir a la mendicidad. He sido un trabajador de este mismo Metro durante más de quince años, a pesar de lo cual la empresa no ha tenido ningún reparo en dejarme en la calle sin ningún tipo de indemnización, de manera completamente ilegal, aquí pueden ver una copia [plastificada] de la denuncia que tengo interpuesta en el juzgado de lo civil. Mientras tanto, me veo como digo forzado a mendigar para poder llevar algo de comida a mi familia, mi mujer también está en paro y el banco ha ejecutado la hipoteca que teníamos sobre nuestro piso, así que nos hemos visto obligados a vivir en la indigencia. Apelo a su buen corazón, esperando que tengan a bien obsequiarme con algún dinero que lleven suelto, céntimos, pesetas, lo que sea. Si llevaran algo de comer, también se lo aceptaría.
Hemos llegado ya al punto álgido de una incomodidad razonable, el tipo se ha postrado figuradamente ante nosotros, suplica muy educadamente, y agradece incluso cuando no le das nada. Alguna señora está rebuscando ya en su monedero, planea darle el cobre, las piezas de 1 y 2 céntimos que no valen en la práctica, tampoco le valen a este tipo pero aún así las cogerá, se tragará ese sapo. Esperan, las señoras, a que el tipo se acerque a ellas, a que haga la colecta, tampoco es cosa de levantarse una, piensan. Sin embargo, el individuo aún no ha terminado:
-Como les he dicho he sido un trabajador toda mi vida y todavía tengo mi dignidad, soy incapaz de aceptar dinero a cambio de nada, es por ello que me dispongo a ejecutar un numerito ante ustedes que espero les amenice el viaje.
Entonces el individuo enciende una radio que lleva al efecto, la lleva entre su instrumental, y empieza a sonar una música moderna, rítmica, bailable. El tipo se ve entonces sacudido por espasmos regulares, como calambrazos en su espina dorsal que le hacen saltar de un lado a otro del vagón, sus movimientos son caóticos y aleatorios, nada armónicos, pero efectivamente cada espasmo corresponde a un compás exacto de la música, desde luego el espectáculo es bochornoso pero no se puede decir en rigor que no baile al ritmo. Nos ha mentido: la idea no era amenizar en absoluto nuestro viaje, el tipo sólo quería rebajarse aún más, a la bufonada patética ¿quién no daría una moneda a un payaso que llora, a un acróbata al que se le tuerce el tobillo justo antes del salto mortal, a un cantante al que se le desprende un diente al dar el do de pecho?
Pero lo peor, lo que no sabemos, es que el tipo será muy trabajador y todo lo que tú quieras pero no tiene sentido del ritmo ni lo ha tenido nunca, nadie en su familia sabe bailar como es debido ni un mísero pasodoble. El drama es que ha tenido que implantarse en la espina dorsal, en pleno nervio, entre las vértebras seis y siete, uno de esos “chips” que reaccionan a la música, esos que vienen dentro de las latas de coca-cola que bailan, esas latas que se doblan al compás. Este “chip” aplica una pequeña descarga, destinada en principio a activar el resorte mecánico de la lata, digamos que esta descarga marca el ritmo pero no es la causa del movimiento, al menos no del movimiento de la lata. La verdad es que en una médula espinal humana dicha descarga, por pequeña que sea, desencadena una serie de reacciones fisiológicas entre las que efectivamente se encuentran la contracción de casi todos los músculos del cuerpo, en diferente medida, pero también la total relajación de los esfínteres, por no hablar de la amnesia temporal, la coprolalia y una incomodísima segregación masiva de jugos gástricos, que poco a poco hacen que el estómago se digiera a sí mismo.
El espectáculo sólo irá a peor, y no parará. No olvidemos que el tipo ya no está al mando de su cuerpo, es incapaz por tanto de detener la música, se trata de ver cuánto tarda alguno de los viajeros en comprender lo que está pasando y levantarse para acudir en su auxilio, sólo hace falta que alguien ate cabos, avance dos pasos y apriete la tecla de “stop”. Pero la gente no entiende nada, sólo ve como el tipo empieza a recorrer el vagón manoteando como un desdichado, presa de violentas sacudidas al compás, sacudidas de títere, de muñeco de trapo, de pelele; todo esto mientras pone los ojos en blanco y se entrega a la furiosa coprolalia, al tiempo que rebosa ácidos gástricos. No, la gente no entiende nada, no saben nada del “chip”, sólo saben que el tipo está en paro, así que bajan la vista, creían que lo incómodo de la situación había llegado al punto álgido pero aún les queda un rato de vergüenza ajena y estupor.
Por eso, por ocurrente, por imaginativo, por esforzado, por trabajador, por todo ello nuestro amigo y su denuedo mueren sobre la goma del suelo del vagón, colapsado su organismo, borrada su mente, agarrotados sus miembros, la boca sucia de espumarajos y la bragueta mojada.
El que lee pasa otra página, el que escucha sigue tamborileando con el pulgar en el asidero, al compás, y las señoras guardan sus monedas de a céntimo para mejor ocasión.