miércoles, 27 de febrero de 2008

El Night-Club

No hubo tal. Aquella presunta orgía multitudinaria hizo aguas antes de empezar, y para cuando esa misma noche llamé a mi contacto con la juventud, éste se encontraba gravemente debilitado por la resaca de la víspera, acompañado sólo por otro parroquiano, en casa de uno de no sé qué. Colgué al punto y llamé a otros conocidos ya de mucho tiempo atrás, que como yo rondaban la treintena y tampoco se atrevían a afrontarlo. Hice esta llamada a sabiendas de que celebraban una reunión alternativa, algo lejos de la ciudad, pero conseguí las indicaciones y apreté el acelerador.

De camino, bajadas las ventanillas para dejar entrar el tibio y oloroso frescor de la noche de junio, a punto de reventar mi ajado radio-casette, me sorprendieron unos fuegos artificiales estallando a mi paso por la carretera, iluminando el cielo de púrpuras y dorados en una explosión que me inundó de alegría vital y olor a pólvora y gasolina quemada.

Fue un espejismo. La dirección estaba de algún modo equivocada, o yo no supe interpretarla, o aquella reunión no había sido más que un pista falsa para mantenerme entretenido y en esos instantes mis amigos de toda la vida estaban desvalijando mi casa, quizá con ayuda del indeseable profesorzuelo. El caso es que, tras colarme en una fiesta que resultó no ser la mía (y en la que el anfitrión fue tan antipático como para invitarme a abandonar su propiedad), después también de despertar y aterrorizar con mis bocinazos a una señora que ya no pudo dormir más esa noche; y de ser mordido por un par de perros al intentar tímidas avanzadillas exploratorias dentro de las demás fincas; hube de dar mi brazo a torcer y conducir de vuelta a casa, pisando el acelerador como nunca lo había hecho, al tiempo que daba furiosos tragos de la botella de whisky que había llevado como signo de buena voluntad.

Y es peor aún la cosa porque a mitad de la semana siguiente estaba previsto un concierto de un par de estos inminentes licenciados que no eran mala gente pero sí pésimos músicos, lo cual a nadie importaba porque como es natural el evento no era más que una excusa para beber sin ser malmirado y, aprovechando lo escueto del espacio, rozarse impúdicamente con desconocidas jovencitas de mejillas coloradas y risa fácil, cuando no floja.

Y quizá el concierto lo dieron, no lo sé, porque quien sabía dónde tenía lugar era un amigo de otro que yo conocía pero que se había desentendido, y cada cual iba a su bola y decía “sssí, bueno…” arrastrando la ese inicial con gran pereza. Y yo hablaba con ellos preguntándome que si acaso algún día me diera por escribir todo cuanto me acontece, cabría llamar amigos a todos éstos y éstas.

Y era pregunta grave, realmente, que solía tenerme pensativo un rato. Me embarcaba en melancólicos paseos al atardecer, preguntándome qué era la gente que a diario me rodeaba, si no eran amigos. Buscaba sinónimos, pero eran aún peores. Acabé por pensar que no había aún palabra para describir ese conocimiento fugaz y superficial, vagamente amistoso, típico de la ciudad.

Un par de tragos después, me vine arriba, en un magnífico ejemplo de bipolaridad alcohólica. Quizá fuera efecto de las cuatro Bitburguers y los chupitos de ron, pero caí en la cuenta de que mi volante estaba suelto como un diente a punto de caerse. Y era justamente ésta la sensación, aquella que se tiene cuando se es niño y se hurga uno en el colmillo que le cuelga endeble, adherido aún a la encía por uno de sus lados, que hace las veces de bisagra. Igualmente sentí ese vértigo, ese súbito perder el suelo bajo los pies, pues si de niño, al notar el caduco diente de leche, experimentaba en mis carnes lo fugaz de la vida, aviso de lo que habría de ocurrirme de anciano; en esta nueva ocasión era el volante lo que presentaba holgura, y de quedarme con él en las manos, habría de morir sin duda estrellado contra la mediana, cadáver perplejo, con cara dasombro.

Por eso preferí pensar en cosas más alegres e hice repaso de las últimas noches. Magallanes 25, 3º interior, me lo repetí una vez más para no olvidarlo. Era la dirección de una tipa, vieja amiga en realidad, si al hilo de lo que decía más arriba aceptamos amigo como animal de compañía.

La invité a comer a un bar que había cerca de mi casa, en el que servían chuletones de medio kilo y te los comías de pie. Primero lo requemaron mucho, y cuando aquel enjuto y aceitoso moro por fin lo trajo, se puso a tontear con la chica contándole que en su país no le dejarían comer carnes rojas, por ser mujer. A los hombres sí, dijo cuando le aborrecí, y se fue. Por si fuera poco, al ir a pagar, el ruin encargado me cobró de más, y cuando quise darme cuenta me estaba dando las vueltas y llamando majete. Naturalmente hube de oponerme, y empezó una riña a la que se sumó el moro enjuto y aceitoso, un filipino que no entendía el idioma y un gordo con bigote que me miraba sosteniendo su cuchillo de cortar chuletones. Estimé oportuno abandonar el lugar, aunque mostrando mi más enérgica indignación. La chica tenía prisa por irse a su casa, y yo sabía que era todo culpa de la chusma de ese sórdido agujero. Me dormí pensando dónde podría conseguir bombas fétidas, a estas alturas de la vida…