A la mañana siguiente hube de madrugar de nuevo, si es que se le puede llamar madrugar a ser despertado por la blanquísima y tibia luz de un sol ya alto en el cielo. Debo confesar que tengo este tipo de vicios lingüísticos, debidos sin duda a haber pasado largos años de mi vida rodeado de universitarios, intelectuales, hidalgos venidos a menos y toda clase de crápulas parásitos.
El caso es que me levanté antes de lo habitual para pasar por la Facultad antes de ir al trabajo. Me era necesario encontrar a un profesor que había traspapelado mi nota poniendo en peligro mi inminente licenciatura. Una vez más hago uso indebido de un término, el de profesor en este caso, pues aquel vago y maleante borrachuzo aspirante a pedófilo nada bueno tenía que enseñar. El muy canalla no podía tener muchos más años que yo, pero se rumoreaba que mantenía un tórrido y pecaminoso noviazgo con una de segundo; que si bien estaba legalmente habilitada para el ayuntamiento carnal, es obvio para cualquiera que no estaba intelectualmente preparada para defenderse de las engañifas y manipulaciones con las que aquel falso docente mantenía viva esa relación contra-natura. Yo mismo he sido capaz alguna vez de seducir a alguna jovencita, pero he tenido el escrúpulo y la decencia de cortar de raíz cualquier conato de romance a la mañana siguiente.
El siniestro zulo que hacía las veces de despacho para este energúmeno, verdadero hombre del saco, estaba pobremente iluminado por un parpadeante tubo fluorescente que daba un tono cadavérico a toda cosa o persona que allí entrara. Un transistor reproducía “La Mandanga” del Fary (que por entonces aún vivía). Botellas vacías de Heineken campaban a sus anchas como si aquél fuera el poblado de los pitufos y éstos hubieran sido pintados de verde por un obeso y barbudo Gargamel que leyera una revista de coches en su mesa. Nada más verme, ya sobre aviso (pues aquella no era mi primera visita) empezó a vociferar y manotear que sí, pesao, que no se me olvida, que mañana voy. A su lado, haciendo las veces de infame Azrael, le reía las gracias un tipo enjuto y físicamente ruin, que escondía el alma bajo unas opacas gafas de top gun. Era uno de esos tipos que hacen pensar en una estrella de rock que no hubiera sido descubierta a su debido tiempo pero que así y todo se hubiera hecho adicta al crack.
Me fui de allí preguntándome cómo podía ser que me hubiera marchado pidiéndole perdón por haberle molestado, siendo cierto y verdadero que yendo de camino había considerado muy seriamente la posibilidad de llevar una llave inglesa oculta en el pantalón, de manera que si una vez más mis exigencias eran tomadas a pitorreo, pudiera cómodamente dar rienda suelta a mi cólera, reducir a astillas su obsoleto mobiliario y tenerle postrado a mis pies, suplicando clemencia. Hube de contentarme una vez más con imaginar la escena.
Visitar la Facultad no siempre era tan frustrante. A veces me encontraba con algún antiguo compañero de clase y le hablaba de las estúpidas monerías con que me entretenía en el trabajo, y otra vez hago mal uso del idioma porque llamo trabajo a lo que según los papeles eran unas prácticas, o hablando con propiedad, una beca. Una mandanga, es lo que era, un bulo, un numerito, una farsa, pura comedia, acrobacias de un polichinel que luego ponía el cazo. Y es que es difícil encontrar algo auténtico en este país de catetos, farsantes y titiriteros. Por eso digo, y cada vez más alto: Fary, qué grande eres, coño.
En fin, me dijo este individuo compañero que aquél sábado se celebraba que, quien más, quien menos (yo era de los primeros, por veterano) acababa su vida académica. Lo consideré seriamente puesto que, al ser viernes, arrastraba la resaca de toda la semana (¡sin contar los dos madrugones consecutivos!) pero me dije que no era cosa de desperdiciar lo que no era sino una excelente oportunidad para desplegar mis lúbricas redes, en las que quizá quedara presa alguna inocente jovencita a la que pudiera someter a intenso fornicio.